jueves, 21 de abril de 2022

La DOCTRINA del SHOCK


 


N. Klein, muestra en este libro, como el capitalismo se aprovecha de los desastres naturales, cuando no los provoca él mismo, para imponer su estilo: imponer las privatizaciones de los servicios públicos, como lo más lógico. Lo llama la "doctrina del shock y el "capitalismo del desastre". 

En otros capítulos muestra cómo utiliza la tortura, bajo los auspicios de la CIA, para lavar los cerebros de la gente que se rebela. Y cómo impone los desastres, bajo "golpes de estado" y otras artimañas en América Latina y Asía. Aquí tenemos ejemplos palpables de aprovechamiento de las desgracias para hacerse millonario, en manos de un tal  PP, y de una tal Ayuso o Almeida.


¿Qué dicen de este terremoto, los tertulianos, la gente de buen vivir y políticos de otras esferas?  Parece ser que se esconden. Ellos que lo saben todo de todo, de esto no saben nada de nada. 

Cualquier persona normal, con sentido común,  como ellos dicen, se escandalizaría.

  

Iremos poniendo aquí  la síntesis capítulo a capítulo  de este  estremecedor testimonio.


 La doctrina del shock. 

El auge del capitalismo del desastre.

LA NADA ES BELLA


Milton Friedman fue uno de los que vio oportunidades en las aguas que

inundaban Nueva Orleans. 

Gran gurú del movimiento en favor del capitalismo de libre mercadofue el responsable de crear la hoja de ruta de la economía global, contemporánea e hipermóvil en la que hoy vivimos.


 "La mayor parte de las escuelas de Nueva Orleans están en ruinas -observó Friedman-, al igual que los hogares de los alumnos que asistían a clase. Los niños se ven obligados a ir a escuelas de otras zonas, y esto es una tragedia. Pero también es una oportunidad para emprender una reforma radical del sistema educativo”.

 

La idea radical de Friedman consistía en que, en lugar de gastar una parte de los miles de millones de dólares destinados a la reconstrucción y la mejora del sistema de educación públicade Nueva Orleans, el gobierno entregase cheques escolares a las familias, para que éstas pudieran dirigirse a las escuelas privadas, muchas de las cuales ya obtenían beneficios, y dichas instituciones recibieran subsidios estatales a cambio de aceptar a los niños en su alumnado

 

Era esencial, según indicaba Friedman, que este cambio fundamental no fuera un mero parche sino una "reforma permanente”.

 

La administración de George W. Bush apoyó sus planes con decenas

de millones de dólares con el propósito de convertir las escuelas de Nueva Orleans en "escuelas chárter”: escuelas originalmente creadas y construidas por el Estado que pasarían a ser gestionadas por instituciones privadas según sus propias reglas.

 

Para Milton Friedman el mismo concepto de sistema de educación pública apestaba a socialismo.

 

Las únicas funciones del Estado debían consistir en la "protección de nuestras libertades, contra los enemigos del exterior y los del interior: defender la ley y el orden, garantizar los contratos privados y crear el marco para mercados competitivos”.

En otras palabras, policía y soldados; cualquier cosa más allá, incluyendo una educación gratuita e igualitaria, era una interferencia injusta en las leyes del mercado.

 

La subasta del sistema educativo de la ciudad se realizó con precisión y velocidad dignas de un operativo militar

 

Las escuelas públicas de Nueva Orleans fueron sustituidas casi en su

totalidad por una red de escuelas chárter de gestión privada.

Antes de la tormenta, Nueva Orleans contaba con 7 escuelas chárter,

y después, con 31.

Los maestros de la ciudad solían enorgullecerse de pertenecer a

un sindicato fuerte. Tras el desastre, los contratos de los trabajadores quedaron hechos pedazos, y los 4.700 miembros del sindicato fueron despedidos.

Algunos de los profesores más jóvenes volvieron a trabajar para las escuelas chárter, con salarios reducidos. La mayoría no recuperaron sus empleos.


"El Katrina logró en un día […] lo que los reformadores escolares de Luisiana no pudieron lograr tras varios años intentándolo”


Mientras, los maestros de escuela, eran testigos de cómo el dinero destinado a las víctimas de las inundaciones era desviado de su objetivo original y se utilizaba para eliminar un sistema público y sustituirlo por otro privado, tildaban el plan de Friedman de "atraco a la educación”.

 

Estos ataques organizados contra las instituciones y bienes públicos, siempre después de acontecimientos de carácter catastrófico, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de mercado, reciben un nombre en este libro: "capitalismo del desastre”.


Friedmam murió menos de un año después, el 16 de noviembre de 2006, a los noventa y cuatro años. Puede parecer

que la privatización del sistema de educación pública de una ciudad

norteamericana de tamaño medio fue una preocupación modesta para el hombre considerado el economista más influyente del pasado medio siglo, entre cuyos discípulos se cuentan varios presidentes estadounidenses, primeros ministros británicos, oligarcas rusos, ministros de Finanzas polacos, dictadores del Tercer Mundo, secretarios generales del Partido Comunista chino, directores del Fondo Monetario Internacional y los últimos tres jefes de la Reserva Federal. 

Su decidida voluntad de aprovechar la crisis de Nueva Orleáns para

instaurar una versión fundamentalista del capitalismo fue un adiós

extrañamente adecuado para el profesor de metro cincuenta y ocho y energía sin límites que, en el apogeo de sus facultades, se describió como "un predicador a la antigua pronunciando el sermón de los domingos”

 

Durante más de tres décadas, Friedman y sus poderosos seguidores habían perfeccionado precisamente la misma estrategia: esperar a que se produjera una crisis de primer orden o estado de shock, y luego vender al mejor postor los pedazos de la red estatal a los agentes privados mientras los ciudadanos aún se recuperaban del trauma, para rápidamente lograr que las "reformas” fueran permanentes.


Articuló el núcleo de su panacea del capitalismo: "sólo una crisis -real o percibida-da lugar a un cambio verdadero. / era de la mayor importancia actuar con rapidez, para imponer los cambios rápida e irreversiblemente, antes de que la sociedad afectada volviera a instalarse en la "tiranía del statu quo”.

 

Estimaba que "una nueva administración disfruta de seis a nueve meses para poner en marcha cambios legislativos importantes; si no aprovecha la oportunidad de actuar durante ese período concreto, no volverá a disfrutar de ocasión igual”. Es una variación del consejo de Maquiavelo según el cual vale más comunicar de una sola vez "las malas noticias”, y supuso uno de los legados estratégicos más duraderos de Friedman.

 

Milton Friedman aprendió lo importante que era aprovechar una crisis o estado de shock a gran escala durante la década de los setenta, cuando fue asesor del dictador general Augusto Pinochet.

 

Friedman le aconsejó a Pinochet que impusiera un paquete de medidas rápidas para la transformación económica del país: reducciones de impuestos, libre mercado, privatización de los servicios, recortes en el gasto social y una liberalización y desregulación generales.


Sus escuelas públicas desaparecían para ser reemplazadas por escuelas

financiadas mediante el sistema de cheques escolares. Se trataba de la

transformación capitalista más extrema que jamás se había llevado a cabo en ningún lugar.

Friedman predijo que la velocidad, la inmediatez y el alcance de los

cambios económicos provocarían una serie de reacciones psicológicas en la gente que "facilitarían el proceso de ajuste”. Acuñó una fórmula para está dolorosa táctica: el "tratamiento de choque”. Pinochet también facilitó el proceso de ajuste con sus propios tratamientos de choque, llevados a cabo por las múltiples unidades de tortura del régimen, y demás técnicas de control.

 

Eduardo Galeano se preguntaba,

"¿cómo se mantiene esa desigualdad, si no es mediante descargas de shocks eléctricos?

 

30 años después de que estas tres distintas metodologías

de shock cayeran sobre el pueblo de Chile, la fórmula resurgió con mayor violencia en Irak. Primero fue la guerra, diseñada segun los autores del documento Shock and Awe, para "controlar la voluntad del adversario, sus percepciones y su comprensión, y literalmente lograr que quede impotente para cualquier acción o reacción” luego vino la terapia de shock cuando el país aún se encontraba devorado por las llamas: privatizaciones masivas, liberalización absoluta del mercado, un impuesto de tramo fijo del 15% y un Estado cuyo papel se vio brutalmente reducido.

 

Empecé a investigar la dependencia entre el libre mercado y el poder del shock hace cuatro años, al principio de la ocupación de Irak. Viajé a Sri Lanka, meses después del catastrófico tsunami del año 2004. Allí presencié otra versión distinta de las mismas maniobras: los inversores extranjeros y los donantes internacionales se

habían coordinado para aprovechar la atmósfera de pánico, y habían conseguido que les entregaran toda la costa tropical. Construyendo grandes centros turísticos a toda velocidad, impidiendo a miles de

pescadores autóctonos que reconstruyeran sus pueblos.

 

Aprovechar momentos de trauma colectivo para dar el pistoletazo de salida a reformas económicas y sociales de corte radical.

La mayoría de las personas que sobreviven a una catástrofe de esas

características desean precisamente lo contrario de "un nuevo principio”. Quieren salvar todo lo que sea posible y empezar a reconstruir lo que no ha perecido, lo que aún se tiene en pie. Desean reafirmar sus lazos con la tierra y los lugares en los que se han formado.

A los capitalistas del desastre no les interesa en absoluto reconstruir el

pasado. En Irak, Sri Lanka y Nueva Orleans, los procesos engañosamente llamados "de reconstrucción” se limitaron a terminar la labor del desastre original, tirando abajo los restos de las obras, comunidades y edificios públicos que aún quedaban en pie para luego reemplazarlos rápidamente con una especie de Nueva Jerusalén empresarial;


"Para nosotros, el miedo y el desorden representaban una verdadera promesa”. El ex agente de la CIA de treinta y cuatro años se refería al caos posterior a la invasión de Irak, y cómo gracias a eso su empresa de seguridad privada Custer Battles, desconocida y sin

experiencia en el campo, pudo obtener contratos de servicios otorgados por el gobierno federal por valor de unos 100 millones de dólares.

 

Los atentados del 11 de septiembre le habían otorgado luz verde a Washington, y ya no tenían ni que preguntar al resto del mundo si deseaban la versión estadounidense del "libre mercado y la democracia”: ya podían imponerla mediante el poder militar y su

doctrina de shock y conmoción. 


Está forma fundamentalista del capitalismo siempre ha necesitado de catástrofes para avanzar. Sin duda las crisis y las situaciones de desastre eran cada vez mayores y más traumáticas, pero lo que sucedía en Irak y Nueva Orleans no era una invención nueva, derivada de lo sucedido el 11 de septiembre. En verdad, estos audaces experimentos en el campo de la gestión y aprovechamiento de las situaciones de crisis eran el punto culminante de tres décadas de firme seguimiento de la doctrina del shock.


A la luz de esta doctrina, los últimos treinta y cinco años adquieren un

aspecto singular y muy distinto del que nos han contado.

Algunas de las violaciones de derechos humanos más despreciables de este siglo, que hasta ahora se consideraban actos de sadismo fruto de regímenes antidemocráticos, fueron de hecho un intento deliberado de aterrorizar al pueblo, y se articularon activamente para preparar el terreno e introducir las "reformas” radicales que habrían de traer ese ansiado libre mercado.


En la Argentina de los años setenta, la sistemática política de "desapariciones” que la Junta llevó a cabo, eliminando a más de treinta mil personas, la mayor parte de los cuales activistas de izquierdas, fue parte esencial de la reforma de la economía que sufrió el país.


En 1999, el ataque de la OTAN contra Belgrado permitió que más tarde la antigua Yugoslavia fuera pasto de rápidas privatizaciones, un objetivo anterior a la propia guerra. La economía no fue en absoluto la única motivación que desató estos conflictos, pero en todos y cada uno de los casos, un estado de shock colectivo de primer orden fue el marco y la antesala para la terapia de shock económica.

 

El modelo económico de Friedman puede imponerse parcialmente en democracia, pero para llevar a cabo su verdadera visión necesita condiciones políticas autoritarias. 


La doctrina de shock económica necesita, para aplicarse sin ningún tipo de restricción -como en el Chile de los años setenta, China a finales de los ochenta, Rusia en los noventa y Estados Unidos tras el 11 de septiembre-, algún tipo de trauma colectivo adicional, que suspenda temporal o permanentemente las reglas del juego democrático. Esta cruzada ideológica nació al calor de los regímenes dictatoriales de América del Sur, y en los nuevos territorios que ha conquistado recientemente, como Rusia y China, coexiste con comodidad, y hasta con provecho, con un liderazgo de puño de hierro.

 

LA TERAPIA DE SHOCK EN CASA

 

La Escuela de Chicago de Friedman se ha impuesto en todo el mundo desde los años setenta, pero hasta hace poco su visión jamás se había aplicado totalmente en su país de origen. Ciertamente, Reagan fue un pionero, pero Estados Unidos aún cuenta con una red de asistencia y seguridad social, y escuelas públicas a las que los padres se aferran, según las palabras de Friedman, con "un irracional apego a un sistema socialista”.


George W. Bush, era uno de los neoconservadores que pedía una revolución económica de terapia de shock para el país. "Así es como debería hacerse: en lugar de recortes residuales, un poco por aquí, otro poco por allá, yo eliminaría trescientos programas en un día, este verano, todos los cuales cuestan cada uno mil millones de dólares o menos.


Cuando se produjeron los atentados del 11 de septiembre, en la Casa Blanca pululaban un buen número de discípulos de Friedman, incluyendo su gran amigo Donald Rumsfeld. El equipo de Bush aprovechó la ocasión, el momento de vértigo colectivo con ávida rapidez.


… formaban parte de un movimiento que reza para que se produzcan las crisis igual que los granjeros sedientos rezan para que llueva, como los cristianos apocalípticos rezan para que llegue el Rapto que ha de llevarse a los fieles a la vera de Jesús...

 

Durante tres décadas, Friedman y sus discípulos sacaron partido

de las crisis y los shocks que los demás países sufrían, los equivalentes extranjeros del 11 de septiembre: el golpe de Pinochet otro 11 de septiembre, en 1973. Lo que sucedió en el año 2001 fue que una ideología nacida a la sombra de las universidades norteamericanas y fortalecida en las instituciones políticas de Washington por fin podía regresar a casa.

 

Busch aprovechó la oportunidad generada por el miedo a los ataques para lanzar la guerra contra el terror, pero también para garantizar el desarrollo de una industria exclusivamente dedicada a los beneficios.

 

El objetivo último de las corporaciones que animan el centro de este complejo es implantar un modelo de gobierno exclusivamente orientado a los beneficios (que tan fácilmente avanza en circunstancias extraordinarias) también en el día a día cotidiano del funcionamiento del Estado; esto es, privatizar el gobierno.

 

Bush empezó por subcontratar, sin ningún tipo de debate público, varias de las funciones más delicadas e intrínsecas del Estado: desde la sanidad para los presos hasta las sesiones de interrogación de los detenidos, pasando por la "cosecha” y recopilación de información sobre los ciudadanos. El papel del gobierno en esta guerra sin fin ya no es el de un gestor que se ocupa de una red de contratistas, sino el de un inversor capitalista de recursos financieros sin límite que proporciona el capital inicial para la creación del complejo empresarial y después se convierte en el principal cliente de sus nuevos servicios. Basta citar tres datos que demuestran el alcance de la transformación: en 2003, el gobierno estadounidense otorgó 3.512 contratos a empresas privadas en concepto de servicios de seguridad.

 

Durante un período de veintidós meses hasta agosto de 2006, el

Departamento de Seguridad Nacional había emitido más de 115.000 contratos similares. La "industria de la seguridad interior” -hasta el año 2001 - económicamente insignificante-se había convertido en un sector que facturaba más de 200.000 millones de dólares. En 2006, el gasto del gobierno de Estados Unidos en seguridad interior ascendía a una media de 545 dólares por cada familia.

 

Sin contar los fabricantes de armas, cuyos beneficios se han disparado gracias a la guerra en Irak, el mantenimiento del ejército estadounidense es uno de los sectores de servicios que más ha crecido en el mundo entero.

 

Ahora el ejército norteamericano va a la guerra con Burger King y Pizza Hut, puesto que los contrata para hacerse cargo de las franquicias que han de alimentar a los soldados en sus bases militares desde Irak hasta la "miniciudad” de la bahía de Guantánamo. Luego, el sector de las ayudas humanitarias y la reconstrucción de las zonas declaradas catastróficas.

 

La escasez de recursos y el cambio climático han abierto la puerta a una avalancha de nuevos desastres naturales, un desfilar permanente de apetitosas oportunidades de negociola ayuda humanitaria es un mercado emergente demasiado tentador como para dejarlo en manos de las organizaciones no gubernamentales.

 

¿Por qué debe ser UNICEF la encargada de la reconstrucción de las escuelas cuando puede hacerlo Bechtel, una de las empresas constructoras más grandes de Estados Unidos? ¿Por qué recolocar a la gente sin hogar del Misisipi en apartamentos vacíos

subvencionados por el Estado cuando los pueden alojar en cruceros de las líneas Carnival? ¿Para qué enviar tropas de pacificación de la ONU a Darfur cuando empresas privadas como Blackwater andan a la caza y captura de nuevos clientes?

Antes, las guerras y los desastres ofrecían oportunidades para una pequeña parte de la economía, como los fabricantes de aviones de combate, o las empresas constructoras. 

El principal papel económico de las guerras consistía en abrir nuevos mercados que permanecían cerrados y en generar largas épocas de crecimiento durante la posguerra.

Ya no es necesario esperar a que termine la guerra para que empiece el desarrollo económico. "Irak fue mejor de lo que esperábamos” Eso fue en octubre de 2006, en aquel entonces el mes más cruento de la guerra, con más de 3.709 bajas de civiles iraquíes. 

Pocos accionistas podían quejarse de una guerra que había generado más de 20.000 millones de dólares de ingresos para una única empresa. Entre el tráfico de armas, la privatización de los ejércitos, la industria de la reconstrucción humanitaria y la seguridad interior, el resultado de la terapia de shock, tutelada por la administración Bush después de los atentados es, en realidad, una nueva economía plenamente articulada.

 

El complejo empresarial está en manos de multinacionales estadounidenses, pero su naturaleza es global: las compañías británicas aportan su experiencia con una red de ubicuas cámaras de seguridad, las empresas israelíes su pericia en la construcción de vallas y muros de última tecnología, la industria maderera canadiense vende casas prefabricadas que son diez veces más caras que las del

mercado local, y así podríamos seguir indefinidamente.

 

Un enfoque ha enrolado toda la potencia del ejército y de la maquinaria militar al servicio de los propósitos del conglomerado empresarial. Comparten un compromiso con una trinidad política: Eliminación del rol público del estado; absoluta libertad de movimientos de las empresas; gasto social prácticamente nulo. Alianza entre unas pocas multinacionales y una clase política compuesta por miembros enriquecidos. 

 

Estas élites políticas y empresariales se han fusionado, intercambiando favores para garantizar su derecho a apropiarse de los preciados recursos que anteriormente eran públicos, desde los campos petrolíferos de Rusia, pasando por las tierras colectivas chinas, hasta los contratos de reconstrucción otorgados para Irak.


El término más preciso para definir un sistema que elimina los límites en el gobierno y el sector empresarial no es liberal, conservador o capitalista sino corporativista. /Yo diría MAFIA/


Una gran transferencia de riqueza pública hacia la propiedad privada -a menudo acompañada de un creciente endeudamiento-, el incremento de las distancias entre los inmensamente ricos y los pobres descartables, y un nacionalismo agresivo que justifica un cheque en blanco en gastos de defensa y seguridad. 

Un sistema de vigilancia agresiva, encarcelamientos en masa, reducción de las libertades civiles y a menudo, aunque no siempre, tortura.

 

LA TORTURA COMO METÁFORA 


De Chile a Irak, la tortura ha sido el socio silencioso de la cruzada por la

libertad de mercado global. Pero la tortura es más que una herramienta empleada para imponer reglas no deseadas a una población rebelde. También es una metáfora de la lógica subyacente en la doctrina del shock. La tortura, o por utilizar el lenguaje de la CIA, los "interrogatorios coercitivos”, es un conjunto de técnicas diseñado para colocar al prisionero en un estado de profunda desorientación y shock, con el fin de obligarle a hacer concesiones contra su voluntad.


La lógica que anima el método se describe en dos manuales de la CIA que fueron desclasificados a finales de los años noventa.

En ellos se explica que la forma adecuada para quebrar "las fuentes que se resisten a cooperar” consiste en crear una ruptura violenta entre los prisioneros y su capacidad para explicarse y entender el mundo que les rodea.


Primero, se priva de cualquier alimentación de los sentidos (con capuchas, tapones para los oídos, cadenas y aislamiento total), luego el cuerpo es bombardeado con una estimulación arrolladora (luces estroboscópicas, música a toda potencia, palizas y descargas eléctricas). 


En esta etapa, se "prepara el terreno” y el objetivo es provocar una especie de huracán mental: los prisioneros caen en un estado de regresión y de terror tal que no pueden pensar racionalmente ni proteger sus intereses. 

En ese estado de shock, la mayoría de los prisioneros entregan a sus interrogadores todo lo que éstos desean: información, confesiones de culpabilidad, la renuncia a sus anteriores creencias. 


Uno de los manuales de la CIA ofrece una explicación particularmente sucinta: "Se produce un intervalo, que puede ser extremadamente breve, de animación suspendida, una especie de shock o parálisis psicológica. Esto se debe a una experiencia traumática o subtraumática que hace estallar, por así decirlo, el mundo que al individuo le es familiar, así como su propia imagen dentro de ese mundo. 

