lunes, 27 de noviembre de 2023

EL BIEN Y EL MAL - la desigualdad-

 


Recopilaciones realizadas por Joaquín Benito Vallejo


DES-IGUALDAD

 

Los mitos siempre son falsos, pero a menudo no del todo.

 

Al parecer, la época entre la escisión de los humanos de sus parientes primates más próximos (hace unos pocos millones de años) y la aparición de las primeras sociedades complejas (hace unos pocos miles de años) se caracterizó por un grado asombroso de igualdad política, material y social.


Hace aproximadamente cinco mil años surgieron las primeras civilizaciones, y con ellas las ciudades, que a su vez se unieron para formar Imperios.


Se fueron produciendo los propios avances tecnológicos y procesos de evolución social: los humanos iniciaron la agricultura sistemática; empezaron a quemar tierra para hacer recipientes de barro; aprendieron a construir diques y a regar sus campos con ríos desviados. 

Se crearon nuevas formas de repartir las tareas, que dieron lugar a los trabajadores especializados y los comerciantes.

Surgió una clase dominante que intentaba esculpir en piedra su propia autoridad con imponentes construcciones monumentales.

 

En la «media luna fértil» de Mesopotamia, entre los ríos Éufrates (en sumerio Buranun) y Tigris (Idigina) floreció la cultura sumeria, cuyas metrópolis de Uruk, Lagash, Kish y Babilonia fueron gobernadas por las dinastías de Ur y los reyes Sargón y Gilgamesh. 

En Mehrgarh y Harappa, en los actuales Pakistán y la India, surgió en paralelo la cultura del valle del Indo; en Zhongguo, el reino situado en medio de la actual China, los emperadores de la dinastía Xia declararon en algún momento su poder.

 

Ese ritmo produjo las primeras civilizaciones desarrolladas y al mismo tiempo generó un poder y una desigualdad social que nunca había existido.


Desde Karl Jaspers, en filosofía se suele definir la fase hoy conocida como «era axial», comprendida entre el año 800 y el 200 a. C., como un episodio de transformación radical y progreso memorable en el que se creó el vocabulario fundamental y la autopercepción humanista que luego conformaron —aunque ocurriera bastante más tarde— los pilares de la Ilustración y la época moderna.


Parece basarse sobre todo en que durante ese periodo vivieron y trabajaron una serie de personas de gran influencia intelectual: desde Homero y Platón, pasando por Jesús de Nazaret y Zaratustra, hasta Siddharta Gautama, Confucio y Lao Tse.

 

La razón por la que abandonamos nuestra edad de oro de la igualdad sigue siendo un misterio. 


¿Qué nos llevó a descubrir la desigualdad hace cinco mil años?


A estas alturas estamos acostumbrados a aceptar la desigualdad social como un hecho natural.


Sin embargo, si la posición social de una persona depende de poco más que de sus cualidades innatas, parece que el miembro del grupo más fuerte o con menos escrúpulos será capaz de dominar a los demás. Así, el estado natural humano habría sido siempre el de la desigualdad.


También las sociedades humanas que han dejado un rastro histórico notable se basaban siempre en una estructura de extrema desigualdad.


Los registros escritos y otros legados simbólicos recogen señales de enormes riquezas y de prebendas sociales.


En cambio, hoy en día está aceptado que los grupos sencillos de cazadores y recolectores, a menudo nómadas, casi siempre se organizaban con una igualdad pasmosa.


En las observaciones de sociedades tribales de nuestros días, desde el Ártico hasta el Kalahari y la meseta brasileña, donde se desconocen diferencias significativas de estatus o bienes, así como la centralización política, o son mucho menos importantes.

 

Un reparto del trabajo complejo apareció más tarde, hace unos treinta mil años, de igualdad de género, las sociedades de cazadores y recolectores destacan de forma encomiable.

 

Uno de los principales factores del proceso de cambio hacia la jerarquía y la desigualdad parece ser el desarrollo de la agricultura y de una forma de vida cada vez más sedentaria.

 

El modo de vida agrícola dio seguridad y estabilidad por dentro y por fuera, una oferta regular de alimentos y protección frente a las inclemencias de la naturaleza.


Jared Diamond, presenta la invención de la agricultura como «el peor error de la historia de la humanidad»

 

 ¿O en el paso de la tribu al Estado reside la verdadera raíz de todos los males?

