viernes, 24 de mayo de 2019

Soy lo que no soy


Soy lo que no soy
Me define la carencia
pez sin mar
lago sin agua
desierto sin arena
montes sin montaña
corazón sin alma
alma sin corazón
aire sin latido
tinieblas sin noche
vivir sin vida
piel sin pálpito
boca sin risa
beso sin labios
Agua sin sed
Niño sin madre

jueves, 23 de mayo de 2019

Armas de destrucción


Armas de destrucción masiva:
La cultura – la propaganda – el cine.
Donde la mentira se hace verdad.
Donde la patología es lo natural.
Estamos viendo como natural y verdadero lo que es producto de la enfermedad.
Llega un momento en que es difícil distinguir.
Sobre todo, quien menos distingue es el enfermo.
Porque lo que él hace lo cree natural, sin darse cuenta de que es producto de su enfermedad.
Con lo cual la enfermedad alimenta a la enfermedad, lo patológico a lo patológico, la neurosis a la neurosis.

Si un artista neurótico escribe obras basadas en sus neurosis alabando sus actos neuróticos, pero no mostrándolo como neurosis, sino como algo natural, más incluso, sobrenatural, propio de dioses, de personas inteligentes, creadoras, espontáneas, sinceras, entonces, la gente vulgar y corriente se muere de envidia por poder tener esas “maravillosas” experiencias. -A propósito de Woody Allen - y de Vicki Cristina Barcelona-

Y entonces, dentro de sus posibilidades escasas trata de imitarlas, trata de reproducir esos comportamientos. 
Y lo hace y se va convirtiendo poco a poco en un personaje como el imitado. 

El maestro neurótico crea escuela, y adictos. Dios y sus acólitos. 
La enfermedad se hace religión. A partir de ahí profesamos la enfermedad. Y se castiga a quien no se religa. Todos enfermos por decreto.
Lo anormal se convierte en natural. Por decreto. 
Esta es la sociedad en la que vivimos. 
Ser enfermo neurótico es similar a ser imbécil. 
Una persona neurótica no sabe que lo es – lo que hace es como una necesidad básica – no como algo anormal o raro -  

La felicidad



¿Dónde está la felicidad?
Al final del camino, 
pero también en tus pies y en cada paso que das.

Está dentro de ti, no la busques fuera.

Pero caminando la encontrarás.
Descubrirás así tus diamantes y tus llagas.
Conocerás la angustia, el dolor, el miedo, la alegría y el placer.
Ahí está eso que llaman felicidad.

Habrás de luchar.
Para encontrarla y para no perderla.
Habrás de aceptar lo que no te gusta.
Te costará
Desprenderte de muchos aparejos,
Mudar de piel, y cambiar de calzado.

Implícate hasta el tuétano antes de dar el primer paso
 y después de creer que has dado el último.

Tropieza, cae, levántate, salta.
Haz un contrato irrenunciable contigo mismo
Desde la cuna hasta la tumba.

martes, 7 de mayo de 2019

NO SENTIR, NO SUFRIR







NO SENTIR, NO SUFRIR

No le enseñaron a hablar, ni a contar lo que le pasaba o sentía, al contrario.
Quizá le enseñaron a sentir, a no sentir mejor dicho, a aparentar que nunca pasaba nada.
Hasta que la nada se estableció dentro. 

Por ello, no había nada, nada que sentir, nada que contar, nada que hablar.
La felicidad debía consistir en eso, en que nunca pasara nada.
Estar y permanecer en una apariencia de calma y tranquilidad.

Las cosas malas les pasaban a los demás y las buenas, las buenas también.
Cuando pasaban cosas malas se escondían porque eran un mal presagio, eran un tabú del que no se podía hablar ni saber.
No fuera que le ocurrieran al niño y que le hicieran sufrir.

No saber es no sufrir. No sentir es no sufrir.

Cuando eran buenas las cosas que pasaban, también permanecían ocultas para que el niño no sintiera envidia, del bien que les había acontecido a los otros. 
Y no se sintiera mal por ello.
De modo que, el niño no podía sufrir, pero tampoco disfrutar.

Las cosas que pasaban siempre, eran normales, rutinarias y corrientes. 
Nada del otro mundo.
Si aconteciera algo no previsto sería una desgracia o un pecado.

Reía con los amigos cuando algo le hacía reír, y llorar, lloraba solo, a escondidas, sin que nadie le viera, sobre todo para que no le insultaran llamándole cobarde, llorón, niñato, mimado, idiota, marica, o algo por el estilo.

El llorar estaba mal visto. Era cosa de niñas, de mujeres, de viejas.

El niño no recuerda haber llorado ni tampoco haber reído.
Las lágrimas se las tragaba porque una voz oculta, amenazante, se lo prohibía.

Las risas eran esporádicas, abruptas, selváticas, como un estallido de tos.

Pero a lo que se aprendía de verdad, era a no sentir, a no tener emociones, o al menos a no aparentarlas.
Aparentar ser como piedras, como la tierra callada y muda, como las mulas con las antojeras puestas para mantener la mirada fija, perdida, en la labor encomendada.

Y si había algo que ver, girar la cabeza entonces, o hacerse el desentendido, aparentar pensar en otra cosa, estar en otro sitio, no pasar nada.

No le enseñaron a contar lo que le pasaba porque nunca le preguntaron nada.
Si no le preguntan ni muestran interés es que no quieren saber.

Es que no quieren sufrir con lo que pueda pasarle al niño.

Y así aprende el niño a no contar y ni siguiera saber que tiene algo que contar. 

Aprende a no sentir, o a disimular lo que siente, porque si no sería un bicho raro y sería mal visto, incluso no querido.

De esa manera transcurrió la infancia, guardándose los temores y los sueños.

Para él solo, para no hacer sufrir a los demás, para mostrarse normal, según lo establecido. 

La normalidad debía ser la regla que había que cumplir para vivir.






No hay nadie a quien contarle una pena. Ni una alegría. 
Nadie. No, nadie. Nunca. 
Ni ayer, ni hoy, ni mañana. Ni en la infancia, ni en la adolescencia. Ni en la madurez. Ni ahora, en la vejez. 
Ni niños, ni amigos, ni chicas, ni mujer, ni hijos. 
Nadie. Nunca. Nadie. 
Siempre solo. 
Contándose a sí mismo, las desgracias, los temores, los sueños, las alegrías, los proyectos, las utopías. 
Siempre solo. 
Solo. 
Con mundos inventados, con amores soñados, con ilusiones esfumadas. 
Siempre hablando con fantasmas.