Los interrogadores experimentados saben reconocer ese momento de ruptura y saben también que en ese intervalo la fuente se mostrará más abierta a las sugerencias, y es más probable que coopere, que durante la etapa anterior al shock”.

 

El ejemplo más claro fue el shock del 11 de septiembre, día en el

cual para millones de personas el "mundo que les era familiar” estalló en mil pedazos, y dio paso a un período de profunda desorientación y regresión que la administración Bush supo explotar con pericia. De repente, nos encontramos viviendo en una especie de Año Cero, en el cual todo lo que sabíamos podía desecharse despectivamente con la etiqueta de "antes del 11-S”.


Con el mundo preocupado y absorto por las nuevas y mortíferas guerras culturales, la administración Bush pudo lograr lo que antes del 11 de septiembre apenas había soñado: librar guerras privadas en el extranjero y construir un conglomerado empresarial de seguridad en territorio estadounidense.


Así funciona la doctrina del shock: el desastre original - llámese golpe,

ataque terrorista, colapso del mercado, guerra, tsunami o huracán-lleva a la población de un país a un estado de shock colectivo. Las bombas, los estallidos de terror, los vientos ululantes preparan el terreno para quebrar la voluntad de las sociedades tanto como la música a toda potencia y las lluvias de golpes someten a los prisioneros en sus celdas.


Como el aterrorizado preso que confiesa los nombres de sus camaradas y reniega de su fe, las sociedades en estado de shock a menudo renuncian a valores que de otro modo defenderían con entereza. Jamar Perry y sus compañeros de evacuación en el refugio de Baton Rouge tuvieron que sacrificar los pisos de protección oficial y las escuelas públicas.  Después del tsunami, los pescadores de Sri Lanka tenían que abandonar su valiosa tierra frente al mar y cederla a los constructores de hoteles. Los iraquíes, si todo iba según lo planeado, tenían que caer en tal estado de shock que cederían el control de sus reservas petrolíferas, sus compañías estatales, y toda su soberanía nacional al ejército estadounidense y sus bases militares y zonas verdes.

 

LA GRAN MENTIRA

 

El fallecimiento de FRIEDMAM se convirtió en una ocasión perfecta para reescribir la historia oficial: de cómo su propuesta de capitalismo radical se había convertido en la ortodoxia del gobierno en prácticamente todos los rincones del globo.


Es un cuento de hadas, libre de toda violencia e imposición que tan íntimamente ligadas van en esta cruzada, y representa el golpe propagandístico más exitoso de las últimas tres décadas. EL CUENTO EMPIEZA ASÍ:  Friedman dedicó su vida a una pacífica lucha de ideas contra los que creían que los gobiernos tienen la responsabilidad de intervenir en el mercado para suavizar su dureza. El estaba convencido de que la historia se había "equivocado de vía” cuando los políticos empezaron a prestar atención a John Maynard Keynes, el arquitecto intelectual del New Deal y del moderno Estado del bienestar. El hundimiento del mercado en 1929 había establecido un consenso

general: el laissez-faire había fallado y los gobiernos debían intervenir en la economía para redistribuir la riqueza y fijar un marco de regulación empresarial. Durante esa etapa oscura para el libre mercado, cuando el comunismo conquistaba el Este, y mientras Occidente se entregaba al Estado del bienestar y el nacionalismo económico arraigaba en el Sur poscolonial, Friedman y su mentor, Friedrich Hayek, protegían con suma paciencia la llama del capitalismo en estado puro, sin empañarse por los intentos keynesianos para crear riquezas colectivas que fueran la base de una sociedad más justa. El mayor error -escribió Friedman a Pinochet en 1975- consiste en creer que es posible hacer el bien con el dinero de los demás”.

Pocos escuchaban; la mayoría de la gente insistía en que sus gobiernos podían y debían hacer el bien. Friedman fue descrito por la revista Time en 1969 en términos despectivos: “un duende o un pesado”, y era reverenciado como profeta de una selecta minoría. Por fin, tras décadas exiliado en la jungla intelectual, llegaron los años ochenta y los gobiernos de Margaret Thatcher (que llamó a Friedman un “luchador por la libertad intelectual”) y de Ronald Reagan (que fue visto con un ejemplar de Capitalismo y libertad, el manifiesto de Friedman, durante su campaña presidencial).

 

Este libro es un desafío contra la afirmación más apreciada y esencial de la historia oficial: que el triunfo del capitalismo nace de la libertad, que el libre mercado desregulado va de la mano de la democracia. En lugar de eso, demostraré que esta forma fundamentalista del capitalismo ha surgido en un brutal parto cuyas comadronas han sido la violencia y la coerción, infligidas en el cuerpo político colectivo, así como en innumerables cuerpos individuales. La historia del libre mercado contemporáneo -el auge del corporativismo, en realidad-ha sido escrita con letras de shock.

 

Las hazañas de Bush son una mera punta del icerberg creado, una

diminuta porción de una campaña monstruosamente violenta que lleva en pie de guerra cincuenta años para lograr la absoluta liberalización del mercado.

 

Algunas ideologías constituyen un peligro para la sociedad, y deben ser identificadas como tales. Me refiero a las doctrinas

fundamentalistas y reconcentradas, incapaces de coexistir con otros sistemas de creencias. Las ideologías peligrosas son las que ansían esa tabla rasa imposible, que sólo puede alcanzarse mediante algún tipo de cataclismo. Los sistemas que claman por la eliminación de pueblos y culturas enteras con el fin de satisfacer una visión pura del mundo son aquellos que profesan una extrema religiosidad y que propugnan la segregación racial.

 

Pero desde el colapso de la Unión Soviética, se ha producido un reconocimiento histórico de los grandes crímenes cometidos en nombre del comunismo. Los sótanos de las agencias de información soviéticas han abierto sus puertas a investigadores que se han apresurado a contar el número de muertos en hambrunas, campamentos de trabajos forzados y asesinatos. El proceso ha

generado un fuerte debate en todo el mundo respecto al papel de la ideología que había detrás de estas atrocidades, y hasta qué punto ésta es responsable de aquéllas, o bien si la distorsión del sistema se debe a que tuvo líderes como Stalin, Ceaucescu, Mao o Pol Pot.

Tampoco se puede deducir que todas las formas de comunismo sean intrínsecamente genocidas, como se ha dicho con total desparpajo. Ciertamente fueron interpretaciones doctrinales y dictatoriales de la teoría comunista que despreciaban la pluralidad las que llevaron a las ejecuciones masivas de Stalin y a los campos de reeducación de Mao. La dictadura comunista está, como debe

ser, por siempre empañada por esos experimentos en sociedades reales.

 

¿Y qué hay de la cruzada contemporánea en pro de la libertad de los

mercados mundiales? Los golpes de Estado, las guerras y las matanzas que han instaurado y apoyado regímenes afines a las empresas jamás han sido tachados de crímenes capitalistas, sino que en lugar de eso se han considerado frutos del excesivo celo de los dictadores, como sucedió con los frentes abiertos durante la Guerra Fría y la actual guerra contra el terror. Si los adversarios más comprometidos contra el modelo económico corporativista desaparecen sistemáticamente, ya sea en la Argentina de los años setenta o en el Irak de hoy en día, esa labor de supresión se achaca a la guerra sucia contra el comunismo o

el terrorismo. Prácticamente jamás se alude a la lucha para la instauración del capitalismo en estado puro.

 

No estoy afirmando que todas las formas de la economía de mercado son violentas de por sí. Es perfectamente posible poseer una economía de mercado que no exija tamaña brutalidad ni pida un nivel tan prístino de ideología pura.

 

Un mercado libre, con una oferta de productos determinada, puede coexistir con un sistema de sanidad pública, escolarización para todos y una gran porción de la economía -como por ejemplo una compañía petrolífera nacionalizada-en manos del Estado. También es posible pedirles a las empresas que paguen sueldos decentes, que respeten el derecho de los trabajadores a formar sindicatos, y solicitar a los gobiernos que actúen como agentes de redistribución de la riqueza mediante los impuestos y las subvenciones, con el fin de reducir al

máximo las agudas desigualdades que caracterizan al Estado corporativista.

 

Keynes propuso exactamente esta combinación de economía regulada y

mixta después de la Gran Depresión, una revolución en las políticas públicas que dio lugar al New Deal y a transformaciones parecidas en todo el mundo. Era exactamente el sistema de compromisos, equilibrios y controles que la contrarrevolución de Friedman se dispuso a desmantelar metódicamente en todo el mundo. Bajo este prisma, la Escuela de Chicago y su modelo de capitalismo tienen algo en común con otras ideologías peligrosas: el deseo básico por alcanzar una pureza ideal, una tabla rasa sobre la que construir una sociedad modélica y recreada para la ocasión.

 

Esto explica precisamente la razón por la que los ideólogos del libre mercado se sienten tan atraídos por las crisis y las catástrofes. Los creyentes de la doctrina del shock están convencidos de que solamente

una gran ruptura -como una inundación, una guerra o un ataque terrorista-puede generar el tipo de tapiz en blanco, limpio y amplio que ansían.

 


LOS DOS INGENIEROS DEL SHOCK: INVESTIGACIÓN Y DESARROLLO

EL LABORATORIO DE LA TORTURA

 

La verdad suena tan extraña: “Estoy escribiendo un libro sobre el shock. Y sobre los países que sufren shocks: guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y desastres naturales. Luego, de cómo vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que explotan el miedo y la desorientación frutos del primer shock para implantar una terapia de shock económica. Después, cuando la gente se atreve a resistirse a estas medidas políticas se les aplica un tercer shock si es necesario, mediante acciones policiales, intervenciones militares e interrogatorios en prisión.

 

“Hace poco estuve en Irak, y trato de entender el papel que juega allí la tortura. Nos dicen que se trata de obtener información, pero creo que es más que eso. Estoy convencida de que están intentando construir un Estado modélico, borrando las mentes y los cuerpos de las personas y volviéndolos a crear desde cero”.

 

-El dolor de espalda es sólo uno de los recuerdos de las sesenta y tres

veces que descargaron entre 150 y 200 voltios de electricidad en los lóbulos frontales de su cerebro, mientras su cuerpo se convulsionaba violentamente encima de la camilla, causándole diminutas fracturas, roturas de ligamentos, mordeduras en los labios y dientes rotos.-

 

Pasa los días echada en ese sillón reclinable, buscando la imposible comodidad, esforzándose por no dormirse y caer en lo que ella llama “sus sueños eléctricos”. Entonces es cuando vuelve a verle: “él”, doctor Ewen Cameron, el psiquiatra fallecido ya que le administraba las descargas, así como otras torturas, hace tantos años.

 

Durante varios años, a Gail la desconcertaban mucho sus lagunas

memorísticas, así como otros detalles. Por ejemplo, no sabía la razón por la cual un pequeño destello eléctrico de la puerta del garaje le provocaba un ataque de pánico incontrolable. O por qué le temblaban las manos cuando enchufaba el secador de pelo. Sobre todo, no entendía por qué recordaba la mayor parte de su vida adulta pero casi nada antes de los veinte años. Cuando se encontraba con gente que decía haberla conocido en su niñez, decía: “Sé quién eres pero no sé

de qué te conozco”. Una frágil salud mental. Durante su juventud, había sufrido depresiones y adicción a los medicamentos, y a veces tenía crisis nerviosas tan violentas que terminaba hospitalizada y en coma. Estos episodios la alejaron de su familia, y se quedó sola y desesperada.

Terminó rebuscando comida en la basura de las tiendas de alimentación.

“No tienes ni idea de lo que pasé”, se quejaba Zella. “Te orinabas encima, en medio del salón, te chupabas el dedo y parloteabas como una cría. ¡Querías el biberón de mi bebé! Eso es lo que tuve que pasar.

 

-Se detuvieron frente a un quiosco que exhibía un titular sensacionalista: “Lavado de cerebro: las víctimas recibirán compensaciones”. Kastner empezó a leer el artículo por encima, y varias expresiones le llamaron inmediatamente la atención: “parloteo de bebé”, “pérdida de memoria”, “incontinencia urinaria”. “Vamos a comprar el periódico”, dijo Jacob. En un café cercano, la pareja leyó la increíble historia de cómo, en la década de los cincuenta, la CIA había financiado a un médico en Montreal para que realizara extraños experimentos en los pacientes psiquiátricos. Les privaba de sueño y los aislaba durante semanas, y luego les administraba altas dosis de electroshocks, así como cócteles de drogas experimentales como el

psicodélico LSD y el alucinógeno PCP (fenciclidina), conocido más

comúnmente como polvo de ángel. Los experimentos transportaban a los pacientes a estados preverbales e infantiles, y se habían realizado en el Alian Memorial Institute de la Universidad McGill, bajo la supervisión de su director, el doctor Ewen Cameron. La financiación de la CIA se descubrió a finales de los años setenta gracias a una solicitud amparada por la Freedom of Information Act, que dio lugar a varias sesiones en el Senado de los Estados Unidos. Nueve antiguos pacientes de Cameron se unieron y demandaron a la CIA y al gobierno canadiense, que también había aportado dinero para las investigaciones de Cameron. Durante varios juicios, los abogados de los pacientes argumentaron que los experimentos violaban todos los estándares profesionales de ética médica. Los enfermos iban a Cameron en busca de alivio a causa de ligeros trastornos mentales de poca importancia (depresión posparto, ansiedad, incluso terapia de parejas) y fueron utilizados, sin su conocimiento o consentimiento, como cobayas humanas para satisfacer la sed de información de la CIA acerca de las técnicas de control mental. En 1988, la CIA se avino a pagar daños y perjuicios, por la suma de 750.000 dólares para los nueve demandantes. Fue la cifra más alta jamás pagada por la agencia hasta la fecha. Cuatro años después,

el gobierno de Canadá se avino a pagar otros 100.000 dólares a cada demandante que fue objeto de los experimentos ilegales-

 

Cameron creía que podía recrear mentes que no funcionaban, y reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa, si infligía dolor y traumatizaba el cerebro de sus pacientes.

 

 

EN LA TIENDA DEL SHOCK


Gail sufrió una transformación radical en su personalidad, meticulosamente documentada en el archivo: al cabo de unas semanas, “mostraba un comportamiento infantil, expresaba ideas extrañas y aparentemente estaba en estado de alucinación y era destructiva”. Las notas indican que esta joven de inteligencia normal apenas llegaba a contar hasta seis. Luego se volvió “manipuladora, hostil y muy agresiva”. Finalmente, “pasiva y apática”, incapaz de reconocer a los miembros de su propia familia. El diagnóstico final es de “esquizofrenia […] con claros rasgos histéricos”, un cuadro mucho más serio que la ligera “ansiedad” que sufría cuando fue ingresada. Sin duda la metamorfosis tenía algo que ver con los tratamientos que también constan en el expediente médico de Gail Kastner: altas dosis de insulina, que le inducían múltiples comas; extrañas combinaciones de ansiolíticos y antidepresivos; largos períodos en los que permanecía en estado de inconsciencia inducida merced a los calmantes; y una cantidad de electroshocks ocho veces superior a la media que se solía administrar en la época.

 

LA BUSQUEDA DE LA PUREZA


Cameron creía que la única forma de enseñar a sus pacientes a comportarse de forma sana y estable era meterse dentro de sus mentes y “quebrar las viejas pautas y modelos de comportamiento patológico”.

 

“Erradicar las pautas de volver la mente al estado en que Aristóteles describió como “una tabla vacía.


A finales de los años cuarenta, la técnica del electroshock se estaba

popularizando entre la clase psiquiátrica de Europa y América del Norte. Causaba un daño permanente menor que la lobotomía, y parecía que funcionaba: los pacientes histéricos a menudo se calmaban, y en algunos casos las descargas eléctricas devolvían una cierta lucidez a las personas.

 

Los médicos indicaron que en docenas de estudios clínicos, en los momentos inmediatamente posteriores al tratamiento, los pacientes se chupaban el dedo, adoptaban la posición fetal, había que alimentarles como a bebés, y lloraban reclamando a sus madres “la pérdida masiva de memoria” que traía consigo el electroshock no era un desafortunado efecto secundario: era el aspecto esencial del tratamiento, la clave para arrastrar al paciente a un estado anterior de su desarrollo mental.


“la pérdida masiva de memoria” que traía consigo el electroshock no era un desafortunado efecto secundario: era el aspecto esencial del tratamiento, la clave para arrastrar al paciente a un estado

anterior de su desarrollo mental. Igual que los halcones de la guerra que claman para bombardear países “hasta devolverlos a la Edad de

Piedra”, Cameron creía que la terapia de shock era el método que arrojaría a sus pacientes de vuelta a la infancia, en una regresión absoluta. 

“No solamente se produce una pérdida de la imagen espacio-tiempo, sino que también se pierde el sentido de que debería existir.

 

Para “borrar la pauta” de sus pacientes, Cameron utilizó un instrumento

relativamente nuevo, llamado Page-Russell, que administraba hasta seis

descargas consecutivas en vez de una. Frustrado por el hecho de que sus pacientes seguían aferrándose a los retazos de sus personalidades originales, Cameron los desorientó aún más con anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas: clorpromacina, barbitúricos, pentotal sódico, óxido de nitrógeno (el conocido “gas de la risa”)

 

Una vez se completaba el proceso de “eliminación de las pautas” del

paciente, y su anterior personalidad había sido satisfactoriamente borrada, el proceso de implantación de conducta podía empezar.

 

Con pacientes bajo estado de shock y drogados hasta un extremo vegetativo, éstos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieciséis o veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días.

 

Hebb pagó veinte dólares a un grupo de sesenta y tres estudiantes de McGill para que se sometieran a aislamiento sensorial: encerrados en una habitación, con gafas oscuras, cascos con cintas de ruido monocorde, y tubos de cartón sobrepuestos a sus manos y pies para enturbiar su sentido del tacto. /“tapones de goma” para las orejas. Sus brazos y piernas fueron forrados con tubos de cartón, “impidiendo que los sujetos toquen su propio cuerpo, y logrando así interferir en la percepción que tienen de su propio cuerpo

 

Era como si la privación sensorial hubiera borrado parcialmente sus mentes, y los estímulos sensoriales aplicados durante el proceso hubieran reescrito sus pautas de conducta.

 

 

Para cualquier persona que esté familiarizada con los testimonios de gente que ha sobrevivido a la tortura, este detalle es desgarrador

 

“la privación sensorial genera los mismos síntomas iniciales que la esquizofrenia: alucinaciones, ansiedad aguda, pérdida de contacto con la realidad”.

 

“la privación de estímulos sensoriales induce un estado de regresión en el sujeto, pues impide que su mente esté en contacto con el mundo exterior, forzándole a introvertirse - hace que el sujeto vea al interrogador como a una figura paterna durante su estado de regresión al privar a una persona de la noción de quién es y dónde está, en el tiempo y el espacio, los adultos vuelven a ser niños indefensos.

A medida que el interrogado se desliza hacia un estado de infantilismo, su personalidad adopta la “figura paterna”, la administración Bush se apresuró a jugar con ese miedo para desempeñar el papel del padre protector, dispuesto a defender “la patria” y su pueblo vulnerable por todos los medios que fueran necesarios.

 

Los soldados franceses empleaban el electroshock de forma rutinaria en Argelia específicamente para eliminar la personalidad del detenido.

 

El papel de los Estados Unidos en las guerras sucias tenía que ser

encubierto, por razones obvias. La tortura, ya sea física o psicológica, viola claramente la Convención de Ginebra, que prohíbe “cualquier forma de tortura o de crueldad”

 

 


LA CIENCIA DEL MIEDO

 

En 1988, The New York Times publicó un valiente reportaje sobre la

implicación de los Estados Unidos en la tortura y los asesinatos que habían tenido lugar en Honduras.

 

Rumsfeld aprobó una serie de técnicas de interrogación especiales para la guerra contra el terror. Incluían los métodos descritos por los manuales de la CIA: “celdas de aislamiento durante un máximo de treinta días; privación sensorial de luz y estímulos auditivos”; “puede cubrirse la cabeza del detenido con una capucha durante su desplazamiento e interrogatorio”; “permiso para retirarle la ropa"...

 

Cameron veía sus actos de destrucción como un proceso de creación, un regalo para sus desafortunados pacientes que bajo su cuidadosa labor de repautación, volverían a nacer 

 

Sus mentes no estaban “limpias”; más bien quedaban en ruinas, su memoria fracturada y su confianza traicionada.



EL OTRO DOCTOR SHOCK


Friedman soñaba con eliminar los patrones de las sociedades y devolverlas a un estado de capitalismo puro, purificado de toda interrupción como pudieran ser las regulaciones del gobierno, las barreras arancelarias o los intereses de ciertos grupos

 

El núcleo de buena parte de la doctrina de Chicago era que las fuerzas

económicas de la oferta, demanda, inflación y desempleo eran como las fuerzas de la naturaleza, fijas e inmutables.

 

Como todas las fes fundamentalistas, la economía de la Escuela de Chicago es, para los verdaderos creyentes, un sistema cerrado

 

La Segunda Guerra Mundial hizo que la lucha contra la pobreza cobrara

nueva urgencia.

Las potencias occidentales abrazaron el principio de que las economías de mercado debían garantizar un nivel de dignidad básica lo suficientemente alto como para que los ciudadanos desilusionados no se tornaran de nuevo hacia ideologías más seductoras, fueran el fascismo o el comunismo.