 

Thomas Hobbes: -EL HOMBRE ES UN LOBO PARA EL HOMBRE- (Los seres humanos sin un poder común que lo mantiene todo bajo control se encuentran en un estado o condición llamado guerra de todos contra todos).


Jean-Jacques Rousseau: - Se posiciona en contra del influjo corruptor de la cultura humana.


Los dos filósofos se equivocan. Rousseau al definir a los seres humanos como criaturas solitarias y pacíficas, aunque los humanos siempre hemos sido seres sociales pacíficos, equitativos y cooperativos en nuestro interior, pero nos comportábamos como sanguinarias bandas de ladrones, violadores y asesinos. 

Y Hobbes porque nos veía solo como unos egoístas estrategas y calculadores, cuyos acuerdos carecen de valor sin la espada del Estado.


La cooperación solo puede producirse si la conducta poco colaboradora deja de ser la estrategia prevaleciente.


La aparición de los Estados (pre)modernos y las primeras civilizaciones no habrían sido posible sin la transición a la agricultura como principal fuente de alimentación, ya que un número creciente de personas que convivían en un espacio cada vez más reducido solo se podía abastecer mediante el cultivo controlado de alimentos muy nutritivos.


La vida sedentaria derivada de la agricultura aumentaba también el riesgo de sufrir enfermedades y epidemias zoonóticas.

 

Nuestros antepasados anteriores a la civilización trabajaban menos, dormían más y tenían más tiempo libre.


Afecciones propias de la civilización, como la depresión, el dolor de espalda, el acné, las enfermedades cardiocirculatorias o incluso el cáncer, eran prácticamente desconocidas entre nuestros primeros antepasados, igual que el sobrepeso.

 

La igualdad social parece ser la forma de vida «natural» del ser humano.


Aun así, las sociedades tribales primitivas tuvieron que hacer un esfuerzo notable para conservar esa condición.


Para mantener a raya las fuerzas centrífugas de la desigualdad social,

nuestros antepasados crearon diversas técnicas que establecían una «jerarquía de dominación inversa.


Cuando aprendimos a colaborar también supimos conspirar en grupos pequeños contra otros individuos.


Las estructuras de propiedad igualitarias impedían que miembros concretos del grupo adquirieran distinción social por medio de una riqueza desmesurada. 

Existían formas rudimentarias de propiedad privada o, mejor dicho, de privilegios en el derecho de uso, pero, como el uso de herramientas, recursos, carne o vivienda estaba regulado por normas comunales de acceso que no excluían a nadie, nunca se produjo un gran desequilibrio.

 

Contra los «grandes hombres» más insoportables solía formarse una coalición de los oprimidos —o de los amenazados con la opresión— que se deshacía definitivamente de sus torturadores mediante una ejecución pública o una emboscada secreta.

 

Una forma muy original de sofocar desde el principio la desigualdad social en las primeras sociedades humanas fue la sistemática minusvaloración de los logros personales: un individuo no podía destacar sobre el resto del grupo gracias a unos buenos resultados en la caza, por ejemplo. 

Por medio de esa «ofensa de la carne», las prácticas de comunicación social dejan claro que no se puede tolerar ninguna forma de orgullo desmedido. En algunas culturas, hay tabús muy eficaces que determinan cómo se reparte una presa: sea cual sea el género, la edad o la posición social de una persona, ciertas partes de un animal solo pueden ser consumidas por unos individuos concretos, de manera que queda garantizado un reparto más o menos justo.

 

Poco a poco fuimos desarrollando una predisposición igualitaria que nos hacía afrontar las desigualdades sociales ante todo con escepticismo.

 

La tragedia de los últimos cinco mil años sería el precio que pagaron nuestros

antepasados. Un rodeo de miles de años por gobiernos déspotas, saqueo y guerra en algún momento propició las condiciones para que surgieran las sociedades modernas. ¿Valió la pena?

 

La desigualdad, la esclavitud, el sometimiento y la miseria que las primeras civilizaciones impusieron a la humanidad eran el caldo de cultivo ideal para las religiones del más allá, que no aceptaban la muerte con resignación, sino que empezaron a verla como la redención de este valle de lágrimas terrenal con el que se nos había castigado a los pobres pecadores. 

 

«No hay ateos en las trincheras» era un aforismo muy extendido entre los soldados estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial, y Marx también acertó con su diagnóstico al describir las religiones redentoras como el «suspiro de la criatura acosada» y deducir que tras ellas se escondía una función sobre todo paliativa y de consuelo.

 

El concepto de estratificación social solía aunar la desigualdad y el poder.

