miércoles, 12 de agosto de 2020

EL PUEBLO

 

 

 

  

Un punto invisible en el mapa del mundo. Un lugar sin nombre, mudo y ciego para el resto del planeta. Las casas de piedra y adobe se confunden con el cielo y el paisaje. Todo es gris. Oscuros los nubarrones, pardas las encinas, ocres las tierras, caquis los sembrados, deslucidas las casas, mugrientos los corrales, jaspeados los animales, ásperos los hombres. 

Tan antiguo es el pueblo que dios aún no había inventado los colores, o el ojo humano, arcaico también, no había aprendido a verlos. O son luces o sombras, claros u oscuros, nunca un término medio.

La luz absorbe los colores, en verano, el resplandor, ciega, el sol aplasta. Agosto es plomo refulgente, pesado, sofocante y cegador. Cielo y tierra se funden y confunden en la claridad. Es difícil encontrar los matices y los tonos. Una tormenta o un nublado, transforman en pocos minutos la luz en tinieblas; el chirriante canto de las cigarras, en estruendosos y quebrados truenos resquebrajando el cielo. 

En invierno todo es lóbrego. Asolado y frío. La niebla lo empapa de misterio y temor, difuminando el horizonte, sin poder distinguir casas de hombres. Enero muestra las tierras y los regatos helados, los carámbanos colgando de los tejados, las fuentes como piedras, solidificadas. Los hombres se arrastran envueltos en mantas a ver el cacho tierra o echar un ojo a las bestias. Las mujeres casi no salen de casa, solo al corral a recoger un brazo de leña y avivar la lumbre. Los muchachos con los mocos verdes colgando y los calzones rotos, engarañados, morada la cara, llenas de pupas las rodillas, sin poder hacer el guevo con los dedos, no paran de jugar a lo que sea.

Tanto en invierno como en verano se mira al cielo con respeto y desconfianza. Siempre permanece latente una amenaza que puede estallar en el momento menos pensado, unas veces porque la lluvia no aparece y la cebada peligra, otras porque lo anega todo y arrastra con la parva. Hombres y mujeres deambulan con la resignación a cuestas.

No es amable el paisaje ni mucho menos. Pero al que es de allí le gusta, incluso algún forastero puede encontrarle su lado exótico y atractivo. El terreno es pedregoso, agreste, abrupto, árido, áspero y seco. El cierzo aúlla, golpea y corta la sangre. En las tierras crecen cardos y ortigas. Sin montañas bonitas, sin verdes prados, sin frescos cobijos. Tierras, piedras, cardos y ortigas se confunden.  

El paisaje es un rostro cetrino que lo cubre todo como un manto. Amenazador, serio, sin adornos, apenado, agresivo, impasible, y, sin embargo, protector. La amenaza y el sosiego allí permanecen concentrados, sin apenas distinguirse.

Cada rostro es un paisaje agudo de contrastes. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, padres y abuelos están marcados. Unos te quitan lo que tienes, otros lo que no tienen te dan. Pueden ser un páramo o un huerto, como un barranco o una pradera, una tarde de lluvia o una mañana soleada, una sombra acogedora y fresca o un sol sofocante. Delicado o abrupto. 

Los rostros de las gentes forman parte del paisaje, viven camuflados con la tierra, no se diferencian, son polvo y simiente de ella. El mismo tono pardo, la actitud defensiva y desconfiada, la cara rayada con surcos quebrados, los dedos como sarmientos, la piel de lija como una muralla, áspera como la piedra y ruda como la encina, curtida para que choque el cierzo y se quiebre la espina. 

Huraños y toscos, parcos, escurridizos y yermos los seres permanecen o deambulan. Monótona y agobiante, la templanza estalla repentinamente cansada de estar retenida. La calma en volcán se convierte. 

Sin dejarse ver, escondida, yace la piel musgosa, tímida y precavida la dulzura, sin derroche la cálida ternura, la ciega mirada protectora más allá de la luz y de la niebla. Al calor de la lumbre en invierno, con agua fresca en verano bajo el chopo.

 Así son los días y las noches, las estaciones, el tiempo y los habitantes. Paisaje, clima y seres vivientes conforman la geografía. 

De pana remendada visten los hombres, con abarcas, gorras o sombreros, de fieltro en el invierno y de paja en el verano. Trabajan en el campo, tienen algún animal que otro, unos para la ayuda de las faenas agrícolas: vacas o mulas y también caballos y burros. Y otros también para la alimentación anual o para la venta y sacar con ellos algunas perras: marranos para tener carne todo el año, cabras para la leche diaria, ovejas para la lana, gallinas en el corral para disfrutar de los huevos, perros para ahuyentar a los posibles ladrones externos, gatos para limpiar los aposentos de ratones. 