Fue este imperativo pragmático lo que llevo a la creación de casi todo lo

que asociamos hoy en día con la pasada época del capitalismo “decente”: seguridad social en Estados Unidos, sanidad pública en Canadá, asistencia social en Gran Bretaña y protección del trabajador en Francia y Alemania.

En el mundo en vías de desarrollo se imponía una tendencia similar, más radical, que se conoció con el nombre de desarrollismo o de nacionalismo del Tercer Mundo. 


Los economistas desarrollistas afirmaban que sus países

escaparían por fin de la pobreza si llevaban a cabo una estrategia de

industrialización orientada al interior en lugar de recurrir a la exportación de recursos naturales, cuyos precios cada vez eran más bajos, a Europa o América del Norte. 


Defendían reglamentar o incluso nacionalizar la explotación del petróleo, minerales y otras industrias claves, de modo que buena parte de los beneficios obtenidos sirvieran para financiar un proceso de desarrollo financiado por el gobierno.


El laboratorio más avanzado del desarrollismo fue el extremo sur de América Latina, conocido como el Cono Sur: Chile, Argentina, Uruguay y partes de Brasil.


Durante este trepidante período de expansión, el Cono Sur empezó a

parecerse más a Europa o Norteamérica que a otras partes de América Latina o del Tercer Mundo. 


Los trabajadores de las nuevas fábricas fundaron poderosos sindicatos que negociaron salarios de clase media y sus hijos estudiaron en las recién construidas universidades públicas. 


La enorme distancia entre la élite de club de polo de la región y las masas campesinas empezó a acortarse.


En la década de 1950 Argentina tenía la clase media más numerosa de todo el continente y el vecino Uruguay una tasa de alfabetización del 95% y un sistema de sanidad pública gratuita para sus ciudadanos. 

El desarrollismo consiguió unos éxitos tan indiscutibles durante un tiempo, que el Cono Sur de América Latina se convirtió en un símbolo para los países pobres de todo el mundo: allí estaba la prueba de que si se seguían políticas prácticas e inteligentes y se implementaban de forma agresiva, la brecha de clases entre el Primer y el Tercer Mundo podía de verdad cerrarse.

 

El éxito de las economías planificadas -en el norte keynesiano y en el sur desarrollista supuso una época oscura para el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago. A los archienemigos de los de Chicago en Harvard, Yale y Oxford los reclutaban presidentes y primeros ministros para que les ayudaran a domar a la bestia del mercado; a casi nadie le interesaban las atrevidas ideas de Friedman sobre dejar que se moviera todavía más libre que antes. 

 

Había, sin embargo, unas pocas personas que sí estaban muy interesadas en las ideas de la Escuela de Chicago. Eran pocas, pero muy poderosas.

 

La revolución keynesiana contra el laissez-faire le estaba saliendo muy cara al sector privado. Lo que hacía falta para recuperar el terreno perdido era claramente una contrarrevolución contra el keynesianismo, un retorno a una forma de capitalismo que tuviera incluso menos trabas que el capitalismo de antes de la Depresión. 

 

Para que los gobiernos volvieran al camino correcto, Friedman, en su popular libro Capitalismo y libertad, diseñó lo que se convertiría en el manual del libre mercado y que, en Estados Unidos, constituiría

el programa económico del movimiento neoconservador.

 

Recortar drásticamente los fondos asignados a programas sociales.

Fórmula de tres partes desregulación, privatización y recortes.

Los impuestos, si tenían que existir, debían ser bajos. Ricos y pobres debían pagar la misma tasa fija. Las empresas debían poder vender sus productos en cualquier parte del mundo y los gobiernos no debían hacer el menor esfuerzo por proteger a las industrias locales.

 

Todos los precios, también el precio del trabajo, debían ser establecidos por el mercado. El salario mínimo no debía existir.


Como cosas a privatizar, Friedman proponía la sanidad, correos, educación, pensiones e incluso los parques nacionales.

 

Abogaba de forma bastante descarada por el abandono de aquella incómoda tregua entre el Estado, las empresas y los trabajadores que había impedido que se produjera una revolución popular tras la Gran Depresión. 

 

La contrarrevolución de la Escuela de Chicago pretendía que los trabajadores devolvieran las medidas de protección que habían ganado y que el Estado abandonara los servicios que ofrecía a sus ciudadanos para suavizar los cantos más afilados del mercado.

 

Quería expropiar lo que gobiernos y trabajadores habían construido durante aquellas décadas de febril actividad en el sector de las obras públicas.

 

Los activos que Friedman apremiaba a los gobiernos a vender eran el resultado de años de inversiones. 

Había que transferir toda aquella riqueza compartida a manos privadas.

 

La visión de Friedman coincidía al detalle con los intereses de las grandes multinacionales, que por naturaleza ansiaban nuevos grandes mercados sin trabas.

 

En la primera etapa de la expansión capitalista el colonialismo aportó ese tipo de crecimiento feroz “descubriendo” nuevos territorios y apoderándose de tierras sin pagar por ellas para luego extraer sus riquezas sin compensar a la población local. 

 

La guerra que Friedman había declarado contra el “Estado del

bienestar” prometía un nuevo frente de rápido enriquecimiento, sólo que esta vez en lugar de conquistar nuevos territorios la nueva frontera sería el propio Estado, con sus servicios públicos y otros activos

subastados por mucho menos dinero del que realmente valían.

 

 

LA GUERRA CONTRA EL DESARROLLISMO

 

Eisenhower resultó más que dispuesto a emprender medidas rápidas y radicales para derrotar al desarrollismo en el extranjero.

Irán estaba dirigido por un líder desarrollista, Mohamed Mossadegh, que ya había nacionalizado el petróleo, e Indonesia estaba en manos del cada vez más ambicioso Ahmed Sukarno, que hablaba de unir todos los gobiernos nacionalistas del Tercer Mundo en una superpotencia a la par con Occidente y el bloque soviético.

A los terratenientes feudales del continente sudamericano les gustaba el antiguo statu quo, que les permitía tener grandes beneficios y una masa inagotable de campesinos pobres para trabajar sus campos y minas. Ahora se sentían ultrajados al ver cómo se canalizaban sus beneficios en la construcción de otros sectores, cómo sus trabajadores exigían una redistribución de la tierra y cómo el gobierno mantenía el precio de sus cosechas artificialmente bajo para que la comida no resultara demasiado cara.

En América latina cada vez se hablaba más de nacionalizar desde las minas hasta los bancos propiedad de extranjeros para financiar el sueño latinoamericano de la independencia económica.

No había que dejarse engañar por el aspecto democrático y moderado de estos gobiernos, afirmaban estos halcones USA: el nacionalismo del Tercer Mundo era el primer paso en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de que echara raíces. Dos de los principales defensores de esta teoría fueron John Foster Dulles, el secretario de Estado de Eisenhower, y su hermano

Allen Dulles, director de la recién creada CIA.

En 1953 y 1954 la CIA lanzó sus dos primeros golpes de Estado, ambos contra gobiernos del Tercer Mundo que se identificaban mucho más con Keynes que con Stalin.

El primero fue en 1953, cuando un complot de la CIA consiguió derrocar a Mossadegh en Irán y reemplazarlo por el brutal Sha. El siguiente fue el golpe que la CIA patrocinó en 1954 en Guatemala, llevado a cabo por una petición directa de la United Fruit Company. La empresa, que contaba con la atención de los Dulles desde sus días en Cromwell, estaba indignada porque el presidente Jacobo Arbenz Guzmán había expropiado tierras que no usaba (ofreciendo la correspondiente indemnización) como parte de su proyecto para transformar

Guatemala, en sus propias palabras, “de un país atrasado con una economía predominantemente feudal en un Estado capitalista moderno”, objetivo al parecer inaceptable.

“Estados Unidos debe reconsiderar sus programas económicos para el

extranjero […] queremos que [los países pobres] trabajen en su salvación económica vinculándose a nosotros y que su desarrollo económico se consiga a nuestra manera”.

Al escoger Chicago para formar economistas chilenos -una universidad en la que los profesores abogaban por el casi completo desmantelamiento del gobierno con tenaz insistencia-el Departamento de Estado estadounidense disparaba un torpedo bajo la línea de flotación en su guerra contra el desarrollismo, diciéndoles de hecho a los chilenos que el gobierno de Estados Unidos había decidido qué ideas debían aprender sus mejores estudiantes y cuáles otras no.

“Hemos venido aquí a competir, no a colaborar” dijo Schultz refiriéndose a la Universidad de Chicago, explicando por qué el programa estaría cerrado a todos los estudiantes chilenos excepto unos pocos elegidos. Esta postura combativa fue evidente desde el principio: el objetivo del Proyecto Chile era producir combatientes ideológicos que ganaran la batalla de las ideas contra los economistas “rosa” de América Latina.

El proyecto permitió que cien alumnos chilenos cursaran estudios de posgrado en la Universidad de Chicago entre 1957 y 1970, con la matriculación y los gastos a cargo de los contribuyentes y de

fundaciones estadounidenses. En 1965 se amplió el programa para incluir a estudiantes de toda Latinoamérica, con una proporción particularmente alta de argentinos, brasileños y mexicanos. La expansión se financió con una donación de la Fundación Ford y posibilitó la creación del Centro de Estudios Económicos

Latinoamericanos de la Universidad de Chicago.

Fue un logro espectacular: en sólo una década, la ultraconservadora Universidad de Chicago se convirtió en el primer destino de los latinoamericanos que querían estudiar económicas en el extranjero, un hecho que cambiaría el curso de la historia de la región en las décadas siguientes.

El adoctrinamiento de los visitantes en la ortodoxia de la Escuela de

Chicago se convirtió en una prioridad institucional apremiante.

“Chile y su economía se convirtieron de repente en uno de los tópicos de conversación habituales en el departamento de Economía”, recuerda André Gunder Frank, que estudió con Friedman en la década de 1950 y luego se convirtió en un economista desarrollista reconocido a nivel mundial.

Todas las políticas de Chile se pusieron bajo el microscopio y se consideraron defectuosas: su sólida red de seguridad social, su proteccionismo de la industria nacional, sus barreras arancelarias, su control de precios. 

A los estudiantes se les enseñó a despreciar esos intentos de aliviar la pobreza.

Cuando el primer grupo de chilenos regresó a casa al terminar sus estudios en Chicago, eran “más friedmanitas que el propio Friedman.

Water Heller, el famoso economista del gobierno de Kennedy, se burló en una ocasión de los seguidores de Friedman comparándolos con una secta y diciendo que se dividían en tres categorías: “Algunos son friedmanos, otros friedmanianos, otros friedmánicos y otros friedmaníacos”.

 

A los estudiantes que participaron en el programa, fuera en Chicago o se les conocía como “los Chicago Boys”. Se convirtieron en entusiastas

embajadores regionales de las ideas que los latinoamericanos llaman

“neoliberalismo”, y viajaron a Argentina y Colombia para abrir más franquicias de la Universidad de Chicago para así “expandir este conocimiento por toda Latinoamérica, enfrentándose a las posiciones ideológicas que impedían la libertad y perpetuaban la pobreza y el atraso”, según lo expresó un graduado chileno.

Fue una forma desvergonzada de imperialismo intelectual.

Los marxistas defendían nacionalizaciones masivas y reformas agrarias

radicales; los centristas decían que la clave estaba en una cooperación

económica mayor entre los países latinoamericanos, con el objetivo de

transformar la región en un poderoso bloque comercial que pudiera rivalizar con Europa y América del Norte. En las urnas y en las calles, el Cono Sur estaba dando un giro a la izquierda.

En 1962 Brasil avanzó decididamente en esa dirección bajo la presidencia de Joao Goulart, un nacionalista económico decidido a redistribuir la tierra, ofrecer salarios más altos a los trabajadores y poner en marcha un atrevido plan que obligaría a las multinacionales extranjeras a reinvertir parte de sus beneficios en la economía brasileña en lugar de llevárselos corriendo del país para distribuirlos entre sus accionistas de Nueva York y Londres. 

En Argentina, un gobierno militar trataba de derrotar unas propuestas similares prohibiendo que el partido de Juan Perón se presentase a las elecciones, pero sólo consiguió radicalizar todavía más a una nueva generación de jóvenes peronistas, muchos de los cuales estaban dispuestos a recurrir a las armas para recuperar el país.

 

En las históricas elecciones chilenas de 1970 los tres principales partidos políticos estaban a favor de nacionalizar la principal fuente

de dividendos del país: las minas de cobre controladas por grandes empresas mineras estadounidenses / 

los Chicago Boys habían fracasado completamente en su misión. No sólo el debate económico seguía derivando más y más a la izquierda, sino que los Chicago Boys eran tan poco importantes que ni siquiera se les tenía en cuenta en ninguna franja del abanico electoral chileno.

 

Fue Nixon quien les daría a los Chicago Boys y a sus profesores algo con lo que siempre habían soñado: una oportunidad de demostrar que su utopía capitalista era más que una teoría de un taller académico de un sótano, una oportunidad para rehacer un país desde cero. La democracia había sido poco hospitalaria con los Chicago Boys en Chile; la dictadura se demostraría mucho más acogedora.

 

El gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende ganó las elecciones de 1970 en Chile con un programa que prometía poner en manos del gobierno grandes sectores de la economía que estaban dirigidos por empresas extranjeras y locales. 

Allende pertenecía a una nueva raza de revolucionario latinoamericano: igual que el Che Guevara, era médico, pero a diferencia del Che, también lo parecía, pues su imagen y su traje de tweed lo alejaban de la

imagen romántica de la guerrilla. Podía pronunciar discursos tan feroces como los de Fidel Castro, pero era un demócrata convencido que creía que el cambio socialista en Chile debía llegar a través de las urnas, no a través de las armas.

Cuando Nixon se enteró de que habían escogido presidente a Allende, lanzó su famosa orden al director de la CIA, Richard Helms, de que “hiciera chillar a la economía”.La elección también resonó con fuerza en el departamento de Economía de la Universidad de Chicago. Arnold Harberger estaba en Chile cuando ganó Allende. Escribió una carta a sus colegas describiendo el acontecimiento como una “tragedia” e informándoles de que “en los círculos de la derecha se plantea en ocasiones la idea de un golpe militar”.

Aunque Allende se comprometió a negociar indemnizaciones justas para compensar a las empresas que perdían propiedades e inversiones, las multinacionales estadounidenses temían que Allende representara el comienzo de una tendencia general en toda América Latina, y muchas no estaban dispuestas a aceptar perder unos recursos que se habían convertido en una porción importante de sus beneficios. Hacia 1968, el 20% del total de inversiones extranjeras de Estados Unidos se dirigían a Latinoamérica y las empresas estadounidenses tenían 5.436 filiales en la región. Los beneficios que producían estas inversiones eran sobrecogedores. Las empresas mineras habían invertido mil millones de dólares durante los cincuenta años previos en la industria minera chilena - la mayor del mundo-, pero a cambio habían enviado a

casa 7.200 millones de dólares de beneficios.

 

En cuanto Allende ganó las elecciones, e incluso antes de que jurara el

cargo, las empresas estadounidenses le declararon la guerra a su administración.

El centro de esta actividad fue el Comité Ad Hoc de Chile, con sede en

Washington y formado por las principales empresas mineras estadounidenses con propiedades en Chile, así como por la empresa que, de hecho, lideraba el comité, International Telephone and Telegraph Company (ITT), que poseía el 70% de la compañía telefónica chilena, que pronto iba a nacionalizarse. Purina, Bank of America y Pfizer Chemical también enviaron delegados al comité en

varias fases de su existencia.

Tenían muchas ideas sobre cómo causar dolor a Allende.

 

ITT había ofrecido un millón de dólares en sobornos a la oposición chilena y “había tratado de que la CIA participara en un plan para manipular de forma encubierta el resultado de las elecciones chilenas”.

ITT participaba directamente en el diseño al más alto nivel de la política estadounidense respecto a Chile. 

ITT escribió al asesor de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, y le sugirió que “sin informar al presidente Allende se colocaran en la categoría

De "revisándose" todos Los fondos de ayuda internacional

estadounidense ya asignados a Chile. Se tomó además la libertad de

preparar una estrategia de dieciocho puntos para la administración Nixon que contenía una petición clara de un golpe de Estado.

En 1973 Allende seguía en el poder. Ocho millones de dólares invertidos en operaciones secretas no había conseguido debilitar su popularidad. En las elecciones de mitad de mandato de ese año, el partido de Allende incluso ganó terreno respecto a las elecciones de 1970. Estaba claro que el deseo de un modelo económico distinto no había calado en Chile y que el apoyo a una alternativa socialista ganaba terreno. Para

los opositores de Allende, que llevaban planeando derrocarlo desde el mismo día en que se conocieron los resultados de las elecciones de 1970, eso significaba que sus problemas no iban a solucionarse simplemente librándose de él, pues simplemente le sustituiría algún otro. Hacía falta un plan más radical.

 

 

LECCIONES SOBRE EL CAMBIO DE RÉGIMEN: BRASIL E INDONESIA


-CHILE-

 

Los oponentes de Allende habían estudiado concienzudamente dos posibles modelos de “cambio de régimen”. Uno era el de Brasil, el otro el de Indonesia.


En un gambito desesperado para mantenerse en el poder, el ejército brasileño cambió radicalmente de táctica: se eliminaron por completo los restos de la democracia, se negaron todas las libertades civiles, se recurrió sistemáticamente a la tortura y, según la Comisión de la Verdad que luego se establecería en Brasil, “los asesinatos ordenados por el Estado se convirtieron en habituales”.


El golpe de Indonesia en 1965 siguió una ruta muy distinta. Desde la Segunda Guerra Mundial, el país había sido gobernado por el presidente Sukarno, irritó a los países ricos con medidas proteccionistas para la economía de Indonesia, redistribuyendo la riqueza y echando al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, a los que acusó de ser meras tapaderas de los intereses de las multinacionales occidentales. Los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña estaban decididos a acabar con el gobierno de Sukarno.


Después de varios intentos fallidos, la oportunidad se presentó en octubre de 1965, cuando el general Suharto, apoyado por la CIA, empezó a hacerse con el poder y a erradicar a la izquierda. Suharto envió entonces a sus soldados a cazar a los cuatro o cinco mil izquierdistas que aparecían en sus “listas de ejecuciones”, tal y como las llamaba la CIA.


“En realidad fue una enorme ayuda para el ejército”, le contó a la periodista Kathy Kadane veinticinco años después. “Probablemente mataron a mucha gente, y probablemente yo tenga mucha sangre en mis manos. 

Las listas de ejecuciones cubrían los objetivos específicos a eliminar; las masacres indiscriminadas por las que Suharto se hizo tristemente célebre fueron, en su mayor parte, delegadas a los estudiantes religiosos. 

El ejército los entrenó rápidamente y los envió a pueblos con instrucciones del jefe de la marina de “barrer” el campo de comunistas. 

En poco más de un mes al menos medio millón y

probablemente hasta un millón de personas fueron asesinadas, “masacradas a miles”

La experiencia indonesia fue estudiada con mucha atención por los individuos e instituciones que planeaban el derrocamiento de Salvador Allende en Washington y en Santiago. 


Lo que resultaba interesante no era sólo la brutalidad de Suharto sino el extraordinario papel que había jugado un grupo de economistas indonesios educados en la Universidad de California en Berkeley, conocidos como la “mafia de Berkeley. Los paralelismos con los Chicago Boys eran sorprendentes. La mafia de Berkeley había estudiado en Estados Unidos como parte de un programa que había empezado en 1956 financiado por la Fundación Ford. 

Los estudiantes financiados por Ford se convirtieron en los líderes de los grupos de los campus que participaron en el derrocamiento de Sukarno y la mafia de Berkeley trabajó estrechamente con el ejército en los preparativos del golpe, desarrollando “planes de contingencia”. 

La mafia de Berkeley fue de lo más generosa con los inversores extranjeros que ansiaban caer sobre las inmensas riquezas minerales y la abundancia petrolífera de Indonesia, descrita por Richard Nixon como el “gran tesoro del Sureste asiático


En menos de dos años, las riquezas naturales de Indonesia -el cobre, el níquel, las maderas nobles, el caucho y el petróleo-estaban repartidos entre las multinacionales más importantes de la industria minera y energética mundial. 

Suharto había probado que si se empleaba una represión masiva de forma previa, el país caería en un estado de shock que permitiría eliminar toda resistencia aun antes de que cobrara vida.

 

Utilizó tácticas de terror sin vacilar, más allá de lo imaginable, y logró que un pueblo que apenas unas semanas antes pugnaba por establecer su independencia terminara cediendo, absolutamente aterrado, el control total del gobierno a Suharto y sus verdugos. 

Ralph McGehee, director de operaciones de la CIA de alto rango durante los años del golpe militar, dijo que Indonesia era una “operación de manual. […] La forma en que Suharto llegó al poder está relacionada con todas las operaciones y golpes sangrientos en los que Washington participó o que activó. El éxito de esa acción implicaba que se repetiría una y otra vez”.


La otra lección esencial procedente de Indonesia tenía que ver con la alianza previa entre Suharto y la mafia de Berkeley. Dado que estaban dispuestos a ocupar posiciones “tecnócratas” en el nuevo gobierno y ahora que Suharto ya era un converso, el golpe no sólo eliminó la amenaza nacionalista sino que transformó Indonesia en uno de los lugares más agradables y cómodos para los inversores extranjeros de todo el mundo.


A medida que crecían las tensiones que desencadenarían el golpe militar contra Allende, un escalofriante aviso apareció con pintadas rojas en las calles de Santiago. 

“Yakarta se acerca”, decía. sus oponentes nacionales empezaron a imitar la pauta indonesia con inquietante precisión. 