 

Ni siquiera las sociedades actuales se acercan a esas formas primitivas de dominio y servidumbre, que obligaban a los sometidos a postrarse ante los reyes sagrados, casi siempre coronados de forma extravagante y sobrecargados de joyas, conchas, huesos o metales nobles.

 

Solo en una sociedad de base jerárquica con una burocracia y un poder de decisión centralizados empieza a poder solucionarse ese problema de organización, y cuesta lo suyo.

 

El método escogido sigue siendo los impuestos. 



 La formación de un Estado solo era factible allí donde se producía un excedente.

 

Las ceremonias en honor de los monarcas; los rituales perfeccionados por sacerdotes; las labores de contabilidad, revisión, conservación, planificación y registro, que exigían una administración profesionalizada; el juicio de delincuentes, que necesitaba de una casta de expertos en leyes.

 

Casi todas las primeras civilizaciones se basan en el cultivo de cereales, además de en el esclavismo. Hasta que no se instauró un medio de intercambio formal como la moneda, la tributación tuvo que basarse en algún bien que fuera posible almacenar, transportar y, sobre todo, contar.

 

Los cereales, eran fantásticos en todos los sentidos: se pueden almacenar y transportar, son difíciles de esconder y se pueden agrupar o empaquetar en cantidades precisas comparables. Por eso, los primeros Estados dominaban siempre el cultivo

de cereales.

 

También en el ámbito «político» estaba el mecanismo de explotación.

 

La aparición de la desigualdad extrema en los cacicatos y los primeros imperios con el tiempo generó una creciente necesidad de legitimización. La casta de los religiosos ocupó ese nicho. A ellos les correspondía explicar por qué era de justicia que solo unos pocos pudieran decidir quién construye los templos, quién distribuye los campos y quién se sacrifica: Que esos pocos pudieran vivir en la opulencia, mientras que el resto seguía condenado a la servidumbre desde la cuna hasta la tumba.

 

¿Cómo consiguieron los primeros cacicatos y Estados mantener a sus miembros de su parte si la mayoría no parecía beneficiarse? Por medio de la fuerza y la violencia. 

 

La gente no renunció a su vida en grupos pequeños de individuos, iguales por voluntad propia, sino que opuso resistencia, ya fuera luchando, huyendo o rechazando el cambio. 

 

Las guerras romano-germánicas de hace unos dos mil años se entienden siguiendo este modelo, así como la mayoría de las coyunturas históricas en las que un imperio en expansión topaba con «bárbaros» díscolos que no querían someterse a los enormes imperios enemigos y su forma de gobierno.

 

Los primeros imperios eliminaron a las sociedades tribales mucho más pequeñas. Subyugaron a sus miembros o ambas cosas a la vez. Al final se impuso el modelo de sociedad de las primeras civilizaciones, muy desigual y basado en la opresión.

 

Las ambiciones imperialistas de los autoproclamados reyes sagrados se impusieron al modelo de pequeños grupos dispersos, que era mucho más atractivo para la mayoría.

La caza y la recolección, la agricultura y los combustibles fósiles determinan el grado de desigualdad social y de violencia física.

 

Las primeras civilizaciones fueron víctimas de su propio éxito porque, gracias a una fuerza económica cada vez mayor, empezaron a superar la capacidad de aguante de su entorno sin poder recuperarla a tiempo con tecnologías más avanzadas.

 

Es evidente que esa forma de reconocimiento escultórico se hipertrofió hasta tal punto que la sociedad que la practicaba llegó a desforestar tanto la isla y descuidar tanto la pesca que tuvo que volver a una forma de organización primitiva y hasta verse obligada a practicar el canibalismo.


Los límites de la organización burocrática y del manejo de la información hicieron que la mayoría de los reinos prometedores se acabaran desintegrando.

 

El crecimiento conduce al descenso.

 

El pueblo llano estaba sometido en cuerpo y alma a los miembros de la clase dominante, en particular al rey. Se practicaban sacrificios humanos con una indiferencia terrible y se aplicaba la condena a muerte por transgredir las prohibiciones más insignificantes. 


Los cabecillas y la familia real eran los dueños de la tierra, que trabajaban los esclavos, cuya condición de marginados despreciables a menudo quedaba inscrita en su rostro con algún tatuaje.

 

El paso de los pequeños grupos prehistóricos a las grandes civilizaciones pre-modernas fue casi siempre un cambio de comunidades con una estructura igualitaria por otras con desigualdad social y gobiernos despóticos.