Por la noche se acercan a la taberna a echar un chato de vino, una partida de cartas o intercambiar pareceres con los paisanos, los domingos también van al café. No suelen ser de misa los más, aunque el cura les amenace con males terribles en esta vida y en la otra. Mascullan por lo bajo, con la cabeza torcida a un lado y frunciendo los labios: a misa no voy porque estoy cojo, a la taberna voy poquito a poco.

De oscuro van las mujeres, embutidas de pies a cabeza. Las sayas por debajo de las rodillas. Medias de lana y alpargatas. Debajo las enaguas y el refajo.  Por encima la toquilla hecha por ellas mismas igual que los calcetines, los jerséis, las bufandas, los pasamontañas de los hombres, maridos, hijos o nietos, o hermanos solteros. A la cabeza la cubre el pañuelo negro anudado bajo la barbilla. Trajinan en casa y fuera de ella con los animales y en el campo. Los domingos van a misa en cuadrilla, cogidas del brazo, y con el velo cubriéndoles, entre diario algún día al rosario o la novena. Temen a Dios y al cura. Por las tardes, salen por el pueblo dando un paseo remudadas y lavadas, luciéndose ante los mozos si son mozas, si están casadas ya lo tienen vedado.

En este rincón del mundo, las influencias externas son mínimas. Las costumbres perduran por los siglos de los siglos. Deben ser muy parecidas a quinientos o mil años antes, ¡sábete dios! Ignoramos si por allí pasaron los romanos. Seguro que anduvieron cerca, rastreando todo en busca de riquezas que llevarse. También llegaron por las mismas razones o parecidas, unos por avaros y otros por hambrientos, los visigodos, los moros y los judíos. Por los apellidos y los rostros que indican cierto parecido se puede adivinar. Los apellidos son los mismos repetidos hasta hartarse, lo que indica que se han casado unos con otros hasta formar una gran familia. Es muy raro encontrar un apellido distinto, seguro que procedente de otro pueblo o región, como repobladores que vienen de otras tierras en busca de asentarse más seguros, donde hubiera algo de tierra en que trabajar y emparentarse con una buena moza.

La iglesia católica apostólica y romana sí que llegó y se estableció allí, como en todos los rincones del planeta por escondidos que estuvieran. Y como en todos los lugares, ha sido quien ha determinado lo que se podía saber y lo que no, las maneras, las creencias, las costumbres y las fiestas. Allí también se apareció una virgen a un pastor en un carrasco y la hicieron la madre del pueblo a quien dirigir sus rogativas y rezar ¡virgen maría santísima!

Durante todos esos años lo único nuevo que ha entrado en el pueblo ha sido el cura. El era el emisario de la iglesia católica y a través de él se sembraba su moral, metiéndola a hachazos, amenazas y miedos en las carnes de las gentes. 

Hasta hace poco, a este pueblo sólo llegaban arrieros de otros pueblos vendiendo y comprando, y solo salían de él también arrieros. Viven recorriendo las diferentes comarcas de la región, comprando en unos lugares los productos que les sobran y vendiéndolos más caros donde hacen falta, ganándose unas perras en el trueque. Quizá también entren y salgan algunas gentes de mando y de letras, además del cura, el médico y los maestros, aparte de algún otro que se traiga entre manos algún negocio siempre desconocido a la vez que vilipendiado. 

La mayoría de sus habitantes nunca salieron del pueblo, menos aún las mujeres. Allí nacían y allí morían, fuera no se les había perdido nada, a no ser que fuera alguna pendona.  El cacho tierra, quien la tenía, no daba para llenar muchas bocas. Familias numerosas la mayoría, con muchos hijos que dios daba porque nadie conocía otro remedio y con la justificación de que se necesitaban para trabajar. 

También la miseria y el hambre echaron a muchos parroquianos fuera de su pueblo, hombres y mujeres jóvenes, a buscarse la vida más decente en otras tierras, más allá de los mares, las américas. Alguien corrió la voz por los pueblos de que, en La Argentina, en una ciudad llamada Tucumán, se podía vivir bien, trabajando menos, con la caña de azúcar. Pero aquello estaba en el otro lado del mundo. Para irse hasta allí, primero había que hacer un viaje de dos días hasta llegar a la ciudad portuaria, y después tres meses en barco. Antes había que vender las tierras y la casa quien la tuviera o pedir dinero prestado a los familiares y amigos. Hasta seis meses al menos, no tardaría en llegar la primera carta, para saber si habían llegado. Los que se quedaban y los que se iban sabían que no iban a ver más a sus padres, hermanos o hijos. Los que se iban soñaban con hacerse ricos y volver presumiendo a su pueblo. Los que se quedaban vivían con el temor de haberlos perdido para siempre. No había más remedio, en esta tierra y este país ya no quedaba nada que llevarse a la boca.