La Universidad Católica, hogar de los Chicago Boys, se convirtió en la zona cero de creación de lo que la CIA denominó “clima de golpe” 

En septiembre de 1971, tras un año de mandato de Allende, los principales líderes empresariales chilenos celebraron una reunión de emergencia en la ciudad costera de Viña del Mar para desarrollar una estrategia coherente para el cambio de régimen. Los allí reunidos decidieron que “el gobierno de Allende era incompatible con la libertad en Chile y con la existencia de la empresa privada, y que la única forma de evitar el desastre era derrocar al gobierno”. 


Los empresarios organizaron una “estructura de guerra”; una parte establecería relaciones con el ejército, y otra sección, se ocuparía de “diseñar programas de gobierno alternativos que se presentarían sistemáticamente a las fuerzas armadas”. 


Para desarrollar detalladas propuestas sobre cómo reconstruir radicalmente la estructura económica del país siguiendo los dictados neoliberales. “más del 75% de la financiación de esta organización de investigación de la oposición” procedía directamente de la CIA.

 

La planificación del golpe transcurrió por dos vías

paralelas diferenciadas: los militares conspiraban para exterminar a Allende y a sus seguidores, mientras los economistas se ocupaban de la exterminación de su ideario.


 Cuando el clima llegó al punto de ebullición adecuado para una solución violenta, los dos canales abrieron un diálogo coordinado, con Roberto Kelly -un empresario relacionado con el periódico El Mercurio, financiado por la CIA.


Aunque el derrocamiento de Allende fue descrito universalmente como un golpe militar, Orlando Letelier, el embajador de Allende en Washington, lo consideró una colaboración conjunta entre el ejército y los economistas.


El golpe de Chile presentó tres formas distintas de shock, una receta que se repetiría en países vecinos y que surgiría de

nuevo, tres décadas más tarde, en Irak. 

El shock del propio golpe militar fue seguido inmediatamente por dos formas adicionales de choque. 

Una de ellas fue el “tratamiento de choque” capitalista marca de la casa Milton Friedman, una técnica que cientos de economistas latinoamericanos habían aprendido durante sus estancias en la Universidad de Chicago y a través de las diversas instituciones y franquicias del método.

 

El otro fueron las técnicas de shock de Ewen Cameron, la privación sensorial y la aplicación de drogas y otras tácticas, recopiladas ya en el manual Kubark y diseminadas por toda la zona gracias a los amplios programas de entrenamiento de la CIA.

Las tres formas de shock convergieron en los cuerpos de los ciudadanos latinoamericanos y en el cuerpo político de la zona, desatando un huracán sin fin de destrucción y reconstrucción mutuamente reforzadas, eliminación y creación, en un ciclo monstruoso. 

El choque del golpe militar preparó el terreno de la terapia de shock económica. El shock de las cámaras de tortura y el terror que causaban en el pueblo

impedían cualquier oposición frente a la introducción de medidas económicas. De este laboratorio vivo emergió el primer Estado de la Escuela de Chicago, y la primera victoria de su contrarrevolución global.

 

Segunda parte – 

LA PRIMERA PRUEBA - DOLORES DE PARTO

Capítulo 3: ESTADOS DE SHOCK


CHILE


El general Augusto Pinochet decía que no era un golpe de estado sino una guerra.  Tenía el control del ejército y de la policía. 


El presidente Salvador Allende se opuso desde el principio a que sus seguidores organizaran ligas de defensa. 

Los militares lanzaron 24 cohetes contra el palacio, a pesar de que solo había 30 defensores. 


No se puede hablar de guerra cuando solo hay un bando. 

Pinochet quería que fuera lo más dramático posible. 

El golpe no fue una guerra, pero estaba preparado para parecerlo. 

Eso le convierte en predecesor de la doctrina del schock. 

El schock no pudo ser mayor


Argentina había tenido 6 gobiernos militares en los 20 años anteriores. 

Chile había disfrutado de 160 años de pacífico gobierno democrático, los últimos ininterrumpidos.

 

Ahora el palacio presidencial estaba en llamas y de él se sacaba el cuerpo amortajado del presidente sobre una camilla mientras se obligaba a sus colegas más próximos a estirarse boca abajo en la calle bajo las bocas de los rifles de los soldados. 

Allende fue descubierto con la cabeza descerrajada por un tiro. Se suicidó, prefiriendo morir a dejar en la memoria colectiva de los chilenos la imagen de su presidente electo rindiéndose ante un ejército insurrecto.


En los años que llevaron al golpe, asesores estadounidenses, muchos de ellos de la CIA, habían excitado el ánimo del ejército chileno, atizando un anticomunismo rabioso y persuadiendo a los militares de que los socialistas eran, de hecho, espías rusos, una fuerza ajena a la sociedad chilena, una especie de “enemigo interior” crecido en casa.

 

Lo cierto es que fueron los militares los que se convirtieron en el auténtico enemigo doméstico, dispuestos a volver sus armas contra la población que habían jurado proteger. 


Con Allende muerto, su gabinete cautivo y sin indicios de que fuera a haber resistencia popular, la gran batalla de la Junta Militar había terminado a media tarde. 


Pero matar y encarcelar al gobierno no era suficiente. Los generales estaban convencidos de que sólo podrían retener el poder si lograban que los chilenos vivieran completamente aterrorizados. 


En los días que siguieron al golpe, unos trece mil quinientos civiles fueron arrestados, subidos a camiones y encarcelados, según un informe de la CIA recientemente desclasificado. 


Miles acabaron en los dos principales estadios de fútbol de Santiago, la muerte reemplazó al fútbol como espectáculo público.

Los soldados paseaban entre las gradas al sol acompañados de colaboradores encapuchados que señalaban a los “subversivos” entre los detenidos; los seleccionados eran enviados a los vestuarios o a los palcos, transformados en improvisadas cámaras de tortura. 

Cientos fueron ejecutados. Cuerpos sin vida empezaron a aparecer en las cunetas de las principales carreteras o flotando en mugrientos canales urbanos. 


Para asegurarse de que el terror se extendía más allá de la capital, Pinochet envió a su comandante más despiadado, el general Sergio Arellano Stark, en helicóptero en una misión en las provincias del norte para visitar una serie de prisiones en las que se retenía a “subversivos”. 

En cada ciudad y pueblo, Stark y su escuadrón de la muerte itinerante escogían a los prisioneros de perfil más alto, a veces hasta veintiséis a la vez, y los ejecutaban. 

El rastro de sangre que dejaron durante esos cuatro días se conocería como la caravana de la muerte. 


Al poco tiempo la comunidad entera había captado el mensaje: la resistencia es mortal. A pesar de que la batalla de Pinochet sólo tuvo un bando, sus efectos fueron tan reales como cualquier guerra civil o invasión extranjera: en total, más de 3.200 personas fueron ejecutadas o desaparecieron, al menos 80.000 fueron

encarceladas y 200.000 huyeron del país por motivos políticos.

 

EL FRENTE ECONÓMICO


El día del golpe chileno, varios Chicago Boys acampados junto a las

rotativas del periódico de derechas El Mercurio, mientras en la calle sonaban disparos, trabajaron frenéticamente para que el documento quedara impreso a tiempo para el primer día de gobierno de la Junta. Uno de los editores del periódico, recuerda que las rotativas trabajaron “sin cesar para producir copias de aquel largo documento”. Y lo consiguieron, por los pelos. “Antes del mediodía del miércoles 12 de septiembre de 1973, los generales de las fuerzas armadas que desempeñaban cargos de gobierno tenían el plan sobre sus escritorios”. 


Las propuestas que aparecen en ese documento final se parecen asombrosamente a las que hace Milton Friedman en Capitalismo y libertad: privatización, desregulación y recorte del gasto social; la santísima trinidad del libre mercado.


El 11 de septiembre de 1973 fue mucho más que el violento final de la pacífica revolución socialista de Allende; fue el principio de lo que The Economist calificaría más tarde de “contrarrevolución”, la primera victoria concreta en la campaña de la Escuela de Chicago por recuperar las ganancias que se habían conseguido con el desarrollismo y el keynesianismo.

 

Como dictador, Pinochet desveló nuevas facetas de su carácter. 

Se adueñó del poder con un regocijo indecoroso y adoptó la actitud de un monarca absoluto, declarando que el “destino” le había otorgado su cargo. 

Sin dilación, dirigió un golpe dentro del golpe para deshacerse de los otros tres líderes militares con los que había acordado dividirse el poder y se hizo nombrar jefe supremo de la nación, además de presidente. 

Le encantaba la pompa y la ceremonia, prueba de su derecho a gobernar, y no desperdiciaba ninguna ocasión de vestirse con  su uniforme prusiano, con capa y todo. Para moverse por Santiago, escogió una caravana de Mercedes-Benz dorados y a prueba de balas. 

No sabía prácticamente nada de economía. Desde el principio se produjo una lucha de poder dentro de la Junta entre los que simplemente querían reinstaurar el statu quo anterior a Allende y regresar rápidamente al sistema democrático, y los de Chicago, que presionaban para conseguir una liberalización del mercado de pies a cabeza que tardaría años en imponerse.

Durante el primer año y medio Pinochet siguió fielmente las reglas de

Chicago: privatizó algunas, aunque no todas, empresas estatales (entre ellas varios bancos); permitió formas nuevas y muy avanzadas de especulación financiera; abrió las fronteras a las importaciones extranjeras, derribando las barreras que habían protegido durante muchos años a las manufacturas chilenas y recortó el gasto público un 10% excepto, claro, el gasto militar, que aumentó significativamente. También eliminó el control de precios, una decisión radical en un país que llevaba regulando el coste de productos de primera necesidad como el pan y el aceite durante décadas. 

En 1974, la inflación alcanzó el 375%, la tasa más alta en todo el mundo y casi el doble de su punto más alto con Allende. El precio de productos de primera necesidad como el pan se puso por las nubes. En paralelo, los chilenos perdían su empleo gracias a que el experimento de Pinochet con el “libre mercado” estaba inundando el país de importaciones baratas. Las empresas locales cerraban a docenas, incapaces de competir; el desempleo alcanzó cifras récord, y se extendió el hambre. 

El primer

laboratorio de la Escuela de Chicago estaba en caída libre. Buena parte de la élite empresarial chilena se hartó de las aventuras de los de Chicago con el capitalismo radical. Los únicos que se beneficiaban de la situación eran las empresas extranjeras y un pequeño grupo de financieros conocidos como los “pirañas”, que se forraban especulando. Los fabricantes industriales que habían apoyado con entusiasmo el golpe estaban siendo barridos.


A lo largo de toda su visita, Friedman machacó un solo tema: la Junta había empezado bien, pero necesitaba abrazar el libre mercado sin ninguna reserva. En discursos y entrevistas utilizó un término que hasta entonces jamás se había aplicado a una crisis económica del mundo real: pidió un “tratamiento de choque”. Estoy en contra de que el gobierno intervenga en la economía, sea el gobierno de mi país o el de Chile. Animaba a Pinochet a recortar todavía mucho más el gasto público, “un 25% en los próximos seis meses […] en todos los apartados”, y a la vez le pedía que adoptara un paquete de políticas pro-empresariales que le acercarían más “al completo libre mercado


Empezaron a desmontar el Estado del bienestar para alcanzar su pura utopía capitalista. Hacia 1980, llegaron a la mitad de los presupuestos sociales que con Allende. Salud y educación fue lo que más sufrió. Incluso The Economist, una animadora del equipo del libre mercado, calificó lo que sucedía como “una orgía de automutilación”. Privatizó casi quinientas empresas y bancos estatales, prácticamente regalando muchos de ellos. El resultado fue la pérdida de 177.000 puestos de trabajo en la industria entre 1973 y 1983. A mediados de la década de 1980, la industria como porcentaje de la economía descendió a niveles que no se habían visto desde la Segunda Guerra Mundial.

 

“Tratamiento de choque era un nombre adecuado para lo que Friedman había recetado. Pinochet envió deliberadamente a su país a una profunda recesión, basándose en una teoría sin probar que afirmaba que la súbita contracción haría que la economía recuperase la salud. En su lógica interna, está medida era asombrosamente parecida a la de los psiquiatras que recetaron terapia electroconvulsiva en las décadas de 1940 y 1950, convencidos de que las conmociones deliberadamente inducidas con las descargas conseguirían mágicamente reiniciar los cerebros de sus pacientes.

 

La teoría de la terapia de shock económica se basa en parte en el papel de las expectativas como combustible de un proceso inflacionario. Para poner freno a la inflación no basta con cambiar la política monetaria sino que además hay que cambiar la actitud de los consumidores, empresarios y trabajadores. Lo que hace un cambio súbito y brutal de política es alterar rápidamente las expectativas y señalar al público que las reglas del juego han cambiado dramáticamente: los precios no van a seguir subiendo ni tampoco los sueldos. Según esta teoría, cuanto antes se consigan mitigar las expectativas de inflación, más corto será el doloroso período de recesión y alto desempleo. Sin embargo, particularmente en países en los que la clase dirigente ha perdido su credibilidad ante el público, se dice que sólo un shock político enorme y decidido puede lograr “enseñar” al público esta dura lección.

 

Causar una recesión o una depresión es una idea brutal, pues conlleva crear pobreza generalizada, motivo por el cual ningún líder político hasta ese momento había estado dispuesto a poner a prueba la teoría. ¿Quién querría ser responsable de lo que Business Week denominó “un mundo a lo doctor Strangelove en el que se impulsa deliberadamente la recesión”? Pinochet quería serlo. En el primer año de la terapia de shock recetada por Friedman, la economía chilena se contrajo un 15% y el desempleo -que sólo sufría un 3% con Allende-alcanzó el 20%, un porcentaje inaudito en el Chile de la época.

 

La mayor crítica hacia la terapia de shock procedió de uno de los propios ex alumnos de Friedman, André Gunder Frank. Durante sus años en la Universidad de Chicago en la década de 1950, Gunder Frank - originario de Alemania-oyó hablar tanto sobre Chile que cuando se doctoró en economía decidió ir él mismo al país que sus profesores habían descrito como una distopía desarrollista mal gestionada. Le gusto lo que vio y acabó enseñando en la Universidad de Chile y luego siendo asesor económico de Salvador Allende, hacia el que desarrolló un gran respeto.

Calculó lo que significaba para una familia chilena tratar de sobrevivir con lo que Pinochet afirmaba que era un “sueldo mínimo”. Aproximadamente el 74% de sus ingresos se dedicaban simplemente a comprar pan, lo cual obligaba a la familia a prescindir de “lujos” como la leche y el autobús para ir a trabajar. En comparación, bajo Allende el pan, la leche y el autobús alcanzaban el 17% del sueldo de un empleado público. Muchos niños tampoco tenían leche en las escuelas, pues una de las primeras medidas de la Junta había sido eliminar el programa de leche escolar. Como resultado combinado de ese recorte más la situación desesperada de las familias, cada vez más estudiantes se desmayaban en clase, mientras que otros muchos dejaron de acudir a la escuela. Gunder Frank vio una relación directa entre las brutales políticas económicas impuestas por sus antiguos compañeros de estudios y la violencia que Pinochet había desatado contra el país. Las recetas de Friedman eran tan dolorosas, afirmó el desafecto hombre de Chicago, que no podían “imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos que subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político”.


El sistema educativo público fue sustituido por cheques escolares y escuelas chárter, la sanidad pasó a ser de pago y se privatizaron guarderías y cementerios. Lo más radical de todo fue que privatizaron el sistema de seguridad social de Chile.

 

EL MITO DEL MILAGRO CHILENO


La economía de Chile se derrumbó: explotó la deuda, se enfrentaba de nuevo la hiperinflación y el desempleo alcanzó el 30%, diez veces más que con Allende. 


La causa principal fue que las pirañas, las empresas financieras al estilo de Enron a las que los de Chicago habían liberado de cualquier tipo de regulación, habían comprado los activos del país con dinero prestado y acumularon una enorme deuda de 14.000 millones de dólares.


La situación era tan inestable que Pinochet se vio obligado a hacer exactamente lo mismo que había hecho Allende: nacionalizó muchas de estas empresas. Al borde de la debacle, casi todos los de Chicago perdieron sus influyentes puestos en el gobierno.

Muchos otros licenciados de Chicago tenían altos cargos en las empresas de los pirañas y fueron investigados por fraude, con lo que se desvaneció la fachada de neutralidad científica tan fundamental para la identidad que se habían construido los de Chicago.


La única cosa que protegía a Chile del colapso económico total a principios de la década de 1980 fue que Pinochet nunca privatizó Codelco, la empresa de minas de cobre nacionalizada por Allende. Esa única empresa generaba el 85% de los ingresos por exportación de Chile, lo que significa que cuando la burbuja financiera estalló, el Estado siguió contando con una fuente constante de fondos.

Chile fue un país donde una pequeña élite pasó de ser rica a superrica en un plazo brevísimo basándose en una fórmula que daba grandes beneficios financiándose con deuda y subsidios públicos, para luego recurrir también al dinero publico para pagar aquella deuda.

Si uno consigue apartar el boato y el clamor de los vendedores, el Chile de Pinochet y los de Chicago no fue un Estado capitalista con un mercado libre de trabas, sino un Estado corporativista.

 

 

El corporativismo se refería al modelo de Estado ideado por Mussolini, un Estado policial gobernado bajo una alianza de las tres mayores fuentes de poder de una sociedad -el gobierno, las empresas y los sindicatos-, todos colaborando para mantener el orden en nombre del nacionalismo


Lo que Chile inauguró con Pinochet fue una evolución del corporativismo: una alianza de apoyo mutuo en la que un Estado policial y las grandes empresas unieron fuerzas para lanzar una guerra total contra el tercer centro de poder -los trabajadores-, incrementando con ello de manera espectacular la porción de riqueza nacional controlada por la alianza.


Esa guerra -que muchos chilenos comprensiblemente ven como una guerra de los ricos contra los pobres y la clase media-es la auténtica realidad tras el “milagro” económico de Chile. 

El 45% de la población había caído por debajo del umbral de la pobreza. 

El 10% más rico de los chilenos, sin embargo, había visto crecer sus ingresos en un 83%. Incluso en 2007 Chile seguía siendo una de las sociedades menos igualitarias del mundo. De las 123 naciones en que Naciones Unidas

monitoriza la desigualdad, Chile ocupaba el puesto 116, lo que le convierte en el octavo país con mayores desigualdades de la lista. “durante los últimos tres años varios miles de millones de dólares fueron sacados de los bolsillos de los asalariados y depositados en los de  los capitalistas y terrateniente

La concentración de la riqueza no fue un accidente, sino la regla; Una burbuja urbana de especulación frenética y contabilidad dudosa que generaba enormes beneficios y un frenético consumismo, y rodeada por fábricas fantasmagóricas e infraestructuras en desintegración de un pasado de desarrollo;

aproximadamente la mitad de la población excluida completamente de la economía; corrupción y amiguismo fuera de control; aniquilación de las empresas públicas grandes y medianas; un enorme trasvase de riqueza del sector público al privado, seguido de un enorme trasvase de deudas privadas a manos públicas.

 

LA REVOLUCIÓN SE EXTIENDE, EL PUEBLO DESAPARECE


La siguiente dosis la aportaron otros países del Cono Sur a los que la contrarrevolución de la Escuela de Chicago se extendió rápidamente.

Brasil estaba ya bajo el control de una junta apoyada por Estados Unidos y muchos de los estudiantes brasileños de Friedman ocupaban puestos clave en el gobierno.

En Uruguay los militares dieron un golpe de Estado en 1973 y al año siguiente decidieron seguir el rumbo trazado por Chicago. Los efectos sobre la sociedad anteriormente igualitaria de Uruguay fueron inmediatos: los salarios reales descendieron un 28% y hordas de mendigos aparecieron por primera vez en las calles de Montevideo.


El siguiente país en unirse al experimento fue Argentina en 1976

Antes de que la Junta tomara el poder, Argentina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos -solo un 6% de la población-y una tasa de desempleo de sólo el 4,2%.

Con ello Argentina, Chile, Uruguay y Brasil - los países que habían sido los abanderados del desarrollismo-estaban ahora todos dirigidos por gobiernos militares apoyados por Estados Unidos y se habían convertido en laboratorios vivos de la Escuela de economía de Chicago.

 Semanas antes de que los generales argentinos tomaran el poder contactaron con Pinochet y con la Junta brasileña y “esbozaron los principales pasos que debería tomar el futuro régimen”. 

El gobierno militar argentino no fue tan lejos en su experimento neoliberal como Pinochet; no privatizo las reservas de petróleo del país ni la seguridad social. En lo que se refiere a atacar las políticas e instituciones que habían conseguido elevar a los pobres argentinos a la clase media, la Junta siguió fielmente el ejemplo de Pinochet.


En el gobierno de la Junta quedó claro que el golpe representaba una revuelta de las élites, una contrarrevolución contra cuarenta años de avances de los trabajadores argentinos. 

La primera decisión como ministro de Martínez de Hoz fue prohibir las huelgas e instaurar el despido libre. 

Abolió los controles de precios, disparando el precio de la comida. Y hacer que Argentina volviera a ser un lugar hospitalario para las multinacionales extranjeras. 

 

En pocos años vendió cientos de empresas estatales. 

Para atraer inversores extranjeros, Argentina publicó un folleto de treinta y una páginas en Business Week, producido  por Burson-Marsteller, un gigante de las relaciones públicas, en el que se declaraba que “pocos gobiernos en la historia han animado más a la inversión privada 

La Junta estaba tan ansiosa por subastar el país a los inversores que incluso inundó “un 10% de descuento en el precio de la tierra para construcción durante los próximos sesenta días”. 


