Atrevida y seductora.


Atrevida, seductora, insinuante, provocativa casi. Entonces no me gustaba, quizá porque era la época en que yo estaba perdidamente enamorado de otra, y estaba ciego, solo veía el deseo inalcanzable de ella, como siempre me pasaba, cuando estaba enamorado de una chica, solo la veía a ella, estaba obnubilado. 
Hoy, en el recuerdo, me parece sensual y sexual, con atributos corporales por los que me moriría: buenos pechos, redondos, altos y grandes, sobresalientes. Una boca grande también con labios carnosos, extremadamente dibujados, sobre todo el superior, con curvaturas muy pronunciadas. 
Ojos negros y profundos, pelo negro largo y rizado, nariz aguileña soberbia, cara alargada con el mentón muy marcado. 
Después de esos pechos y esa cara que me resultaba burda, y hoy me parece escultórica, veo su culo bamboleante, como si no pudiera con él, porque ella era delgada, sobre todo las piernas, que subida en los zapatos de tacón más aún, pudiera parecer que se iban a quebrar en cualquier momento. 
Las piernas no me gustaban nada. 
Se movía como si estuviera cansada, y no pudiera con su cuerpo, lo movía de un lado al otro con desgana, o ¿relamiéndose? 
Toda ella me parecía un poco burda y grotesca. 
Quizá necesitaría pulirse, es verdad, pero yo no la tenía en cuenta por lo que ya he dicho y porque además mis gustos eran exóticos: chicas rubias, con cabelleras lacias, con rostros de muñeca. 
Ignoraba lo que era la belleza salvaje, hoy la veo como una auténtica belleza aunque necesitara refinarse. 
Se me insinuaba de diversas maneras que para mí pasaban desapercibidas o mejor dicho, me ruborizaban: mirándome por encima del hombro, de lado, entornando los ojos, con desdén, con sus sonrisas y sus palabras zalameras, con esos movimientos lentos, cansinos, curvos, como pasándome el pastel por delante de las narices para olerlo, pero yo no olía nada, ¿a qué olía?, o es que era demasiado para mí. 
Toda ella era demasiado, incluso el descaro. 
Pero no, descarada no. Eso era lo que tenía que haber sido, haberse dejado de pamplinas y haber ido directamente al grano ya que yo era esencialmente tonto. 
Quizá lo que me despertó claramente fue aquel día que me dijo: ¡qué labios más bonitos tienes ¡relamiéndose los suyos y tendiéndome la mano añadía – ven – mientras se metía en una de las consultas vacías. 
Pero yo me refugiaba en mi impotencia e incapacidad, me encogía más dentro del rincón e insinuaba estar por encima de las circunstancias. ¡Qué tonto! Conteniendo el temblor interno, agachando la cabeza, mirando hacia el suelo, tratando de pasar desapercibido, de que no pasaba nada. Muerto de vergüenza no por lo que me había dicho, sino por mi inacción, por lo que acababa de perder. Y ella quizá, mirándome desde la puerta sintiéndose despreciada y despreciándome para siempre.
Cuántas veces me he lamentado de aquello queriendo que el tiempo volviera hacia atrás y lo cambiara! Si yo le hubiera mostrado mis labios y la hubiera respondido -¡tu si que los tienes hermosos! y nos hubiéramos acercado hasta que se rozaran, hasta que nuestros alientos se mezclaran, 
y nos hubiéramos quedado ahí en unos instantes eternos, oliéndonos, saboreándonos casi sin tocarnos aún, y después de esa pausa profunda, me hubiera cogido de la mano y tirando un poco de mí, me hubiera llevada a la sala vacía, y cerrando la puerta tras de mí me hubiera ido metiendo su lengua suave y profundamente, deshaciéndose dentro de mí con una delicadeza extremada, y sus manos hubieran  ido desde mi cara a mis manos que caídas a los lados inertes no sabían qué hacer, mientras mi cuerpo comenzaba a estremecerse y derretirse, y me las hubiera llevado a sus pechos y me las hubiera conducido por ellos haciéndome sentir su forma, su volumen, su tersura, su erizamiento y yo ya derretido por completo estuviera entrando en coma.


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