martes, 7 de mayo de 2019

NO SENTIR, NO SUFRIR







NO SENTIR, NO SUFRIR

No le enseñaron a hablar, ni a contar lo que le pasaba o sentía, al contrario.
Quizá le enseñaron a sentir, a no sentir mejor dicho, a aparentar que nunca pasaba nada.
Hasta que la nada se estableció dentro. 

Por ello, no había nada, nada que sentir, nada que contar, nada que hablar.
La felicidad debía consistir en eso, en que nunca pasara nada.
Estar y permanecer en una apariencia de calma y tranquilidad.

Las cosas malas solo les pasaban a los demás y las buenas, las buenas también.
Cuando pasaban cosas malas se escondían porque eran un mal presagio, eran un tabú del que no se podía hablar ni saber.
No fuera que le ocurrieran al niño y que le hicieran sufrir.

No saber es no sufrir. No sentir es no sufrir.

Cuando eran buenas las cosas que pasaban, también permanecían ocultas para que el niño no sintiera envidia, del bien que les había acontecido a los otros. 
Y no se sintiera mal por ello.
De modo que, el niño no podía sufrir, pero tampoco disfrutar.

Las cosas que pasaban siempre, eran normales, rutinarias y corrientes. 
Nada del otro mundo.
Si aconteciera algo no previsto sería una desgracia o un pecado.

Reía con los amigos cuando algo le hacía reír, y llorar, lloraba solo, a escondidas, sin que nadie le viera, sobre todo para que no le insultaran llamándole cobarde, llorón, niñato, mimado, idiota, marica, o algo por el estilo.

El llorar estaba mal visto. Era cosa de niñas, de mujeres, de viejas.

El niño no recuerda haber llorado ni tampoco haber reído.
Las lágrimas se las tragaba porque una voz oculta, amenazante, se lo prohibía.

Las risas eran esporádicas, abruptas, selváticas, como un estallido de tos.

Pero, a lo que se aprendía de verdad, era a no sentir, a no tener emociones, o al menos a no aparentarlas.

Aparentar ser como piedras, como la tierra callada y muda, como las mulas con las antojeras puestas para mantener la mirada fija, perdida, en la labor encomendada.

Y si había algo que ver, girar la cabeza entonces, o hacerse el desentendido, aparentar pensar en otra cosa, estar en otro sitio, no pensar nada.

No le enseñaron a contar lo que le pasaba porque nunca le preguntaron nada.
Si no le preguntan, ni muestran interés, es que no quieren saber.
Eso dicen en la plaza.

Es que no quieren sufrir con lo que pueda pasarle al niño.

Y así aprende el niño a no contar y ni siguiera saber que tiene algo que contar. 

Aprende a no sentir, o a disimular lo que siente, porque si no sería un bicho raro y sería mal visto, incluso no querido.

De esa manera transcurrió la infancia, guardándose los temores y los sueños.

Para él solo, para no hacer sufrir a los demás, para mostrarse normal, según lo establecido. 

La normalidad debía ser la regla que había que cumplir para vivir.






No hay nadie a quien contarle una pena. Ni una alegría. 
Nadie. No, nadie. Nunca. 
Ni ayer, ni hoy, ni mañana. Ni en la infancia, ni en la adolescencia. Ni en la madurez. Ni ahora, en la vejez. 
Ni niños, ni amigos, ni chicas, ni mujer, ni hijos. 
Nadie. Nunca. Nadie. 
Siempre solo. 
Contándose a sí mismo, las desgracias, los temores, los sueños, las alegrías, los proyectos, las utopías. 
Siempre solo. 
Solo. 
Con mundos inventados, con amores soñados, con ilusiones esfumadas. 
Siempre hablando con fantasmas.




No hay comentarios:

Publicar un comentario