También en esta ocasión el impacto humano fue inconfundible: en un año

los salarios perdieron el 40% de su valor, cerraron fábricas y la pobreza se generalizó. 

Antes de que la Junta tomara el poder, Argentina tenía menos pobres que Francia o Estados Unidos -solo un 6% de la población-y una tasa de desempleo de sólo el 4,2%. Ahora el país empezaba a dar muestras de un subdesarrollo que creía haber dejado atrás. Los barrios pobres carecían de agua corriente y enfermedades que podían prevenirse se convertían en epidemias. 


En Chile, Pinochet tuvo las manos libres para destripar a la clase media

gracias a la forma devastadora y aterradora en que se hizo con el poder.


 Aunque sus cazas y sus pelotones de fusilamiento habían sido muy efectivos para extender el terror habían acabado por convertirse en un desastre de relaciones públicas. 

Las noticias sobre las masacres de Pinochet provocaron la indignación del mundo y activistas en Europa y América del Norte presionaron agresivamente a sus gobiernos para que no comerciaran con Chile. 

Era un resultado claramente desfavorable para un régimen cuya razón de ser era mantener el país abierto a los negocios. 

En Chile, Pinochet pronto optó por las desapariciones. En lugar de matar abiertamente o incluso de arrestar a su presa, los soldados secuestraban a la víctima, la llevaban a campos clandestinos, la  torturaban, muchas veces la mataban y luego negaban saber nada del asunto. Los cuerpos se enterraban en fosas comunes la policía secreta se deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano desde helicópteros, “después de abrirles el estómago con un cuchillo para que los cuerpos no flotaran”. 


A mediados de la década de 1970 las desapariciones se habían convertido en el principal instrumento de coerción de las juntas de la Escuela de Chicago en todo el Cono Sur y nadie las utilizó con más entusiasmo que los generales que

ocupaban el palacio presidencial argentino. 

Durante su reinado se estima que desaparecieron treinta mil personas. Muchas de ellas, como sus equivalentes chilenas, fueron lanzadas desde aviones en las turbias aguas del Río de la Plata. 

La Junta argentina se destacó por saber mantener el equilibrio justo entre el horror público y el privado, llevando a cabo las suficientes operaciones públicas para que todo el mundo supiera lo que estaba pasando pero simultáneamente manteniendo sus actos lo bastante en secreto como para poder negarlo todo. 

En sus primeros días en el poder, la Junta hizo una única y dramática demostración de su disposición a usar la fuerza de modo letal: un hombre fue sacado a empujones de un Ford Falcon (el vehículo habitual de la policía secreta), atado al monumento más famoso de Buenos Aires, el Obelisco blanco de 67,5 metros, y ametrallado a la vista  de todos los transeúntes. 


Después de eso, los asesinatos de la Junta pasaron a ser encubiertos, pero estaban siempre presentes. Las desapariciones, oficialmente inexistentes, eran espectáculos muy públicos que contaban con la complicidad silenciosa de barrios enteros. Cuando se decidía eliminar a alguien, una flota de vehículos militares aparecía frente al hogar o lugar de trabajo de esa persona y acordonaba toda la manzana, muchas veces mientras un helicóptero sobrevolaba la zona. 

A plena luz del día y a la vista de los vecinos, la policía o los soldados echaban la puerta abajo y se llevaban a la víctima, que a menudo gritaba su nombre antes de que se la llevaran en el Ford Falcon que aguardaba con la esperanza de que la noticia de lo sucedido llegase a su familia. 


Algunas operaciones “encubiertas” eran mucho más descaradas: la policía subía a un autobús abarrotado y se llevaba a pasajeros arrastrándolos por el pelo; en la ciudad de Santa Fe, una pareja fue secuestrada en el altar durante su boda, en una iglesia repleta de gente. 


En Argentina los prisioneros eran conducidos a uno de los más de trescientos campos de tortura que había en el país. 

Muchos de ellos estaban situados en zonas residenciales densamente pobladas; uno de los más conocidos ocupaba el local de un antiguo club atlético en una concurrida calle de Buenos Aires, otro estaba en una escuela en el centro de Bahía Blanca y aún otro en un ala de un hospital que seguía funcionando como centro sanitario. 


El régimen uruguayo era igual de descarado: uno de sus principales centros de tortura estaba en unos barracones de la Marina que daban al paseo marítimo de Montevideo, una zona junto al océano por la que antes solían pasear e ir de

picnic las familias. 

Durante la dictadura, aquel bello lugar estaba vacío y los vecinos de la ciudad evitaban cuidadosamente oír los gritos. 


La Junta argentina era particularmente chapucera al deshacerse de sus

víctimas. 

Un paseo por el campo podía acabar siendo una pesadilla porque las fosas comunes apenas estaban escondidas. 

Aparecían cuerpos en cubos de basura, sin dedos ni dientes (igual que sucede hoy en Irak) o, después de uno de los “vuelos de la muerte” de la Junta, aparecían cadáveres flotando en la orilla del Río de la Plata, a veces hasta una docena a la vez. 

En algunos casos hasta llovían desde helicópteros y caían en el campo de un granjero. Todos los argentinos fueron de alguna forma reclutados como testigos de la erradicación de sus conciudadanos, y aun así la mayoría afirmaba no saber qué sucedía. 

Hay una frase que los argentinos utilizaban para explicar la paradoja del haber visto cosas, pero cerrar los ojos ante el terror, que era el estado mental predominante en aquellos años: “No sabíamos lo que nadie podía negar”. Puesto que muchos de los perseguidos por las distintas juntas a menudo se refugiaban en uno de los países vecinos, los gobiernos de la región colaboraron entre ellos en la conocida Operación Cóndor. 

Con Cóndor, las agencias de inteligencia del Cono Sur compartieron información sobre “subversivos” - ayudadas por un sistema informático de tecnología punta suministrado por Washington y dieron mutuamente a sus respectivos agentes salvoconducto para llevar a cabo secuestros y torturas cruzando la frontera, un sistema inquietantemente parecido a la actual red de “extradiciones” de la CIA.


La operación latinoamericana parece haberse basado en la “Noche y niebla”

de Hitler. La CIA había entrenado al ejército de Pinochet en formas de “controlar la subversión”. 

Estados Unidos asesoró a las policías brasileña y uruguaya en técnicas de interrogación. oficiales del ejército asistieron a “clases de tortura” impartidas por unidades de la policía militar durante las cuales se les mostraron varias diapositivas que ilustraban diversos métodos atroces. 

Durante estas sesiones se hacía venir a prisioneros para “demostraciones prácticas” en las que eran torturados mientras hasta cien sargentos del ejército miraban y aprendían.  “una de las primeras personas en introducir esta práctica en Brasil fue Dan Mitrione, un agente de policía estadounidense.


 Como instructor de policía en Belo Horizonte durante los primeros años del régimen militar brasileño, Mitrione recogió a mendigos de las calles y los torturó en sus clases para que la policía local aprendiera diversas formas de crear en el prisionero la contradicción suprema entre el cuerpo y la mente”. Mitrione pasó luego a organizar la formación de la policía en Uruguay donde, en 1970, fue secuestrado y asesinado por los tupamaros. 


El grupo de guerrilleros revolucionarios izquierdistas planeó la operación para poner al descubierto la implicación de Mitrione en la enseñanza de la tortura.Según uno de sus ex alumnos, Mitrione insistía, como los autores del manual de la CIA, que la tortura efectiva no se basaba en el sadismo, sino en la ciencia. Su lema era: “El dolor preciso en el punto preciso en la cantidad precisa”

Los resultados de sus enseñanzas se pueden ver con claridad en todos los informes sobre derechos humanos en el Cono Sur realizados en este siniestro período. Una y otra vez dan testimonio de los métodos característicos

codificados en el manual Kunbark: arrestos a primera hora de la mañana, encapuchamientos, total aislamiento, drogas, desnudo forzado, electroshocks…; y en todas partes el terrible legado de los experimentos de McGill con las depresiones económicas inducidas deliberadamente.


La soberbia película de Costa-Gavras Estado de sitio (1972) se basa en

estos hechos. Los prisioneros liberados del Estadio Nacional de Chile dicen que las brillantes luces del campo estuvieron encendidas las veinticuatro horas del día y que parecía que el ritmo de las comidas se rompía deliberadamente. Los soldados obligaron a muchos de los prisioneros a llevar mantas sobre la cabeza, para que no pudieran ni ver ni oír con normalidad, una práctica incomprensible puesto que todos los prisioneros sabían que estaban en el estadio. 

El efecto de las manipulaciones, informaron los prisioneros, fue que perdieron el sentido de cuándo era de noche y de día y que aumentó la conmoción y el pánico desencadenados por el golpe y los subsiguientes arrestos. 

Fue casi como si el estadio se hubiera convertido en un laboratorio gigante y ellos en cobayas de un extraño experimento de manipulación sensorial.


Una aplicación más fiel de los experimentos de la CIA pudo verse en la

prisión chilena de Villa Grimaldi, “conocida por sus "cuartos chilenos",

compartimentos de aislamiento hechos de madera y tan pequeños que los presos no podían arrodillarse” ni estirarse en el suelo.

 

Los prisioneros de la prisión uruguaya Libertad eran enviados a “la isla”: pequeñas celdas sin ventanas en las que sólo había una bombilla, que siempre estaba encendida. Los prisioneros más importantes fueron mantenidos aislados durante más de una década.


“Empezamos a pensar que estábamos muertos, que nuestras celdas no eran celdas sino más bien tumbas, que el mundo exterior no existía y que el sol era sólo un mito”, recordó Mauricio Rosencof, uno de esos prisioneros. Vio el sol durante un total de ocho horas durante once años y medio. A tal extremo llegó el embotamiento de sus sentidos durante el tiempo de reclusión que “olvidé los colores: los colores no existían”.* La administración de la prisión de Libertad trabajaba codo con codo con psicólogos conductistas para diseñar técnicas de tortura a medida del perfil psicológico de cada individuo, un método que hoy se aplica en la base de Guantánamo.


En la Escuela Mecánica de la Armada, uno de los mayores centros de

tortura de Buenos Aires la cámara de aislamiento se conocía como la “capucha”. Juan Miranda, que pasó tres meses en la capucha, me contó cómo era ese lugar oscuro. “Te mantenían con los ojos vendados y encapuchado y con las manos y las capturaran en los países ocupados por los nazis fueran trasladados a Alemania para que “se desvanecieran en la noche y la niebla”. Muchos nazis de alto nivel se refugiaron en Chile y Argentina tras la Segunda Guerra Mundial, y algunos han especulado con la posibilidad de que entrenaran a los servicios de inteligencia del Cono Sur en esas tácticas.


Las juntas también intercambiaban información sobre los medios más

efectivos para extraer información a los prisioneros que cada una de ellas había descubierto. Varios chilenos torturados en el Estadio de Chile en los días posteriores al golpe destacaron el inesperado detalle de que había soldados brasileños en la sala aconsejando sobre cómo usar científicamente el dolor.


 Hubo incontables oportunidades para este tipo de intercambios durante este período, muchas de ellas a través de Estados Unidos y con la implicación de la CIA. Una las piernas esposadas, tumbado boca abajo en un colchón de espuma durante todo el día, en el ático de la prisión. No podía ver a los demás prisioneros, me separaban de ellos planchas de contrachapado. Cuando los guardias traían la comida, me ponían de cara a la pared y luego me levantaban la capucha para que pudiera comer. Era la única ocasión en la que nos permitían sentarnos: por lo demás siempre teníamos que estar tendidos”. 


Otros prisioneros argentinos padecieron la desnutrición sensorial en celdas del tamaño de un ataúd, llamadas “tubos”. Lo único que aliviaba el aislamiento era el todavía peor destino de la sala de interrogatorios. La técnica más extendida, usada en cámaras de tortura de los régimenes militares de toda la región, era el electroshock. 

Existían docenas de variantes sobre cómo se aplicaba la corriente al cuerpo del prisionero: con cables al descubierto, con teléfonos militares, con agujas bajo las uñas, mediante pinzas colocadas en las encías, pezones, genitales, orejas, bocas, heridas abiertas; en cuerpos remojados con agua para aumentar la intensidad de la carga o en cuerpos atados a mesas o a la “silla dragón” metálica de Brasil. 


La Junta argentina, formada en buena parte por rancheros, se enorgullecía de su particular contribución: los prisioneros eran atados a una cama de metal a la que se llamaba “la parrilla” y se les aplicaba la “picana”. El número exacto de personas que pasaron por la maquinaria de torturas del Cono Sur es imposible de calcular, pero probablemente está entre 100.000 y 150.000, decenas de miles de las cuales fueron asesinadas.

 

 

TESTIMONIO EN TIEMPOS DIFÍCILES

 

Ser de izquierdas en esos años significaba ser perseguido.

Los que no escaparon al exilio se vieron en una lucha minuto a minuto para mantenerse un paso por delante de la policía secreta, llevando una existencia de pisos francos, códigos telefónicos e identidades falsas. 

Una de las personas que vivió de ese período en Argentina fue el legendario periodista de investigación Rodolfo Walsh.

Cuando la anterior Junta Militar argentina prohibió el peronismo y

estranguló la democracia, Walsh decidió unirse a los montoneros, como su experto en inteligencia. Eso le convirtió en el hombre más buscado por los generales, y cada nueva desaparición conllevaba el temor de que la información que éstos obtenían a través de la picana llevara a la policía al piso franco que compartía con su pareja, Lilia Ferreyra, en un pequeño pueblo a las afueras de Buenos Aires.

Los montoneros se formaron como respuesta a la anterior dictadura. El

peronismo fue prohibido y Juan Perón, desde el exilio, pidió a sus jóvenes partidarios que tomaran las armas y lucharan por la vuelta de la democracia. Lo hicieron, y los montoneros -aunque tomaron parte en ataques armados y en secuestros-tuvieron un papel importante en conseguir que en 1973 hubiera elecciones democráticas con un candidato peronista.

Pero cuando Perón regresó al poder vio una amenaza en el apoyo popular que concitaban los montoneros y animó a los escuadrones de la muerte de la derecha a que fueran a por ellos, por lo que el grupo -objeto de gran controversia-ya estaba seriamente debilitado cuando se produjo el golpe de 1976.

 

Durante el primer año de gobierno militar docenas de sus amigos íntimos y de sus colegas desaparecieron en los campos de concentración y su hija de veintiséis años, Vicki, falleció también, lo que hizo que Walsh enloqueciera de dolor. 

Sabiendo que no contaba con mucho tiempo, tomó una decisión sobre cómo señalaría el venidero primer aniversario del gobierno juntista: mientras los periódicos del régimen se deshacían en elogios hacia los generales por haber salvado a la nación, él escribiría su propia versión, sin censuras, de la depravación en la que su país había caído. Se titularía “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar ” y estaba escrita con la característica valerosa claridad de Walsh. La escribió “sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”.

La carta sería una decidida condena tanto de los métodos del terrorismo de Estado como del sistema económico al cual servían. 

La carta empieza con una descripción de la campaña terrorista de los

generales, mencionando su utilización de la “tortura absoluta, intemporal, metafísica”, así como la participación de la CIA en la formación de la policía argentina. 


En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada. El sistema que describía Walsh era el neoliberalismo de la Escuela deChicago, el modelo económico que se iba a hacer con el mundo. 

Conforme sus raíces se adentraran en la sociedad argentina durante las décadas siguientes, acabaría por empujar a más de la mitad de la población bajo el umbral de la pobreza. Walsh no creía que se tratara de un resultado accidental, sino de la cuidadosa ejecución de un plan, una “miseria planificada”.

Walsh asistió a una reunión que había organizado con la familia de un colega desaparecido. Era una trampa: alguien había hablado bajo tortura y diez hombres armados con órdenes de capturarle esperaban fuera de la casa para tenderle una emboscada. “Traedme a ese bastardo vivo: es mío”, se dice que ordenó a los soldados el almirante Massera, uno de los tres líderes de la Junta. Walsh, cuyo lema era “no es un crimen hablar; el crimen es ser arrestados”, desenfundó su pistola al instante y empezó a disparar. Hirió a uno de los soldados, que respondieron a su fuego. Para cuando llegó a la Escuela Mecánica de la Armada estaba muerto. Quemaron su cadáver y lo arrojaron a un río.

 

LA TAPADERA DE “LA GUERRA CONTRA EL TERROR”

 

En el grado en el que se admitían asesinatos de Estado, las juntas los

justificaban con el argumento de que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas marxistas financiados y controlados por el KGB.  

El almirante Massera calificó la situación de “una guerra por la libertad y contra la tiranía […] una guerra contra aquellos que están a favor de la muerte librada por aquellos que estamos a favor de la vida. Combatimos contra nihilistas, contra agentes de la destrucción cuyo único objetivo es la destrucción misma, aunque lo quieran ocultar bajo la máscara de cruzadas sociales”.


En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado, como un maquiavélico conspirador que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar

En Argentina y Uruguay se presentó a los principales movimientos guerrilleros de izquierdas -los montoneros y los tupamaros como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.


La Investigación que llevó a cabo en 1975 el Senado de Estados Unidos descubrió que los propios informes de los servicios de inteligencia estadounidenses mostraban que Allende no suponía ninguna

amenaza para la democracia.


Los montoneros argentinos y los tupamaros uruguayos, eran grupos armados con un importante apoyo popular, capaces de lanzar atrevidos ataques contra objetivos militares y empresariales.


 Documentos desclasificados por el Departamento de Estado estadounidense demuestran que  el ministro de Exteriores de la Junta, le dijo a Henry Kissinger el 7 de octubre de 1976 que “las organizaciones terroristas han sido desmanteladas” y a pesar de ello la Junta seguiría haciendo desaparecer a decenas de miles de ciudadanos. 


Durante muchos años el Departamento de Estado también presentó las

“guerras sucias” del Cono Sur como igualadas batallas entre los militares y peligrosas guerrillas, una lucha que a veces se les iba de las manos a las juntas pero que aun así valía la pena apoyar militar y económicamente.

En Argentina, al igual que en Chile, Washington sabía que estaba apoyando un tipo de operación militar muy distinta.

 

La inmensa mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono Sur no eran miembros de grupos armados sino activistas no violentos que trabajaban en fábricas, granjas, arrabales y universidades. Eran economistas, artistas, psicólogos y gente leal a partidos de izquierdas. Los mataron no por sus armas (que no tenían) sino por sus creencias. En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, la “guerra contra el terror” fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.

 

Capítulo 4: TABLA RASA


El terror cumple su función / CHILE Y ARGENTINA


 

El exterminio en Argentina no es espontáneo, no es casual, no es irracional: es la destrucción sistemática de una “parte sustancial” del grupo nacional argentino con la intención de transformar dicho grupo, de redefinir su forma de ser, sus relaciones sociales, su destino y su futuro.


Letelier llegó al extremo de escribir que Milton Friedman como “arquitecto intelectual y consejero no oficial del equipo de economistas ahora a cargo de la economía chilena” era corresponsable de los crímenes de Pinochet.


El “establecimiento de una "economía privada" libre y el control de la inflación "a la Friedman" dijo Letelier, no se podían llevar a cabo de forma pacífica. 

“El plan económico ha tenido que ser impuesto, y en el contexto chileno ello podía hacerse sólo mediante el asesinato de miles de personas, el establecimiento de campos de concentración a través de todo el país, el encarcelamiento de más de cien mil personas en tres años, el cierre de los sindicatos y organizaciones vecinales y la prohibición de todas las actividades políticas y de todas las formas de expresión.  Represión para las mayorías y "libertad económica" para

pequeños grupos privilegiados son en Chile dos caras de la misma moneda”.


 Al pasar por el corazón del barrio de las embajadas detonó una bomba a control remoto colocada bajo el asiento del conductor, haciendo que el coche saliera volando y volándole las dos piernas. Dejando abandonado su pie seccionado en el asfalto, Letelier fue llevado a toda velocidad al hospital George Washington. Entró cadáver. El ex embajador iba en el coche con una colega americana de veinticinco años, Ronni Moffit, que también perdió la vida en el atentado. Fue el crimen más ultrajante y atrevido de Pinochet. La bomba había sido cosa de Michael Townley, miembro de la policía secreta de Pinochet, que después fue condenado en un tribunal estadounidense por ese crimen. Los asesinos habían sido admitidos en el país con pasaportes falsos con el conocimiento de la CIA.el propio golpe.

 

Cuando Pinochet murió en diciembre de 2006 a la edad de noventa y un años, se enfrentaba a múltiples intentos de llevarlo a juicio por los crímenes cometidos bajo su mandato: desde asesinato, secuestro y tortura a corrupción y evasión de impuestos.  La muerte le dio al dictador la última palabra. Le permitió escapar a todos los juicios y que se publicase una carta póstuma en la que defendía el golpe y el uso del “máximo rigor” .

 

 

No todos los criminales de los años del terror en Latinoamérica han tenido tanta suerte. Veintitrés años después del final de la dictadura militar argentina, uno de los principales responsables del terror fue finalmente sentenciado a cadena perpetua.


 El condenado fue Miguel Osvaldo Etchecolatz, que había sido comisario de policía de la provincia de Buenos Aires durante los años de la Junta.

El juez del caso, CarlosRozanski, de cincuenta y cinco años y miembro de la Corte Federal argentina, falló que Etchecolatz era culpable de seis cargos de homicidio, seis cargos de encarcelamiento ilegal y siete casos de tortura. Todos esos crímenes “lo fueron contra la humanidad, en el contexto del genocidio que tuvo lugar en la República de Argentina entre 1976 y 1983”. 