Otros forasteros más pobres aún, que visitan el pueblo son los quinquilleros, gitanos, o húngaros también los llaman. Gentes en familia, hombres y mujeres, viejos y más jóvenes, niños y niñas también, sucios y harapientos todos. Van de pueblo en pueblo con sus carromatos en los que viven y duermen, arreglando cazuelas y pucheros, poniendo una laña aquí otra allí, tapando una brecha por donde se iba el caldo del cocido. Gentes despreciadas por todos a los que tildan de trúhanes y ladrones. 

El pueblo es una comunidad pequeña. En el comienzo de esta historia, mediados los años de mil novecientos, rondaba los mil quinientos habitantes. Todos se conocen. Más por motes y apodos que por los nombres que les asignaron en la pila del bautismo. Por diminutivos, aumentativos, despectivos o gentilicios. Más por sus propios rasgos, sus peculiaridades, sus defectos, alguna ocurrencia oportuna, algún disparate que desbordara la regla. El mote indica algo de esta singularidad. Su ocurrencia o disparate le llega a sobrepasar en el tiempo a su autor, perdiéndose en el olvido su nombre propio. Todos le conocen por ello, se lo transmiten de unos a otros, incluso de generación en generación. No existen periódicos ni radio, las noticias se transmiten de boca en boca en los corrales, en las tabernas o en el transcurso de las faenas diarias. El entorno en el que se mueven es el mismo, el trabajo, las fiestas y los entierros. 

Los lazos que se generan entre los convecinos son muy fuertes. Se marcan a sangre y fuego en sus carnes, en su estómago y en su corazón, en sus frustraciones y en sus sueños, para lo bueno y para lo malo. Son todos hermanos, todos amigos, todos contrincantes, todos caínes y abeles. Luchan entre ellos por ser el mejor. Se admiran y se odian. Comparten las mismas vivencias, las mismas emociones, los mismos sufrimientos, a veces la misma leche y madre sin haberlos parido realmente. Han aprendido a caminar juntos. Se han iniciado en el amor a la vez. Han disfrutado la misma borrachera y soportado la misma resaca. Utilizan el mismo lenguaje, palabras escuálidas y gestos parcos, que solo ellos saben descifrar. Celebran los bautizos y las bodas, lloran a los muertos. 

Desatar esos lazos resulta muy difícil. Incluso, habiendo salido ya fuera de allí, viviendo en otros lugares, habiendo conocido otras rarezas, especializándose en otras profesiones, alcanzando altos puestos en la administración, emparejándose con amores de otras tierras. Todos regresan a menudo, siguen los mismos rituales, encierran los mismos secretos. Lo de fuera no cala en ellos. Fuera, buscan a los de su pueblo, visitan el mismo bar de otro paisano, se repiten una y mil veces los mismos dichos del tío tal o del tío cual. En las fiestas no saben qué hacer en la capital, una tremenda soledad y desasosiego les enerva únicamente superable acercándose a su pueblo.

Su pueblo es el mejor en todo de todos los pueblos. Su tierra y su país la mejor del mundo entero. Su miseria, la mejor miseria. Otros pueblos y países están llenos de virtudes que a sus ojos son defectos. Sus propios defectos para ellos son virtudes.

El pueblo es un gran clan. Ante otros pueblos se defienden con uñas y dientes. Quien no actúe así deja de ser del pueblo, es un traidor, un degenerado, un apátrida. Los pueblos grandes son igual, las naciones también. Mi familia es la mejor de todas las familias, mi pueblo el mejor de todos los pueblos, mi país el mejor de todos los países, mi equipo de fútbol el que más goles mete, mi partido político el único honrado, por ellos insulto, miento, mato y muero. 

4 comentarios:

  1. Me ha llegado muy adentro...debe ser que soy de pueblo. Gracias por este maravilloso relato.

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    1. Muchas gracias Meca. Que llegue "muy adentro" a quien lo lee, es esencial para el que lo escribió.

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  2. Que forma tan «smart» de traducir en palabras, formas,usos y maneras de sentir de la gente de allí.
    El paisaje, el cielo y hasta los olores, llegan a pesar de los kilómetros que separan.
    Gracias por tu relato, QUINITO

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    1. me gustaría saber quién eres. Muchas gracias.
      Y por otra parte, me alegra lo que dices, me alegra que te haya gustado y que te provoque esas sensaciones.

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