- PENSAMIENTO - POESÍA - RELATO - POLÍTICA - SOCIEDAD - EDUCACIÓN - Joaquín Benito Vallejo
viernes, 24 de mayo de 2019
jueves, 23 de mayo de 2019
Armas de destrucción
Armas de destrucción masiva:
La
cultura – la propaganda – el cine.
Donde
la mentira se hace verdad.
Donde la
patología es lo natural.
Estamos
viendo como natural y verdadero lo que es producto de la enfermedad.
Llega un
momento en que es difícil distinguir.
Sobre
todo, quien menos distingue es el enfermo.
Porque
lo que él hace lo cree natural, sin darse cuenta de que es producto de su enfermedad.
Con lo
cual la enfermedad alimenta a la enfermedad, lo patológico a lo patológico, la
neurosis a la neurosis.
Si un
artista neurótico escribe obras basadas en sus neurosis alabando sus actos
neuróticos, pero no mostrándolo como neurosis, sino como algo natural, más
incluso, sobrenatural, propio de dioses, de personas inteligentes, creadoras,
espontáneas, sinceras, entonces, la gente vulgar y corriente se muere de envidia
por poder tener esas “maravillosas” experiencias. -A propósito de Woody Allen - y de Vicki Cristina Barcelona-
Y entonces, dentro de sus posibilidades
escasas trata de imitarlas, trata de reproducir esos comportamientos.
Y lo hace
y se va convirtiendo poco a poco en un personaje como el imitado.
El maestro
neurótico crea escuela, y adictos. Dios y sus acólitos.
La enfermedad se hace
religión. A partir de ahí profesamos la enfermedad. Y se castiga a quien no se
religa. Todos enfermos por decreto.
Lo anormal se convierte en natural. Por
decreto.
Esta es la sociedad en la que vivimos.
Ser enfermo neurótico es
similar a ser imbécil.
Una persona neurótica no sabe
que lo es – lo que hace es como una necesidad básica – no como algo anormal o
raro -
La felicidad
¿Dónde está la felicidad?
Al final del camino,
pero también en
tus pies y en cada paso que das.
Está dentro de ti, no la busques fuera.
Pero caminando la encontrarás.
Descubrirás así tus diamantes y tus llagas.
Conocerás la angustia, el dolor, el
miedo, la alegría y el placer.
Ahí está eso que llaman felicidad.
Habrás de luchar.
Para encontrarla y para no perderla.
Habrás de aceptar lo que no te gusta.
Te costará
Desprenderte de muchos
aparejos,
Mudar de piel, y cambiar de calzado.
Implícate hasta el tuétano antes de
dar el primer paso
y después de creer que has dado el último.
Tropieza, cae, levántate, salta.
Haz un contrato irrenunciable contigo
mismo
Desde la cuna hasta la tumba.
martes, 7 de mayo de 2019
NO SENTIR, NO SUFRIR
NO SENTIR, NO SUFRIR
No le enseñaron a hablar, ni a contar lo que le pasaba o sentía, al contrario.
Quizá
le enseñaron a sentir, a no sentir mejor dicho, a aparentar que nunca pasaba
nada.
Hasta
que la nada se estableció dentro.
Por
ello, no había nada, nada que sentir, nada que contar, nada que hablar.
La
felicidad debía consistir en eso, en que nunca pasara nada.
Estar
y permanecer en una apariencia de calma y tranquilidad.
Las
cosas malas solo les pasaban a los demás y las buenas, las buenas también.
Cuando
pasaban cosas malas se escondían porque eran un mal presagio, eran un tabú del
que no se podía hablar ni saber.
No
fuera que le ocurrieran al niño y que le hicieran sufrir.
No
saber es no sufrir. No sentir es no sufrir.
Cuando
eran buenas las cosas que pasaban, también permanecían ocultas para que el niño
no sintiera envidia, del bien que les había acontecido a los otros.
Y no se
sintiera mal por ello.
De
modo que, el niño no podía sufrir, pero tampoco disfrutar.
Las
cosas que pasaban siempre, eran normales, rutinarias y corrientes.
Nada del otro mundo.
Si
aconteciera algo no previsto sería una desgracia o un pecado.
Reía
con los amigos cuando algo le hacía reír, y llorar, lloraba solo, a escondidas,
sin que nadie le viera, sobre todo para que no le insultaran llamándole
cobarde, llorón, niñato, mimado, idiota, marica, o algo por el estilo.
El
llorar estaba mal visto. Era cosa de niñas, de mujeres, de viejas.
El
niño no recuerda haber llorado ni tampoco haber reído.
Las
lágrimas se las tragaba porque una voz oculta, amenazante, se lo prohibía.
Las
risas eran esporádicas, abruptas, selváticas, como un estallido de tos.
Pero, a lo que se aprendía de verdad, era a no sentir, a no tener emociones, o al menos a no
aparentarlas.
Aparentar
ser como piedras, como la tierra callada y muda, como las mulas con las
antojeras puestas para mantener la mirada fija, perdida, en la labor encomendada.
Y si había
algo que ver, girar la cabeza entonces, o hacerse el desentendido, aparentar
pensar en otra cosa, estar en otro sitio, no pensar nada.
No le
enseñaron a contar lo que le pasaba porque nunca le preguntaron nada.
Si no
le preguntan, ni muestran interés, es que no quieren saber.
Eso dicen en la plaza.
Es
que no quieren sufrir con lo que pueda pasarle al niño.
Y así
aprende el niño a no contar y ni siguiera saber que tiene algo que contar.
Aprende a no sentir, o a disimular lo que siente, porque si no sería un bicho
raro y sería mal visto, incluso no querido.
De
esa manera transcurrió la infancia, guardándose los temores y los sueños.
Para él
solo, para no hacer sufrir a los demás, para mostrarse normal, según lo
establecido.
No hay
nadie a quien contarle una pena. Ni una alegría.
Nadie. No, nadie. Nunca.
Ni
ayer, ni hoy, ni mañana. Ni en la infancia, ni en la adolescencia. Ni en la
madurez. Ni ahora, en la vejez.
Ni niños, ni amigos, ni chicas, ni mujer, ni
hijos.
Nadie. Nunca. Nadie.
Siempre solo.
Contándose a sí mismo, las
desgracias, los temores, los sueños, las alegrías, los proyectos, las utopías.
Siempre solo.
Solo.
Con mundos inventados, con amores soñados, con ilusiones
esfumadas.
Siempre hablando con fantasmas.
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