Los asesinatos de gente de izquierda en la década de 1970 no formaron parte de una “guerra sucia en la que se enfrentaron dos partes y durante la cual se cometieron varios crímenes en ambos bandos, como ha repetido la historia oficial durante décadas. No fueron tampoco los desaparecidos meramente víctimas de dictadores locos ebrios de sadismo y de poder. Lo que sucedió fue algo más científico, más aterradoramente racional. Tal y como expresó el juez, existió un “plan de exterminio llevado a cabo por aquellos que gobernaban el país”.

Explicó que los asesinatos formaban parte de un sistema, planificado de antemano, que se aplicó de igual forma en todo el país y diseñado con la intención de atacar no a personas individuales sino a destruir las partes de la sociedad que esas personas representaban. 


El genocidio es un intento de asesinar a un grupo, no a una serie de personas individuales; así pues, argumentó el juez, fue genocidio.


 El Genocidio define el crimen como un “intento de destruir, en todo o en parte, un grupo nacional, étnico, religioso o racial”; 


La Asamblea General de la ONU aprobó una resolución de forma unánime prohibiendo los actos de genocidio “en los que grupos raciales, religiosos, políticos o de otro tipo han sido destruidos en su totalidad o en parte”. La palabra “políticos” fue eliminada en la Convención dos años después porque Stalin así lo exigió. Stalin contó con el apoyo de otros líderes que también querían reservarse el derecho de exterminar a sus oponentes políticos, así que la palabra se eliminó. 

También SE citó una sentencia de un tribunal español que había juzgado a uno de los torturadores argentinos más conocidos en 1998. Ese tribunal había afirmado que la Junta argentina había cometido un “crimen de genocidio”. Definió el grupo que la Junta había tratado de eliminar como “aquellos ciudadanos que no encajaban en el modelo que los

represores habían decidido el adecuado para el nuevo orden que estaban estableciendo en el país”. El año siguiente, en 1999, el juez español Baltasar Garzón, célebre por haber emitido una orden internacional de arresto contra Augusto Pinochet, argumentó también que Argentina sufrió un genocidio. Intentó definir qué grupo en concreto se había tratado de

exterminar. El objetivo de la Junta, escribió, era “establecer un nuevo orden -como en Alemania pretendía Hitler-en el que no cabían aquellas personas que no encajaban en el cliché establecido”. 

Los códigos penales de muchos países, entre ellos Portugal, Perú y Costa Rica, prohíben los actos de genocidio y lo definen de forma que claramente incluye los ataques contra agrupaciones políticas o “sectores sociales”. La ley francesa va incluso más allá y define el genocidio como un plan diseñado para destruir en todo o en parte “a un grupo definido por

cualquier criterio arbitrario”. 

Salvador Allende, mientras veía cómo los tanques avanzaban para poner cerco al palacio presidencial, pronunció un último discurso radiofónico, imbuido de la misma actitud desafiante: “Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente”, afirmó en

sus últimas palabras dirigidas al público. “Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”. 

La semilla a la que Allende se refería no consistía en una sola idea ni en un grupo de partidos políticos y sindicatos. En los años sesenta y principios de los setenta, la izquierda era la cultura

popular dominante en América Latina. Era la poesía de Pablo Neruda, la música de Víctor Jara y Mercedes Sosa, la teología de la liberación de Sacerdotes para el Tercer Mundo, el teatro emancipador de Augusto Boal, la pedagogía radical de Paulo Freiré, el periodismo revolucionario de Eduardo Galeano y el mismo Walsh. Eran los héroes y mártires legendarios

del pasado y la historia reciente desde José Gervasio Artigas, pasando por Simón Bolívar hasta el Che Guevara. Cuando las juntas trataron de desafiar la profecía de Allende y arrancar de raíz el socialismo, estaban declarando la guerra a toda esta cultura.

 

 

PURIFICADORES DE CULTURAS

 

En Chile, Argentina y Uruguay las juntas llevaron a cabo operaciones masivas de limpieza, quemando libros de Freud, Marx y Neruda, cerrando cientos de periódicos y revistas, ocupando universidades, prohibiendo huelgas y reuniones políticas…

Algunos de los ataques más brutales los reservaron para los

economistas “rosas” a los que los de Chicago no consiguieron derrotar

antes de los golpes.


En Argentina, grupos de soldados entraron en la Universidad Nacional del Sur en Bahía Blanca y arrestaron a diecisiete miembros del claustro acusados de “enseñanzas subversivas”; también en este caso la mayoría fueron del Departamento de Economía.

Ocho mil educadores izquierdistas, “de ideología sospechosa”, fueron purgados como parte de la Operación Claridad. 

En los institutos se prohibieron las presentaciones en grupo, que eran muestra de

un espíritu colectivo latente peligroso para la “libertad individual”.


En Santiago, el legendario cantante de izquierdas Víctor Jara estaba

entre los que fueron llevados al Estadio de Chile.


 La forma en que le trataron encarna la decidida furia con la que se emprendió el silenciamiento de una cultura. Primero los soldados le rompieron ambas manos para que no pudiera tocar la guitarra y luego le dispararon cuarenta y cuatro veces, según los hechos desvelados por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación.


Para asegurarse de que no se convirtiera en una inspiración más allá de su

muerte, el régimen ordenó que se destruyeran las grabaciones originales de

sus discos. 

Mercedes Sosa, también música, se vio obligada a exiliarse de

Argentina; el dramaturgo revolucionario Augusto Boal fue torturado en

Brasil y forzado a exiliarse; Eduardo Galeano fue expulsado de Uruguay y

Walsh asesinado en las calles de Buenos Aires. 

Era el exterminio deliberado de toda una cultura.


Otra cultura aséptica y purificada ocupaba su lugar. Al inicio de las dictaduras de Chile, Argentina y Uruguay las únicas reuniones públicas aceptadas fueron las demostraciones de poderío militar y los partidos de fútbol. 

En Chile, si eras una mujer, llevar pantalones era motivo suficiente para un arresto; si eras un hombre, lo era el pelo largo. 

“En toda la República se está produciendo una profunda purificación”, afirmaba un

editorial de un periódico argentino controlado por la Junta. 

Exigía la limpieza total e inmediata de los graffiti de izquierdas: “Pronto las

superficies relucirán, liberadas de esa pesadilla por la acción del jabón y el

agua”


En Chile, Pinochet estaba decidido a quitar a su pueblo la costumbre de echarse a la calle. Hasta las reuniones más pequeñas eran dispersadas con cañones de agua, el arma favorita de Pinochet para el control de las masas. 


La Junta tenía cientos de ellos, lo bastante pequeños para ir por las aceras y lanzar su chorro contra los grupos de escolares que repartían panfletos; la represión alcanzaba incluso a los funerales, si eran demasiado movidos. Bautizados como “guanacos”, por una llama famosa por su costumbre de escupir, los omnipresentes cañones de agua limpiaban la gente como si tratara de basura humana, dejando las calles relucientes, limpias y vacías.


Poco después del golpe, la Junta chilena publicó un edicto apremiando a los ciudadanos para que “contribuyeran a limpiar la patria” informando sobre los “extremistas” extranjeros y los “chilenos fanatizados”.

 

QUIÉN FUE ASESINADO Y POR QUÉ

 

La mayoría de la gente contra la que se arremetió en las redadas no fueron “terroristas”, como proclamaba la retórica oficial, sino más bien las personas a las que las juntas habían identificado como los mayores obstáculos a su programa económico. 

Algunos de verdad eran opositores, pero a muchos se los veía como simplemente representantes de valores contrarios a la revolución del libre mercado.


En Brasil, la Junta no empezó la represión en masa hasta finales de la década de 1960, pero hizo una excepción: tan pronto como se lanzó el golpe, los soldados rodearon a los líderes de los sindicatos activos en las fábricas y en los grandes ranchos. 

Fueron enviados a la cárcel, donde muchos fueron torturados “por la sola razón de

tener una filosofía política opuesta a la de las autoridades”


Tanto en Chile como en Argentina los gobiernos militares utilizaron el caos inicial del golpe para lanzar con éxito su ataque contra el movimiento sindical.


En Chile, mientras todas las miradas se dirigían al asediado palacio presidencial, otros batallones fueron enviados a “fábricas en lo que se conocía como "cinturones industriales", donde las tropas llevaron a cabo redadas y arrestaron a gente.

El “terrorismo” se usó como pantalla de humo para perseguir a activistas pro obreros no violentos.

 

Varias multinacionales expresaron efusivamente su agradecimiento.

En el primer Año Nuevo del gobierno militar en Argentina, Ford Motor Company publicó en los periódicos un anunció de felicitación en el que abiertamente se alienaba con el régimen.

Brasil, varias multinacionales se unieron y financiaron escuadrones de tortura privados.

Fue en Argentina, no obstante, donde la implicación de la filial local de Ford con el aparato del terror se hizo más obvia. La empresa suministraba vehículos a los militares, de modo que el Ford Falcon fue el automóvil utilizado en miles de secuestros y desapariciones. 

El psicólogo y dramaturgo argentino Eduardo Pavlovsky describió el coche como “lo terrorífico como expresión simbólica. El coche de la muerte”.


Antes del golpe, Ford se había visto obligada a realizar importantes concesiones a sus trabajadores: una hora libre para comer en lugar de veinte minutos y un 1% de lo obtenido por la venta de cada coche para dedicarlo a programas de servicios sociales. 


Todo eso cambió abruptamente cuando empezó la contrarrevolución, el día del golpe. La fábrica de Ford en las afueras de Buenos Aires se convirtió en una fortaleza armada; en las semanas siguientes se llenó de vehículos militares, tanques incluidos, y sobre ella se oían constantemente los motores de los

helicópteros. 

Los obreros han testificado que hubo un batallón de cien soldados destinado permanentemente a la fábrica. “En Ford parecía como si estuviéramos en guerra. Y todo estaba dirigido contra nosotros, los trabajadores”, recordó Pedro Troiani, uno de los delegados sindicales.

Mercedes-Benz (una filial de Daimler Chrysler) se enfrenta a una investigación similar a causa de alegaciones de que la empresa colaboró con el ejército en la década de 1970 para purgar una de sus fábricas de sindicalistas, supuestamente dando nombres y direcciones de dieciséis trabajadores que luego desparecieron,

catorce de ellos para siempre.


Particularmente brutales a lo largo y ancho de la región fueron los

ataques a los granjeros que se habían implicado en la lucha por la reforma

agraria. Los líderes de las Ligas Agrarias Argentinas -que habían difundido ideas incendiarias sobre el derecho de los campesinos a poseer tierras fueron perseguidos y torturados, a menudo en los mismos campos que trabajaban, a la vista de toda la comunidad. 

Los soldados utilizaban las baterías de los camiones para dar electricidad a sus picanas, volviendo aquel ubicuo utensilio campesino contra los propios granjeros.

Mientras tanto, las políticas económicas de la Junta fueron un auténtico regalo para los terratenientes y ganaderos. 

En Argentina, Martínez de Hoz eliminó los controles sobre el precio de la carne, con lo que éste subió más de un 700%, provocando un récord de beneficios.


En los barrios pobres, el objetivo de los ataques preventivos fueron los trabajadores comunitarios, muchos de ellos asociados a la Iglesia, que organizaban a los sectores más desfavorecidos de la sociedad para que exigieran sanidad, vivienda y educación públicas o, en otras palabras, para que pidieran el “Estado del bienestar”, que era precisamente lo que los de Chicago estaban desmantelando. 


“¡Los pobres no van a tener más santurrones que cuiden de ellos!”, le dijeron a Norberto Liwsky, un doctor argentino, mientras “aplicaban descargas eléctricas en mis encías, pezones genitales, abdomen y orejas”.


Un sacerdote argentino que colaboró con la Junta explicó cuál era la filosofía que les guiaba: “El enemigo era el marxismo. El marxismo en la Iglesia, digamos, y en la patria. El peligro de una nación nueva”. Ese “peligro de una nación nueva” ayuda a explicar por qué tantas de las víctimas de las juntas fueron jóvenes. En Argentina, el 81% de los treinta mil desaparecidos tenían entre dieciséis y treinta años. “Estamos trabajando ahora para los siguientes veinte años”, le dijo un conocido torturador argentino a una de sus víctimas


Como sucede casi siempre con el terrorismo de Estado, los objetivos seleccionados servían a un doble propósito.

En primer lugar, eliminarlos quitaba de en medio obstáculos reales al proyecto, pues desaparecían aquellos que era más probable que contraatacasen.

En segundo lugar, el hecho de que todo el mundo viera que los “problemáticos” desaparecían servía de aviso a aquellos que podrían considerar resistir, eliminando también, por tanto, obstáculos futuros. Y funcionó. “Estábamos confundidos y angustiados, aguardábamos


Así que cuando los shocks económicos hicieron que los precios se dispararan y los salarios se hundiesen, las calles de Chile, Argentina y Uruguay siguieron despejadas y en calma. No hubo disturbios por la falta de comida ni huelgas generales. Las familias sobrellevaron la penuria saltándose en silencio algunas comidas, alimentando a sus bebés con mate, un té tradicional que quita el apetito, y despertándose antes del amanecer para caminar durante horas hasta su puesto de trabajo y así ahorrarse el billete de autobús. Los que morían de malnutrición o de fiebre tifoidea eran enterrados discretamente.


Fue una conversión paralela a la que sufrieron los prisioneros en los centros de tortura de la Junta: no bastaba con hablar, se les exigía además que abjuraran de sus creencias más queridas, que traicionaran a sus amantes e hijos. A los que se

rendían se les llamaba “quebrados”. Eso fue lo que le sucedió al Cono Sur.

La región no sólo fue derrotada: fue quebrada.

 

LA TORTURA COMO “CURA”

 

Mientras se trataba de extirpar el colectivismo de la cultura mediante

medidas políticas, dentro de las prisiones la tortura intentaba extirparlo de

la mente y el espíritu.

Muchos torturadores adoptaban el papel de un doctor o un cirujano.

la electroterapia regresaba a su anterior encarnación como técnica de exorcismo. 

El primer uso registrado de la electrocución médica fue por un médico suizo que ejerció en el siglo XVIII. Ese médico creía que las enfermedades mentales las causaba el diablo, así que hacía que el paciente sujetara un cable al que daba potencia con una máquina de electricidad estática.

Administraba una descarga de electricidad por cada demonio que habitaba en el cuerpo del paciente y luego lo declaraba curado.

Lo importante del ejercicio era lograr que los prisioneros sufrieran una lesión irreparable en aquella parte de ellos que creía que ayudar a los demás era el valor supremo, la parte que les hacía activistas, y reemplazarla por una sensación de vergüenza y humillación.

 

Se machacaba a los prisioneros para que fueran lo más individualistas posible y se les ofrecían constantemente tratos fáusticos, como escoger entre más torturas insoportables para ellos mismos o más torturas para otro de sus compañeros de celda.

Moazzam Begg, que estuvo recluido en Guantánamo, dice que le

obligaron a afeitarse con frecuencia y que un guardián le decía: “Esto es lo

que de verdad os molesta a los musulmanes, ¿verdad?”. Se profana el islam

no porque los guardianes lo odien (aunque bien puede ser así) sino porque

los prisioneros lo aman.

 

El mismo andamiaje intelectual que permitía a los nazis afirmar que al asesinar a los miembros “enfermos” de la sociedad estaban curando “el cuerpo de la nación”. Como dijo el doctor nazi Fritz Klein: “Quiero preservar la vida. Y por respeto a la vida humana, amputaré un apéndice gangrenado de un cuerpo enfermo. El judío es el apéndice gangrenado del cuerpo de la humanidad”. Los jemeres rojos utilizaron el mismo lenguaje para justificar su masacre en Camboya: “Hay que amputar lo que está infectado”

 

NIÑOS “NORMALES”

 

Los paralelismos más escalofriantes se encuentran en la forma en que

la Junta argentina trató a los niños dentro de su red de centros de tortura. entre las prácticas genocidas más habituales está “imponer medidas tendentes a evitar nacimientos dentro del grupo” y “transferir a la fuerza a niños de un grupo a otro grupo”. Se estima que nacieron unos quinientos niños en los centros de tortura argentinos. 

Esos bebés fueron alistados inmediatamente en el plan para rediseñar la sociedad y crear una nueva raza de ciudadanos modelo. Cientos de bebés fueron vendidos o entregados a parejas, la mayor parte de ellas con vínculos directos con la dictadura. 

Los niños fueron criados según los valores del capitalismo y el cristianismo que la Junta consideraba “normales” El robo de bebés no fue producto

de excesos de personas individuales, sino parte de una operación estatal

organizada. 

Este capítulo de la historia de Argentina guarda un sorprendente

paralelismo con el robo masivo de niños indígenas en Estados Unidos,

Canadá y Australia, donde se les enviaba a internados, se les prohibía

hablar sus lenguas nativas y se les coaccionaba para que fueran más

“blancos”. 

En 1987 un equipo de rodaje estaba filmando en el sótano de Galerías Pacífico, uno de los centros comerciales más lujosos del centro de Buenos Aires, cuando descubrieron horrorizados un centro de tortura abandonado. Resultó ser que durante la dictadura, el Primer Cuerpo del Ejército escondió a algunos de sus desaparecidos en las tripas del centro comercial. En las paredes de las mazmorras todavía se podían ver las marcas desesperadas que habían hecho los prisioneros muertos hacía tiempo: nombres, fechas, súplicas de ayuda.

 

 

Capítulo 5: NINGUNA RELACIÓN  


  Se metía a la gente en la cárcel para que los precios pudieran ser libres - 

EDUARDO GALEANO, 19902

 

“Si la teoría económica pura de Chicago sólo se puede poner en práctica en Chile mediante el recurso a la represión, ¿tienen sus autores algún tipo de responsabilidad por ello?”


Tintner comparó Chile bajo Pinochet con la Alemania bajo los nazis y dibujó

un paralelismo entre el apoyo de Friedman a Pinochet y el de los tecnócratas que colaboraron con el Tercer Reich.


Friedman llegó a afirmar que todo el reinado de Pinochet -diecisiete años de

dictadura con decenas de miles de víctimas de tortura-no fue un violento intento de destruir la democracia, sino todo lo contrario. “Lo verdaderamente importante del tema chileno es que al final el libre mercado cumplió su labor en la creación de una sociedad libre”??

 

Amnistía Internacional ganó el premio Nobel de la Paz, en

buena parte por su valerosa cruzada para poner al descubierto los abusos a los derechos humanos cometidos en Chile y Argentina.

 

LA ANTEOJERA DE LOS “DERECHOS HUMANOS”

 

Todas las facetas del movimiento de defensa de los derechos humanos

operaban bajo circunstancias extremadamente restringidas, aunque por motivos

distintos. 

En los países afectados, los primeros que hicieron sonar las alarmas

sobre el terror fueron los amigos y parientes de las víctimas, pero existían

severos límites a lo que se les permitía decir. 


No podían hablar sobre los planes políticos o económicos que había tras las desapariciones porque hacerlo significaba arriesgarse a que ellos también les desaparecieran. 


Las activistas más famosas que emergieron en estas circunstancias fueron las Madres de la Plaza de Mayo, conocidas en Argentina como las Madres. 


En sus manifestaciones semanales frente a la sede del gobierno en Buenos Aires, las Madres no se atrevían a llevar pancartas, sino que mostraban las fotografías de sus hijos desaparecidos sobre una leyenda que rezaba “¿Dónde están?”. 

En lugar de cantar consignas, desfilaban en silencio, con la cabeza cubierta por pañuelos blancos con el nombre de sus hijos bordados. 

Muchas de las Madres tenían firmes convicciones políticas, pero se cuidaban mucho de presentarse como nada que no fuera madres angustiadas, desesperadas por conocer el paradero de sus inocentes hijos.


En Chile el principal grupo de defensa de los derechos humanos fue el

Comité para la Paz, formado por políticos opositores, abogados y dirigentes de la

Iglesia. 

Se trataba de veteranos activistas políticos que sabían que el intento de

detener las torturas y liberar a los prisioneros políticos era sólo un frente en una

guerra mucho mayor en la que estaba en juego quién controlaría la riqueza de

Chile. 

Para no convertirse en las siguientes víctimas del régimen abandonaron

las consignas habituales de la vieja izquierda contra la burguesía y aprendieron a

utilizar el nuevo lenguaje de los “derechos humanos universales”.


Para los que vivían bajo una dictadura, el nuevo lenguaje era esencialmente

un código; igual que los músicos enmascaraban el izquierdismo de las letras de

sus canciones mediante astutas metáforas, ellos lo escondían utilizando ese

lenguaje legal. Era para ellos una forma de comprometerse políticamente sin mencionar la política.


Las cárceles chilenas estaban llenas de abogados de los grupos de defensa de los derechos humanos. 

En Argentina la Junta envió a uno de sus más infames torturadores para que se infiltrara entre las Madres fingiendo ser un pariente de una de las víctimas.


Ford se estaba labrando una reputación bastante desafortunada: licenciados de sus dos programas insignia dominaban ahora las más infames dictaduras de derechas del mundo. 

Aunque Ford no podía haber sabido que las ideas en las que formaba a

sus graduados se llevarían a la práctica con aquel salvajismo, se vio objeto de

preguntas incómodas sobre por qué una fundación dedicada a la paz y a la

democracia estaba metida hasta el cuello en dictaduras y violencia.