 

La extrema desigualdad social en el bienestar, el poder y la posición con la que convivimos en la actualidad es el precio inevitable de la evolución social hacia sociedades complejas.

 

Siempre hemos sido actores políticos que actuábamos de forma consciente y que no se dejaban poner una «camisa de fuerza evolutiva». 

 

Sociedades pequeñas conocieron las jerarquías rígidas y la explotación despótica, existían jefes o cabecillas cuya función se entendería como la de un sirviente; surgieran distintas variantes de socialización en el transcurso de la evolución social.

 

¿por qué nos parece que no existe alternativa a la desigualdad material y la jerarquía política y que no se puede negociar?

 

La historia de la humanidad siempre fue un relato de gran plasticidad política y variabilidad social, en el que nosotros moldeamos en gran medida nuestra propia convivencia.

 

Las primeras grandes sociedades imperialistas empezaron poniendo por escrito las reglas de convivencia.

 

Estos códigos casi siempre se instauraban con la legitimidad divina del

Gobernante 

 

La fe en la autoridad de los dioses moralizantes, que velaban por el cumplimiento de las reglas, desempeñó una función primordial en el origen de las primeras civilizaciones desarrolladas.

 

Las primeras civilizaciones, en cambio, apuntan casi siempre a un cambio de paradigma hacia los llamados grandes dioses:

 

Desembocaron en la idea monoteísta de un dios completamente olvidado por el mundo terrenal; una deidad eterna, todopoderosa y omnisciente que todo lo ve y, por tanto, es capaz de castigar todas las vilezas.

 

Con el aumento del tamaño de los grupos y la extrema desigualdad material, cada vez resulta más difícil instaurar la cooperación social mediante la reciprocidad, los vínculos familiares o, simplemente, las sanciones sociales.

 

ASÍ, el concepto de alma inmortal se convierte en una necesidad.

 

A los malvados les suele ir bastante bien, mientras que muchas personas buenas salen bastante mal paradas.

 

Había que inventarse un concepto que ayudara a satisfacer la idea de justicia en todos los casos, que castigara a los pecadores y equilibrara la relación entre catadura moral y bienestar.

En el momento en que el hombre empezó a establecer una separación categórica entre ese espíritu y su sustrato físico —el cuerpo mortal de un ser humano— para así

poder comprender mejor la psique de otras personas, estaba a solo un paso

de la idea de que también podían existir seres del todo inmateriales, puramente espirituales. 

 

Luego solo hubo que inflar esa idea fundamental hasta concebir grandes dioses sobrehumanos.

 

¿Fueron las sociedades en crecimiento y en proceso de civilización las que inventaron a los grandes dioses? Una cosa queda clara: los grandes dioses exigen colaboración.

 

Tampoco queda del todo claro cuál es el mecanismo exacto que entra en juego: ¿nos motivan los grandes dioses a través del miedo. 

 

Una de las fases más decisivas de nuestra evolución como seres humanos la pasamos en pequeños grupos equitativos, y eso conformó nuestra psique.

 

Todas las generaciones redescubren el socialismo.

 

Nuestro pasado evolutivo, además de volvernos escépticos ante la dominación y la jerarquía, también nos ha hecho alérgicos a la desigualdad social, sobre todo a la desigualdad económica.

 

Nos cuesta aceptar las desigualdades porque el bienestar de uno siempre parece ser a costa de los demás.

 

Nuestro rechazo a la jerarquía y la dominación se activa gracias a las desigualdades sociales, pero en realidad nuestra indignación no se debe en absoluto a la desigualdad como tal, sino a la injusticia.

 

La idea de que hay un vínculo directo entre justicia e igualdad se llama igualitarismo. 

 

Una de las consecuencias más inoportunas del igualitarismo es que parece otorgar legitimidad moral a acciones que no ayudan a nadie y perjudican a algunos.

 

Una sociedad justa no depende de si una persona tiene más o menos que otra, sino de si tiene lo suficiente.

 

Una sociedad justa procura que todos sus miembros vivan de una forma decente y digna, no importa si algunos llevan una vida más que decente.

 

Todas las desigualdades presentes e históricas son y han sido injustas.

 

La igualdad y la desigualdad no tienen peso moral por sí mismas.

Se necesita una intervención constante para ajustar una y otra vez el statu quo

desequilibrado al ideal igualitario que se persigue.

 

El problema de la desigualdad no se soluciona nunca de verdad, sino que va cambiando

una forma de desigualdad por otra.