En la década de 1950 la Fundación Ford actuó muchas veces como tapadera

para la CIA, permitiendo a la agencia canalizar fondos a académicos y artistas

antimarxistas que no sabían de dónde procedía el dinero, un proceso

documentado con detalle en La CIA y la guerra fría cultural, de Francés Stonor

Saunders. 


Amnistía no recibió financiación de la Fundación Ford, así como

tampoco la recibieron las defensoras más radicales de los derechos humanos en

Latinoamérica, las Madres de la Plaza de Mayo.

 

La idea de que la represión y la economía formaban parte de un único

proyecto se refleja sólo en uno de los principales informes sobre derechos

humanos de este período: Brasil: Nunca Mais. Significativamente, ésta es la

única Comisión de la Verdad que publicó un informe independiente tanto del

Estado como de fundaciones extranjeras. Está basado en los registros de los

tribunales militares, fotocopiados en secreto a lo largo de los años por abogados

y activistas de la Iglesia tremendamente valientes mientras el país estaba todavía

bajo la dictadura.

 

“Las violaciones de los derechos humanos eran tan aberrantes, tan increíbles, que detenerlas se convirtió, por supuesto, en lo más importante. Pero aunque pudimos destruir los centros de tortura secretos, lo que no pudimos destruir fue el programa económico que los militares empezaron y que todavía continúa en la actualidad”.

 

Muchas más vidas serían arrebatadas por la “miseria planificada” que por las balas. En cierta manera, lo que sucedió en América Latina en los años setenta es que fue tratada como la escena de un asesinato cuando, en realidad, era la escena de un robo a mano armada extraordinariamente violento. “Era como si esa sangre, la sangre de los desaparecidos, hubiera tapado el coste del programa económico”,

 

A pesar de la mística que rodea la tortura, y a pesar del comprensible impulso de tratarla como una conducta aberrante que está más allá de la política, no se trata de algo particularmente complicado o misterioso. 

Es una herramienta de la coerción más despiadada y es fácil predecir que se

utilizará siempre que un déspota local o un ocupante extranjero carece del

consenso "social necesario para gobernar: Marcos en Filipinas, el sha en Irán,

Sadam en Irak, los franceses en Argelia, los israelíes en los territorios ocupados

o Estados Unidos en Irak y Afganistán. La tortura es un indicador de que un régimen está sumido en un proyecto profundamente antidemocrático, aunque ese régimen haya llegado al poder mediante las urnas.


No hay ninguna forma humanitaria de gobernar a la gente contra su

voluntad. Hay solo dos opciones, escribió Beauvoir: aceptar la ocupación y

todos los métodos necesarios para implementarla, “a menos que se rechacen no meramente algunas prácticas específicas, sino el objetivo superior que las

ampara y para el que resultan esenciales”. Hoy esa dura elección se produce en Irak y en Israel y Palestina, y esa dura elección era la única opción en el Cono Sur en los años setenta.


¿Es el neoliberalismo una ideología inherentemente violenta, hay algo en sus objetivos que exija el ciclo de brutal purificación política seguida por las operaciones de limpieza de las organizaciones de derechos humanos?

 

Los abusos que habían sufrido tanto él como los demás miembros de las Ligas Agrarias no podían aislarse de los grandes intereses económicos a los que benefició que se torturaran sus cuerpos y se disolvieran sus redes de activismo. Así que en lugar de dar los nombres de los soldados que le torturaron, prefirió dar los de las empresas, nacionales y extranjeras, que se habían beneficiado de la prolongada dependencia económica de Argentina.


“Los monopolios extranjeros nos imponen cosechas, nos imponen productos químicos que contaminan la tierra, nos imponen su tecnología y su ideología. 

Todo eso a través de la oligarquía que es dueña de la tierra y controla a los políticos. Pero debemos recordar que esa oligarquía está también controlada por esos mismos monopolios, por esos mismos Ford Motor, Monsanto o Philip Morris. Es la estructura.

 

Hoy vivimos de nuevo en una era de masacres corporativas, con países que son víctima de una tremenda violencia militar combinada con intentos de rehacerlos como economías de “libre mercado” modélicas; vemos cómo las desapariciones y las torturas han vuelto con mayor intensidad que nunca.

 

TERCERA PARTE: 

DEMOCRACIA SUPERVIVIENTE

 

Los conflictos armados entre naciones nos horrorizan. 

Pero la guerra económica no es más benigna. Es como una intervención quirúrgica. Una guerra económica es una especie de tortura prolongada. Y sus estragos no son menos terroríficos que los descritos en la literatura sobre las guerras propiamente dichas, No pensamos en esa otra guerra porque estamos acostumbrados a sus efectos letales. [...] El movimiento antibelicista es sólido y rezo por que tenga éxito. Pero no puedo evitar sentir un temor lacerante: el de que ese movimiento fracasará si no llega a la raíz de todos los males, es decir, la codicia humana.

M. K. GANDHI,

 

Capítulo 6: SALVADOS POR UNA GUERRA

El thatcherismo y sus enemigos útiles

 

Se instaba a utilizar el país sudamericano como modelo para transformar la economía keynesiana británica. Thatcher y Pinochet acabarían compartiendo una sólida amistad. Pero, pese a la admiración de Thatcher por Pinochet, cuando Hayek le sugirió por primera vez que emulara las políticas de terapia de shock que aquél había impuesto en Chile, la primera ministra no pareció quedarse, ni mucho menos, convencida.


Para Hayek y el movimiento que representaba, aquello supuso una auténtica decepción. El experimento del Cono Sur había generado unas ganancias tan espectaculares (aunque fuesen sólo para un pequeño número de jugadores) que había estimulado un enorme apetito de nuevas fronteras entre las multinacionales (cada vez más globales ya por entonces), nuevas fronteras que se abrían no sólo en los países en vías de desarrollo, sino también en las naciones ricas de Occidente, donde los Estados controlaban activos y recursos aún más lucrativos y susceptibles de ser administrados como intereses comerciales privados: los teléfonos, las aerolíneas, las ondas televisivas, las empresas energéticas. Si alguien podía haberse erigido en adalid de ese programa en el propio mundo rico, seguramente habría tenido que ser Thatcher en Inglaterra o el entonces presidente estadounidense, Ronald Reagan.


Y, a principios de la década de 1980, aun con Reagan y Thatcher en el poder y con Hayek y Friedman como influyentes asesores suyos, no estaba ni mucho menos claro que un programa económico radical como el impuesto con tan feroz virulencia en el Cono Sur pudiese siquiera ser posible en Gran Bretaña o en Estados Unidos.

Una propia contrarrevolución nacional interna contra el legado del New Deal. «Pocos presidentes han expresado una filosofía tan compatible con la mía propia», había escrito Friedman acerca de Nixon

 

Nixon sabía que si seguía la línea liberalizadora que aconsejaba Friedman, millones de ciudadanas y ciudadanos enfadados lo echarían del cargo en las siguientes elecciones.


En una ocasión, Friedman telefoneó a Rumsfeld a la Casa Blanca para reprender a su antiguo «joven cachorro». Según el propio Rumsfeld. Friedman le ordenó que «dejase de hacer lo que estaba haciendo». El novel alto funcionario le respondió que lo que estaba haciendo parecía surtir efecto: la inflación estaba remitiendo y la economía volvía a crecer.


Pero Friedman le replicó que aquélla era la peor fechoría de todas: «La gente va a creer que sois vosotros los que lo estáis haciendo.


En casi todos los países en los que el poder era tomado por dictaduras

militares derechistas, se dejaba sentir la presencia de la Universidad de Chicago. 


Harberger trabajó como asesor del régimen militar de Bolivia en 1976 y aceptó un doctorado honorario de la Universidad de Tucumán, en Argentina, en 1979, en un momento en el que los centros universitarios de aquel país estaban controlados por la junta Militar que lo gobernaba Y su actividad llegó aún más lejos, ya que asesoró también a Suharto y a la mafia de Berkeley en Indonesia. Friedman redactó un programa de liberalización económica para el represor Partido Comunista de China cuando éste decidió convertir el país en una economía de mercado.


En realidad, a principios de los años ochenta, no había un solo caso de democracia pluripartidista que hubiese abrazado de lleno el libre mercado.

 Como la mayoría de personas del mundo son pobres o viven por debajo del nivel medio de renta de sus respectivos países (también en Estados Unidos), lo que más les conviene a corto plazo es votar a políticos que prometan redistribuir la riqueza en sentido descendente (hacia ellas) desde la cima de la economía.

Al otro lado del Atlántico, Thatcher intentaba por entonces poner en marcha una versión inglesa del friedmanismo patrocinando lo que acabó conociéndose como «la sociedad de propietarios».

 

LA GUERRA AL RESCATE

 

Seis semanas después de que Thatcher escribiera aquella carta a Hayek,

sucedió algo que le hizo cambiar de opinión y que varió el destino de la cruzada corporativista: el 2 de abril de 1982, Argentina invadió las islas Malvinas, un vestigio del dominio colonial británico. 


La guerra de las Malvinas (o de las Falkland, para los anglosajones) pasaría a la historia como una batalla sanguinaria pero bastante menor. En aquel entonces, las Malvinas no tenían una importancia estratégica aparente. Aquel grupúsculo de islas situadas frente a la costa argentina estaba a miles de kilómetros de Gran Bretaña y resultaba costoso de vigilar y mantener. Tampoco tenían mucha utilidad para Argentina, aunque la idea de tener aquella avanzada británica en sus aguas oceánicas era considerada una afrenta a su orgullo nacional. El legendario escritor argentino Jorge Luis Borges resumió aquella disputa territorial como «una pelea entre dos calvos por un peine.


La guerra de las Malvinas fue la que proporcionó a Thatcher la tapadera política que necesitaba para instaurar, por primera vez en la historia, un programa de transformación capitalista radical en una democracia liberal occidental. 


El nuevo gobierno de la junta Militar, encabezado por el general Leopoldo Galtieri, calculó que el único sentimiento más poderoso que la ira despertada por la continuada represión antidemocrática era el sentimiento antiimperialista, que Galtieri supo azuzar y canalizar contra los británicos por la negativa de éstos a ceder las islas a los argentinos. 


La junta no tardó en hacer ondear la bandera albiceleste de Argentina sobre aquel reducto rocoso y, con ello, arrancó el inmediato y entusiasmado aplauso del país entero. Pero pese a estos sanos ejercicios de cinismo en los momentos previos, desde el instante mismo en que se desplegaron oficialmente las tropas, el país se vio invadido por lo que un borrador de resolución del Partido Laborista denominó un «espíritu patriotero y militarista» que hizo que el episodio de las Malvinas fuese visto como la explosión de gloria final del desvanecido imperio Británico. 


El único resultado que interesaba a cualquiera de los dos bandos era una gloriosa victoria final. Thatcher luchaba por su futuro político y triunfó espectacularmente. Tras la victoria de las Malvinas, que se cobró las vidas de 255 soldados británicos y de 655 argentinos, la primera ministra fue aclamada como héroe de guerra y su sobrenombre de «Dama de hierro» se transformó de insulto en alabanza.

Similar transformación se produjo en sus cifras en los sondeos de opinión. Su índice de aprobación personal creció hasta ser más del doble que antes del inicio de la batalla: del 25% inicial se pasó al 59% del final, lo que allanó el camino para la decisiva victoria que obtendría en las elecciones del año siguiente.

Cuando los mineros del carbón fueron a la huelga en 1984, Thatcher proyectó el enfrentamiento como una continuación de la guerra contra Argentina que requería de una solución similarmente brutal. En unas famosas declaraciones, Thatcher dijo: «Tuvimos que luchar contra el enemigo exterior en las Malvinas y ahora tenemos que luchar contra el enemigo interior, que es mucho más difícil de combatir pero que resulta igual de peligroso para la libertad»

Tras encuadrar a los obreros británicos en la categoría de «enemigo interior», Thatcher desató sobre los huelguistas toda la fuerza del Estado: en una de las confrontaciones, por ejemplo, hasta un total de ocho mil policías antidisturbios dotados de porras, muchos de ellos a caballo, cargaron contra un piquete sindical a las puertas de una planta extractora con un resultado de setecientas personas heridas.


En 1985. Thatcher ya había ganado esta otra guerra también: los

trabajadores pasaban hambre y ya no pudieron resistir. Al final, 966 personas fueron despedidas.


Fue un devastador revés para el sindicato más poderoso de Gran Bretaña y un mensaje muy claro para los demás: si Thatcher había estado dispuesta a todo con tal de hundir la moral de los mineros del carbón -de quienes dependía la iluminación y la calefacción del país-, los sindicatos menos poderosos de otros sectores que no producían bienes y servicios tan cruciales se suicidarían directamente si decidían enfrentarse al nuevo orden económico de la primera ministra. En Gran Bretaña, Thatcher se valió de sus victorias sobre los argentinos y sobre los mineros para imprimir un gran salto adelante a la aplicación de su programa económico radical. 

Entre 1984 y 1988, el gobierno privatizó, entre otras empresas, British Telecom. British Gas, British Airwavs, la British.

De un modo muy parecido a como los atentados terroristas del 11 de

septiembre de 2001 brindaron a un presidente impopular la oportunidad de emprender una masiva iniciativa privatizadora (en el caso de Bush, se trató de la privatización de los sectores bélico, de la seguridad y de la reconstrucción).

 

Thatcher utilizó su guerra para lanzar la primera subasta masiva de

privatizaciones en una democracia occidental. Ésa fue la auténtica Operación Empresario, la que tuvo verdaderas implicaciones históricas. El exitoso manejo de la guerra de las Malvinas por parte de Thatcher supuso la primera prueba definitiva de que era posible aplicar un programa económico inspirado por la Escuela de Chicago sin necesidad de dictaduras militares ni de cámaras de tortura. Había demostrado que, con una crisis política de dimensiones suficientemente grandes como para reunir los apoyos necesarios, en una democracia también podía imponerse una versión limitada de la terapia de shock.


Aun así, para ello Thatcher había necesitado un enemigo que uniera al país, un conjunto de circunstancias extraordinarias que justificaran el empleo de medidas de emergencia y represión: una crisis, en definitiva, que la hiciera parecer firme y contundente, en lugar de cruel y retrógrada. La guerra había servido perfectamente a su propósito, pero el incidente de las Malvinas había sido una anomalía en plena década de los ochenta del siglo XX, una especie de retorno momentáneo a los conflictos coloniales del pasado. Si los años ochenta iban a ser, de verdad, el alba de una nueva era de paz y democracia, como muchos afirmaban, las confrontaciones del estilo de la de las Malvinas serían demasiado infrecuentes como para constituir la base de un proyecto político global.


Fue en 1982 cuando Milton Friedman escribió las líneas que tan sumamente influyentes se mostrarían con posterioridad y que mejor resumen la doctrina del shock: «Sólo una crisis -real o percibida como tal-produce un verdadero cambio. Cuando ocurre esa crisis, las acciones que se emprenden dependen de las ideas existentes en aquel momento, Ésa es, en mi opinión, nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes y mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se convierta en políticamente inevitable»


Aquella idea se convertiría en una especie de mantra de su

movimiento en la nueva era democrática. Allan Meltzer desarrolló un poco más esa filosofía básica: «Las ideas son alternativas que aguardan la llegada de una crisis para funcionar como catalizadoras del cambio. El modelo de influencia de Friedman consistía en legitimar las ideas y conseguir que nos resultaran soportables e, incluso, pensáramos que podía valer la pena probarlas cuando se diera la ocasión»

 

Friedman - Si nos sacude una crisis económica de suficiente gravedad -una rápida depreciación de la moneda, un crack de los mercados o una gran recesión-, todo lo demás queda a un lado, con lo que los dirigentes se hallan liberados para hacer lo que sea necesario (o lo que se considere como tal en nombre de la reacción a una emergencia nacional.

Las Crisis son, en cierto sentido, zonas «ademocráticas», paréntesis en la actividad política habitual dentro de los que no parece ser necesario el consentimiento ni el consenso. del mismo modo que los cracs mercantiles podían precipitar revoluciones de izquierda, también podían ser utilizados para desatar contrarrevoluciones de signo derechista, una teoría que acabaría conociéndose como «la hipótesis de la crisis. 

 

Capítulo 7: EL NUEVO DOCTOR SHOCK

La guerra económica sustituye a la dictadura

 

Durante dieciocho de los veintiún años previos, los bolivianos habían estado sometidos a una forma u otra de dictadura. 

En aquel instante, tenían la oportunidad de escoger a su presidente en unas elecciones nacionales. Ahora bien, hacerse con el control de la economía boliviana en aquella particular coyuntura tenía menos de premio que de castigo: su deuda era tan elevada que la cuantía de lo que Bolivia debía sólo en concepto de intereses era superior al total de su presupuesto nacional.

La administración de Ronald Reagan había puesto la situación del país al límite financiando una ofensiva sin precedentes contra sus cultivadores de coca. 

El asedio, que transformó una amplia zona de Bolivia en una auténtica zona militarizada, no sólo asfixió el comercio de coca, sino que también interrumpió la fuente de aproximadamente la mitad de los ingresos por exportaciones del país, lo que precipitó un descalabro económico general. 

El gobierno se vio obligado a devaluar el precio oficial del peso en más de la mitad».  En apenas unos meses, la inflación se había multiplicado por diez y miles de personas abandonaban el país para buscar empleo en Argentina, Brasil, España y Estados Unidos. 

 

Bolivia afrontó sus históricas elecciones nacionales de 1985 en aquellas volátiles circunstancias, con una inflación anual de hasta el 14.000%.

Las elecciones fueron una contienda entre dos figuras familiares para los bolivianos: un ex dictador, Hugo Banzer, y un ex presidente electo, Víctor Paz Estensoro.


La votación fue muy reñida y la decisión final correspondió al Congreso de Bolivia, pero el equipo de Banzer estaba convencido de haber ganado los comicios. 

Antes incluso de que se anunciaran los resultados definitivos, contrataron los servicios de un casi desconocido economista de treinta años llamado Jeffrey Sachs para que les ayudara a elaborar un plan económico antiinflacionista. Sachs era una estrella emergente del Departamento de Economía de Harvard que acumulaba diversos premios académicos y se había convertido en uno de los profesores titulares más jóvenes de aquella universidad.

Unos meses antes, una delegación de políticos bolivianos había visitado Harvard y había visto a Sachs en acción; las bravuconadas de éste les habían dejado impresionados. El joven profesor les había dicho que podía dar la vuelta a su crisis inflacionaria en un solo día. Sachs carecía de experiencia en el terreno de la economía del desarrollo, pero, según él mismo admitiría años más tarde, «creía que sabía todo lo que había que saber» sobre la inflación.


Sachs no tenía tiempo para cambios tan estructurales. 0 sea que, si bien no sabía casi nada sobre Bolivia ni sobre su larga tradición de explotación colonial, ni la represión a la que se habían visto sometidos siempre sus habitantes indígenas, ni sobre las conquistas que tanto esfuerzo había costado conseguir en la revolución de 1952, estaba convencido de que, además de hiperinflación, Bolivia era víctima del

«romanticismo socialista»: la misma falsa ilusión de desarrollismo que una

generación anterior de economistas formados en Estados Unidos había intentado erradicar del Cono Sur.

Nada más bajar del avión en La Paz, respirando aquella fina atmósfera andina por vez primera, se imaginó a sí mismo como una especie de Keynes de nuestro tiempo que acudía allí a salvar al pueblo boliviano del «caos y el desorden» de la hiperinflación. Sachs tenía un consejo muy directo y simple para Banzer: sólo una terapia de shock súbito remediaría la crisis hiperinflacionaria boliviana. 

Así que le propuso multiplicar por diez el precio del petróleo y desregular los precios de toda una serie de productos, además de practicar diversos recortes presupuestarios.

Sachs, al igual que Friedman, creía fervientemente que basta una política que induzca una sacudida repentina para que «una economía se reoriente y salga del callejón sin salida en el que se encuentra (sea éste el callejón sin salida del socialismo, de la corrupción masiva o de la planificación central) para transformarse en una economía de mercado normal»


Mientras Sachs hacía tan osadas promesas, los resultados de las elecciones

bolivianas estaban todavía por decidir. Víctor Paz Estenssoro, no había arrojado aún la toalla. Durante la campaña, Paz Estenssoro había ofrecido escasos detalles concretos de cómo pretendía abordar la inflación. Pero había sido elegido en tres ocasiones

presidente de Bolivia con anterioridad, la última de ellas en 1964, antes de ser depuesto por un golpe de Estado. Paz había sido, precisamente, el rostro de la

transformación desarrollista de Bolivia, ya que había nacionalizado las grandes

minas de estaño del país, había empezado a distribuir tierras entre los

campesinos indígenas y había defendido el derecho al voto de todos los

bolivianos.

El 6 de agosto de 1985, Paz fue investido presidente de Bolivia. Sólo cuatro días después, el nuevo presidente designaba a Goni para encabezar un equipo económico bipartidista de emergencia (y de alto secreto) encargado de reestructurar radicalmente la economía. 

El punto de partida de dicho grupo fue la terapia de shock de Sachs, pero ésta iba a ir aún más lejos de lo que el economista estadounidense había sugerido en un principio.

Lo que se propuso finalmente, de hecho, fue el desmantelamiento de todo el modelo económico centrado en el Estado que el propio Paz había construido apenas unas décadas antes. El partido de Paz no tenía ni idea de que su líder hubiera cerrado aquel acuerdo en la trastienda del poder.

El proyecto que tenían entre manos consistía en una revisión tan radical y generalizada de una economía nacional como nunca se había intentado en una democracia. 