 

¿En qué debería basarse nuestra igualdad fundamental? ¿es la razón?, ¿la conciencia?, ¿nuestra capacidad de sufrir?

 

El origen de la desigualdad se puede reconstruir como una evolución en la que las primeras élites se apropiaron de los beneficios adicionales obtenidos gracias al crecimiento de la población y a las innovaciones agrícolas. 

 

La legitimización ideológica de esas jerarquías de clase se logró mediante la distinción de una clase intelectual y religiosa de ideólogos profesionales.

 

En todo el mundo, los señores de la guerra y los bandidos con menos escrúpulos se

convirtieron en señores feudales que a partir de entonces se dedicaron sobre todo a consolidar y ampliar sus privilegios.

 

Un valor de 1 significaría que una sola persona dispone de la riqueza de todo un país, mientras que los demás no tienen nada. En un valor 0, cada persona posee exactamente la misma riqueza o los mismos ingresos. Los países menos igualitarios del mundo, como Sudáfrica, obtienen un coeficiente aproximado de 0,6. En el medio se sitúan países como Estados Unidos o Rusia, donde las desigualdades también están muy extendidas. En comparación, países más igualitarios como Alemania o los Países Bajos obtienen un 0,3 o algo menos.

 

El reparto de los ingresos y la riqueza, el nivel de formación, aspectos del estilo de vida, la salud mental y física o también el prestigio laboral.

 

En 2020 se resumió el desequilibrio en el bienestar global más o menos así: los

veintidós hombres más ricos del mundo atesoran más riqueza que todas las

mujeres de África juntas (que suman 325 millones).

 

Las desigualdades socioeconómicas son solo una dimensión de la injusticia.

 

Que un reparto desigual de recursos como el poder o la riqueza sea injusto no solo depende de lo pronunciadas que sean las divisiones sociales en una comunidad, sino también de hasta qué punto es factible moverse entre los entornos existentes.

 

¿El poder, la riqueza y la posición social están abiertos a cualquier persona, o se hallan enrocados en una separación de niveles, insuperable?

 

Los progenitores, preocupados por su estatus, preparan (supuestamente) para su futura función en la clase alta con una inversión en ocasiones asombrosa en clases de piano, visitas a museos, clases de equitación, de idiomas y la perspectiva de la fortuna familiar.

 

Ni un sistema de educación público con enseñanza general obligatoria, ni un fuerte

crecimiento económico, ni la ampliación demográfica del derecho a voto o los derechos civiles, ni la redistribución fiscal han logrado que las sociedades modernas ganen porosidad.

Si las diferencias de clase vienen determinadas por ley, se pueden suprimir

oficialmente mediante una modificación de las leyes correspondientes.

 

El artículo 109 de la Constitución de Weimar, estipulaba: «Queda anulado todo privilegio de derecho público o desigualdad de nacimiento o de posición social.

 

 

La fascinante obra de Pierre Bourdieu sobre la «distinción ha demostrado cómo las diferencias sociales se plasman en un habitus individual, a través del cual se manifiesta

en ciertas señales externas y rasgos de la conducta, la pertenencia de una

persona a un grupo social. 

 

La forma en que una persona maneja los cubiertos, si conoce la música clásica, si ha estado en los museos más oscuros de Londres, cómo habla y con qué acento o dialecto, cómo vive y dónde, cómo se viste y la naturalidad con la que participa durante una cena en conversaciones sobre relojes antiguos, las regiones productoras.

 

El código de conducta que define el estilo de vida y el modo de actuar de una persona se trabaja y se transmite de forma implícita.

 

Una sociedad que pudiera garantizar una igualdad material total se vería impotente frente a esos mecanismos de transmisión intergeneracional de privilegios sociales.

 

Las élites, siempre ansiosas por distinguirse, al no poder diferenciarse

pecuniariamente de las masas desaseadas, concentrarían toda su energía en

perfeccionar los símbolos de estatus más sutiles, como, por ejemplo, el uso

de la palabra pecuniario.

 

Además de las diferencias de clase económica, en la mayoría de las sociedades existen otras formas de desigualdad social que hacen que la posición de una persona en las estructuras sociales dependa de su pertenencia a distintos grupos. 

 

El más conocido la desigualdad entre géneros.

 

Desde ese momento, en todas partes gobierna el patriarcado, que ostenta el poder político, económico y cultural y ha instaurado las estructuras sociales que excluyen, discriminan y despojan de sus derechos a las mujeres de forma sistemática y las condenan a una vida dedicada al hogar y la cocina.

 

Ahora existen modelos explicativos mucho más sofisticados que no entienden las desigualdades entre géneros como una subyugación de las mujeres al patriarcado.

 

Las definen como el resultado de un proceso social y evolutivo en cuyo transcurso se han introducido las categorías de género por motivos pragmáticos. / Se convirtieron en la base de la discriminación social.

 

La división del trabajo se convierte en un problema de coordinación complementaria. Casi siempre la elección recae en propiedades de distribución fáciles de reconocer para alguien externo, de forma rápida e inequívoca.

 

En todas las sociedades existen diferencias en el papel y la función social que

desempeñan los géneros. 

 

Las diferencias de género funcionales no son «naturales» o innatas, mientras que la decisión de qué género cazaba y cuál criaba a los niños sí tenía una explicación evolutiva. 

La existencia de hombres y mujeres es más bien un hecho biológico que a su vez marca las características que sirvieron de base para asignar las funciones sociales por

el bien de la coordinación. 

Mientras esa estructura de tareas no provoque diferencias de poder, posición social o ingresos, poco hay que objetar a tal reparto del trabajo. prácticamente todas las sociedades tienden por sí solas a una situación de desigualdad social.

 

Cuando se dan mecanismos de coordinación complementaria con esos equilibrios

asimétricos, las desigualdades sociales surgen de manera casi espontánea. Como la convivencia humana está sometida a las fuerzas de la evolución cultural, una vez instauradas las disparidades sociales se perpetúan y aumentan de forma natural.

 

Así es imposible lograr una sociedad del todo igualitaria.

 

Uno de los mayores inconvenientes de la desigualdad creciente reside en que las estructuras no igualitarias destruyen el capital social de una sociedad.

 

Los síntomas de la pérdida de confianza que genera la desigualdad social abarcan desde la erosión de estructuras básicas de la comunidad hasta una degradación de la salud pública, pasando por un incremento de los trastornos mentales, un aumento de la predisposición a la violencia y de la resignación porque amplias capas de la sociedad

deducen, con razón, que no se les han concedido unas posibilidades de éxito

justas.

 

Las sociedades modernas deberían ser capaces de tolerar cierto grado de

desigualdad, pero solo si las instituciones que lo permiten ofrecen otras

ventajas que compensen adecuadamente los costes psicológicos y emocionales que conlleva.

 

La desigualdad se convierte en un problema cuando por su culpa nadie mejora.

 

La adquisición de esos bienes, calculada respecto de la sociedad entera, es un juego de suma cero porque la ganancia de uno implica necesariamente la pérdida de otro. porque produce ganadores y perdedores complementarios.

 

Adam Smith formuló como criterio imprescindible para lograr una sociedad decente, que todos sus miembros contaran con los recursos para mostrarse en público «sin vergüenza.

 

Una de las virtudes particulares de las sociedades descentralizadas consiste en que, dadas las condiciones del pluralismo moderno con su diversidad de valores, son capaces de crear una cantidad en principio ilimitada de jerarquías de clase, que funcionan con su propia escala de prestigio y de éxito.

 

Mientras no haga falta ser multimillonario para obtener reconocimiento social y uno pueda distinguirse por ser un criador de palomas competente, un remero superior o un cantante de coro con gran talento, hay suficientes categorías para todos.

 

Existen infinidad de ejemplos de aspiraciones de igualdad que funcionaron de maravilla y a las que ya resulta inconcebible renunciar: se ha producido la abolición de los

privilegios sociales oficiales de la aristocracia. La transformación meritocrática de las sociedades modernas tiene sus propios costes sociales.

 

Una sociedad que vincula el amor propio al éxito, y este al rendimiento, provoca competiciones toxicas. 

 

Las desigualdades sociales se pueden corregir si todo el mundo puede acceder a las posiciones sociales por principio y estas responden al desempeño personal.

 

«Las aristocracias son injustas porque confinan a las personas en la clase en la que nacen. No les permiten ascender.»

 

Entonces, ¿en qué consiste la tiranía de la meritocracia? ¿Cuál sería la alternativa exactamente?

 

¿Cómo es una sociedad que reconoce la dignidad del individuo? ¿Cómo conseguimos conciliar la libertad del individuo con el deseo de felicidad terrenal? ¿Y qué significa vivir entre iguales? 


Esas preguntas son los fantasmas que acechan al mundo desde hace quinientos años. 


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