El presidente Paz estaba convencido de que su única esperanza en ese sentido era moverse con toda la rapidez y toda lainmediatez posible. Él esperaba que, de ese modo, los destacadamente militantes sindicatos y agrupaciones campesinas de Bolivia serían tomados por sorpresa y no tendrían posibilidad de organizar una respuesta.


El motivo del cambio radical de postura de Paz tras las elecciones continúa siendo un misterio. Falleció en 2001 y nunca explicó si había accedido a adoptar el programa de terapia de shock de Banzer a cambio de que se le concediera la presidencia o si experimentó una sincera conversión ideológica.

Edwin Corr, embajador estadounidense en Bolivia por aquel entonces, me dio alguna idea al respecto. Él recordaba haberse reunido con todos los partidos políticos y haberles dejado muy claro que la ayuda estadounidense sólo llegaría al país si se decidían por el camino del shock.

El ministro de Planificación, tenía en sus manos el borrador de un programa de terapia de shock de manual. En él se proponía la eliminación de los subsidios para alimentos, la anulación de casi todos los controles de precios y una subida del 300% en el precio del petróleo. El plan también preveía la congelación durante un año de los sueldos de los funcionarios públicos en sus bajos niveles de entonces. También instaba a efectuar duros recortes en el gasto del Estado, a abrir por completo las fronteras bolivianas a las importaciones sin límites de ninguna clase y a una reducción de plantilla de las empresas estatales como paso previo a su privatización. Así que tenían una última tarea que realizar. Acudieron en grupo a la oficina del representante del Fondo Monetario Internacional en Bolivia y le explicaron lo que pretendían llevar a cabo. La respuesta de éste fue de ánimo y terriblemente desalentadora, al mismo tiempo: «Esto es lo que todo alto funcionario del FMI sueña en algún momento. Pero si no funciona, yo, por suerte, dispongo de inmunidad diplomática y podré escaparme de aquí en avión» -163-


La idea de que los cambios de política deben realizarse del mismo modo que se lanza un ataque militar sorpresa. Es un tema recurrente entre los economistas de las terapias de shock. 

Los planificadores bolivianos exigían que todas sus medidas radicales se aplicaran simultáneamente y dentro de los primeros cien días del nuevo gobierno.

El salario mínimo nunca recuperó su valor anterior y, tras dos años de aplicación del programa, los sueldos reales habían disminuido en un 40% y llegaron incluso a tocar fondo con una disminución del 70%. No llegan ni siquiera a insinuar la degradación que había experimentado la vida diaria de muchos bolivianos. 

En 1987, los ingresos medios de los campesinos bolivianos sólo eran de 140 dólares anuales, menos de la quinta parte de la «renta media». «las estadísticas del gobierno no reflejan el creciente número de familias obligadas a vivir en tiendas de campaña, los miles de niños malnutridos que sólo tienen un pedazo de pan y una taza de té con que alimentarse al día, los centenares de campesinos que han venido a la capital en busca de trabajo y que acaban mendigando por las calles.


 Uno de los resultados inmediatos de esa determinación fue que una gran

parte de la población más desesperadamente pobre de Bolivia se vio empujada a

dedicarse al cultivo de la coca, ya que ésta les retribuía diez veces más que otros productos agrícolas (lo cual no dejaba de resultar irónico, puesto que lo que

había desencadenado la crisis económica en primera instancia había sido el

asedio auspiciado por Estados Unidos contra los cultivadores de coca)

En 1989, se estimaba que uno de cada diez trabajadores se había reconvertido a alguno de los sectores relacionados con la producción o la distribución de coca o de cocaína. Entre esos trabajadores se encontraba la familia de Evo Morales, futuro presidente de Bolivia y, antes de eso, líder del activo sindicato de los cultivadores de coca.

La industria de la coca desempeñó un papel significativo en la reactivación

de la economía de Bolivia y la remisión de la inflación (un hecho reconocido. las exportaciones ilegales de droga generaban más ingresos para el país que todas sus exportaciones legales juntas, y, según las estimaciones, unas 350.000 personas se ganaban la vida dedicándose a algún aspecto del comercio de la droga.

«En estos momentos», comentó por aquel entonces un banquero extranjero, «la economía boliviana está enganchada a la cocaína». La izquierda boliviana calificaba el decreto de Paz de «pinochetismo económico.

Pero para la comunidad empresarial, tanto la de dentro de Bolivia como la del extranjero, se trataba precisamente de eso: Bolivia había introducido una terapia de shock de corte pinochetista sin necesidad de un Pinochet y bajo un

gobierno de centro-izquierda, nada menos

Como un banquero boliviano comentó con admiración, «Paz ha logrado en el seno de un sistema democrático lo que Pinochet consiguió mediante las bayonetas».

Lo que se explica en esa historia no se ajusta a la verdad. Bolivia demostró que la terapia de shock podía ser impuesta en un país que acababa de celebrar unas elecciones, pero no evidenció que pudiese ser aceptada democráticamente o sin represión; en realidad, volvió a ser una prueba evidente de lo contrario.

Paz no contaba con mandato alguno de los votantes bolivianos para rehacer por completo la arquitectura económica del país. Había concurrido a las elecciones

con un programa nacionalista que había abandonado súbitamente por un pacto a puerta cerrada


Años más tarde, el influyente economista liberal John Williamson acuñaría un término para lo que hizo Paz en su momento: lo llamó la «política del vudú» (la mayoría de las personas lo llaman simplemente «mentir». 

Como era de prever, muchos de los votantes que eligieron a Paz estaban

indignados por su traición y, nada más presentarse el decreto, decenas de

millares salieron a las calles para tratar de bloquear un plan que comportaría

múltiples despidos y un agravamiento del hambre.

La respuesta de Paz fue contundente (hasta el punto de que, en comparación, el trato dispensado por Thatcher a los mineros fue de lo más dócil y gentil). Declaró de inmediato el estado de sitio y desplegó los tanques del ejército por las calles de la capital, en la que se impuso un estricto toque de queda. A raíz de tales medidas, los bolivianos necesitaron presentar pases especiales para viajar por su propio país, por ejemplo. La policía antidisturbios organizó redadas en los locales de los sindicatos, en una universidad y en una emisora de radio, así como en diversas fábricas. Se prohibieron las asambleas políticas y las manifestaciones, y se hizo obligatorio contar con un permiso estatal para celebrar reuniones.

La política opositora fue ilegalizada en la práctica, como lo había sido durante la dictadura de Banzer. Paz ordenó a la policía que arrestara a los doscientos dirigentes obreros más destacados, los subiera a bordo de unos aviones y los trasladara a prisiones remotas en la AmazoniaEn todas aquellas intervenciones podía reconocerse el estilo característico de las actuaciones de las juntas militares del Cono Sur: para que el régimen pudiera imponer una terapia económica de shock, era necesario que desaparecieran ciertas personas.

En otras narraciones de lo sucedido en Bolivia, se borra hasta la más mínima admisión (directa o de soslayo) de los hechos. 

Goni llegó incluso a afirmar que «se había logrado la estabilización en democracia sin atentar contra los derechos humanos de las personas y dejando que éstas se expresaran libremente»

Sin embargo, un antiguo ministro del gobierno Paz realizó una valoración menos idealista y reconoció que «se habían comportado como unos cerdos autoritarios»

Bolivia proporcionó un modelo para una nueva clase más digerible de autoritarismo: un golpe de Estado civil llevado adelante, no por soldados de uniforme militar, sino por políticos y economistas trajeados y parapetados tras el escudo oficial de un régimen democrático.

 

Capítulo 8: LA CRISIS FUNCIONA

 

John Williamson, uno de los economistas de tendencia derechista más

influyentes en Washington y asesor clave del FMI y del Banco Mundial, observó atentamente el experimento de Sachs y apreció en Bolivia algo de mucha mayor significación aún. 

El mismo describió aquel programa de terapia de choque como el momento del « big bang», un avance espectacular en la campaña destinada a extender la doctrina de la Escuela de Chicago a todo el planeta.

El motivo de tal entusiasmo tenía poco de económico y mucho de táctico.

La debacle hiperinflacionaria de Bolivia fue la excusa perfecta para sacar adelante un programa que, en circunstancias normales, habría sido políticamente imposible. 

Aquél era un país que contaba con un movimiento obrero fuerte y combativo, y con una potente tradición izquierdista, sin olvidar que había sido escenario, además, del acto final del Che Guevara

Pero se le había forzado a aceptar una terapia de shock draconiana en nombre de la estabilización de su descontrolada moneda nacional.

En Bolivia, la hiperinflación había desempeñado el mismo papel

que la «guerra» de Pinochet en Chile y que la guerra de las Malvinas para Margaret Thatcher: había creado el contexto preciso para la aprobación de medidas de emergencia, un estado de excepción durante el que fue posible suspender las normas democráticas y se pudo traspasar temporalmente el poder económico.

 

TRANSMISIÓN DE DEUDAS «ODIOSAS»

 

El de Argentina fue un caso paradigmático. Durante el gobierno de la Junta, la deuda externa de Argentina se había disparado de los 7.900 millones de dólares del año previo al golpe de Estado a los 45.000 millones del momento del traspaso de poderes.


En Uruguay, la Junta Militar convirtió la deuda de 500 millones de

dólares que encontró cuando tomó el poder en otra de 5.000 millones, una carga exorbitante para un país de sólo 3 millones de habitantes. 

En Brasil, el caso más espectacular, los generales que habían usurpado el gobierno en 1964 con la promesa de establecer el orden financiero y económico en el país, consiguieron transformar una deuda de 3.000 millones de dólares en otra de 103.000 millones acumulados hasta en el momento mismo de las transiciones a la democracia, se argumentó convincentemente -tanto desde el punto de vista moral como legal que aquellas deudas eran «odiosas», ya que las poblaciones de esos países, recién liberados, no tenían por qué estar obligadas a pagar las facturas que habían dejado sus opresores y torturadores


La doctrina de las deudas odiosas parecía tener especial fuerza en el caso del Cono Sur, ya que gran parte de los créditos contraídos por esos países en el extranjero habían ido a parar directamente a sus ejércitos y a sus policías durante los años de las respectivas dictaduras, y habían servido para financiar armas, tanquetas antidisturbios y campos de tortura dotados del instrumental más avanzado. 

En Chile, por ejemplo, los préstamos costearon la triplicación del gasto militar, que sirvió para que las fuerzas armadas chilenas pasaran de 47.000 soldados en 1973 a 85.000 en 1980.

 

En Argentina, el Banco Mundial calculó que unos 10.000 millones de dólares del dinero que los generales pidieron prestado fueron para adquisiciones diversas de carácter militar.

 

Una pequeña muestra del degradado futuro que cabía esperar cuando esas mismas políticas económicas irresponsables se extendieran a Rusia, China y la «zona de fraude libre» -según expresión de un asesor estadounidense desencantado del Irak ocupado).

Según un informe del Senado estadounidense de 2005, Pinochet mantenía una compleja red de, al menos, 125 cuentas bancarias secretas en el extranjero a nombre de varios familiares suyos y de varios titulares falsos con nombres formados a partir de variaciones del suyo propio.

Las cuentas -las más famosas de las cuales estaban en el Riggs Bank, de Washington, D.C.-, ocultaban una cantidad de dinero cifrada en unos 27 millones de dólares.

El Banco Mundial, por su parte, investigó lo que había sucedido con 35.000 millones de dólares que la junta había pedido prestados en el extranjero y descubrió que 19.000 millones (un 54% del total) habían sido transferidos fuera de las fronteras argentinas. Las autoridades suizas han confirmado que gran parte de ese dinero fue a parar a cuentas numeradas.


La Reserva Federal estadounidense señaló que, sólo en 1980, la deuda de Argentina se amplió en 9.000 millones de dólares; ese mismo año, la cantidad de dinero en depósitos en el extranjero de ciudadanos argentinos se incrementó en 6.700 millones de dólares.


Esos miles de millones de dólares perdidos (robados ante las mismísimas narices de sus alumnos) como «el mayor fraude del siglo XX.

La deuda nacional restante había sido gastada, sobre todo, en el pago de los intereses y en turbias operaciones de reflote de algunas empresas privadas.

Los partidarios del impago de esas deudas acumuladas sostenían que los prestadores sabían -o deberían haber sabido-que el dinero se estaba gastando en represión y corrupción.

El gobierno de Estados Unidos aprobó préstamos destinados a la junta Militar aun a sabiendas de que estaban siendo utilizados en plena campaña de terror. 

A principios de la década de 1980, era el pago de esas mismas deudas odiosas el que Washington requería con tanta insistencia al nuevo gobierno democrático de Argentina.

 

EL SHOCK DE LA DEUDA – 176-

 

El aumento espectacular de los tipos de interés provocó una oleada de quiebras en el propio Estados Unidos, donde, en 1983, el número de personas con impagos hipotecarios se triplicó con respecto al año anterior.

Pero donde más se dejaron sentir las penosas consecuencias de aquella subida fue fuera de Estados Unidos. 


En los países en desarrollo que soportaban pesadas cargas en forma de deuda acumulada, el shock Volcker. -conocido también como «shock de la deuda» o «crisis de la deuda»- fue como una gigantesca descarga de electroshock disparada desde Washington que convulsionó el mundo en vías de desarrollo.


El aumento de los tipos implicaba una subida del importe de los intereses de la deuda externa y, a menudo, la única forma de hacer frente a la mayor cuantía de los pagos era contratando nuevos préstamos. Así nació la espiral de la deuda.

En Argentina, la enorme deuda traspasada por la junta Militar (de 45.000 millones de dólares) creció con rapidez hasta alcanzar los 65.000 millones en 1989, y la misma situación se reprodujo en países pobres de todo el mundo.

La deuda brasileña explotó justo después del shock Volcker y se duplicó en seis años (pasando de 50.000 a 100.000 millones de dólares). 


Numerosos países africanos que habían pedido préstamos cuantiosos en los años setenta se encontraron en similares aprietos: la deuda de Nigeria pasó, en ese mismo breve período de tiempo, de 9.000 a 29.000 millones de dólares.

Se habla de la existencia de un «shock de precios» cada vez que el precio de un producto de exportación, como el café o el estaño, experimenta una caída de un 10% o más. 


Según el FMI, en los países en vías de desarrollo se experimentaron 25 shocks de esa clase entre 1981 y 1983; entre 1984 y 1987, en el momento álgido de la crisis de la deuda, fueron 140 los shocks de precios registrados en países en desarrollo, los cuales

contribuyeron a hundir a éstos aún más en el pozo de la deuda.

Uno de esos shocks afectó a Bolivia en 1986, justo un año después de que el país hubiese tragado la amarga medicina de Jeffrey Sachs y se hubiese sometido a su

particular remodelación capitalista. 

El precio del estaño, la principal exportación de Bolivia junto con la coca, cayó en un 55%, lo que devastó la economía del país sin que éste hubiese tenido culpa alguna de ello.

Cuanto más seguía sus recetas la economía global (tipos de interés flotantes, precios desregulados y economías orientadas a la exportación), más proclive a las crisis se volvía el sistema, lo que provocaba cada vez más debacles como las que propician las políticas favorecedoras del libre comercio, incitan a los países pobres a seguir dependiendo de la exportación de recursos y materias primas, como el café, el cobre, el petróleo o el trigo, estas naciones son especialmente susceptibles de quedar atrapadas en un círculo vicioso de crisis continuas.

Se vieron sacudidos por un auténtico huracán de shocks financieros, shocks de deudas, de precios y monetarios, generados por una economía global desregulada y cada vez más volátil.

La experiencia argentina de complicación de la crisis de la deuda por culpa de esos otros shocks fue, desgraciadamente, característica de un fenómeno habitual en otros muchos países. 


Raúl Alfonsín accedió a la presidencia en 1983, en plena incidencia del shock, lo que hizo que el nuevo gobierno actuara como un gabinete de crisis desde el primer día. 

En 1985, la inflación era tan grave que Alfonsín se vio obligado a anunciar la instauración de una nueva moneda, el austral, jugándoselo todo a que ese nuevo comienzo desde cero le permitiría recobrar el control de la situación.

En cuatro años, los precios se incrementaron hasta tales niveles que estallaron disturbios y saqueos generalizados de los establecimientos de alimentación; había restaurantes en el país que usaban la nueva moneda para empapelar las paredes porque resultaba más barata que el papel pintado. 

En junio de 1989, con una inflación disparada (sólo ese mes había aumentado un 203%) y cinco meses antes de la fecha prevista de finalización de su mandato, Alfonsín se rindió: dimitió y convocó elecciones anticipadas. 

Tras haber escapado a la oscuridad de la dictadura, pocos políticos electos estaban dispuestos a arriesgarse a padecer una nueva ronda de golpes de Estado respaldados por Estados Unidos por el simple hecho de promover el tipo de políticas que habían motivado los golpes militares de la década de los setenta (sobre todo, cuando la gran mayoría de los oficiales que los habían organizado ni siquiera estaban en prisión, gracias a la inmunidad que habían negociado como condición previa a la transición democrática, y vigilaban la situación desde sus cuarteles).


Comprensiblemente reacias a entablar una guerra con las instituciones de Washington propietarias de sus deudas, las nuevas democracias, acuciadas por la crisis, no tenían apenas otra opción que seguir las normas fijadas desde la capital estadounidense.

Y, precisamente entonces, a principios de la década de 1980, las reglas de Washington se volvieron mucho más estrictas debido a que el shock de la deuda coincidió (y no por casualidad) con una nueva era en las relaciones Norte-Sur que iba a convertir las dictaduras militares en instrumentos prácticamente innecesarios

Aquél fue el amanecer de la era del «ajuste estructural», también conocida como de la dictadura de la deuda.

John Maynard Keynes, que encabezaba la delegación británica, estaba

convencido de que el mundo se había dado cuenta, por fin, del peligro político

de dejar que el mercado se regulara por sí solo. «Pocos lo creían posible», el poder no se distribuyó sobre la base de «un país, un voto», como en la Asamblea General de las Naciones Unidas, sino en función del tamaño de la economía de cada país, un sistema que otorga a Estados Unidos un poder de veto efectivo sobre todas las decisiones importantes y permite que Europa y Japón controlen el resto. 

De ahí que, cuando Reagan y Thatcher llegaron al poder en la década de 1980, sus respectivas administraciones -profundamente ideologizadas-fuesen capaces de manejar ambas instituciones para satisfacer sus propios fines que incrementaran

rápidamente su poder convirtiéndolas en los vehículos principales para el avance

de la cruzada corporativista.

Aquellas políticas, camufladas bajo el manto de lo técnico e incontrovertible, incluían pretensiones y exigencias tan descarnadamente ideológicas como las de la «privatización de las empresas estatales» y la «abolición de las barreras que impiden la entrada de empresas extranjeras.

Cuando los países golpeados por la crisis acudieron al FMI en busca de préstamos de emergencia y de alivio para sus deudas, el Fondo respondió con programas generalizados de terapia de shock, equivalentes en su alcance al «ladrillo» que la Escuela de Chicago elaboró en su momento para Pinochet y al decreto de 220 leyes cocinado en el salón de la residencia de Goni, en Bolivia.

«Todo lo que hicimos a partir de 1983 se fundamentó en la nueva misión que nos guiaba: el Sur se «privatizaría» o moriría. A tal efecto creamos el caos económico que se vivió en América Latina y África entre 1983 y 1988» 

En un país tras otro, la crisis internacional de la deuda fue metódicamente utilizada como trampolín para promover el programa de la Escuela de Chicago, basado en la aplicación despiadada de la doctrina friedmanita del shock.

Dani Rodrik, un renombrado economista de Harvard que colaboró profusamente con el Banco Mundial, describió el concepto mismo de «ajuste estructural» como

una ingeniosa estrategia de marketing. «Hay que reconocerle al Banco Mundial -

escribió Rodrik en 1994-que su invención y su comercialización del concepto de

"ajuste estructural" ha sido todo un éxito. 


Ese concepto incluye en un mismo paquete reformas tanto microeconómicas como macroeconómicas. El ajuste estructural fue vendido como el proceso por el que aquellos países tenían que pasar para salvar sus economías de la crisis. Para los gobiernos que “compraban” el paquete quedaba difuminada la distinción entre políticas macroeconómicas responsables (aquellas que ayudan a mantener un balance exterior equilibrado y unos precios estables) y políticas de apertura comercial [como las que fomentan el libre comercio.

Los países en crisis necesitan desesperadamente ayuda para estabilizar sus monedas. Cuando las políticas de privatización y de libre comercio se incluyen en el mismo paquete que las medidas de rescate financiero, los países no tienen más remedio que aceptar el lote completo. Lo realmente astuto era que los propios economistas sabían que el libre comercio no tenía nada que ver con el fin de la crisis, pero «difuminaban»

expertamente esa información.

Ahí estaba el reconocimiento expreso, hecho por alguien del propio establishment de Washington, de que los países en desarrollo sólo se sometían a lo que se les decía porque se les inyectaba una mezcla de falsos pretextos y extorsión pura y dura.  ¿Quiere salvar a su país? Véndalo. 


Tras un año en el cargo, y bajo una intensa presión del FMI, Menem emprendió también el desafiante camino de la «política del vudú».

Pese a haber sido elegido como símbolo del partido que se había opuesto a la

dictadura, Menem nombró a Domingo Cavallo como su ministro de Economía, con lo que permitió que regresara al poder el máximo responsable de que, en la etapa final del gobierno de la junta Militar. 

Las grandes empresas hubieran enjugado sus deudas a costa del erario público.

Cavallo pidió inmediatamente refuerzos ideológicos y llenó el gobierno y la cúpula de la administración pública del país de antiguos alumnos de Milton Friedman y Arnold Harberger. 

Casi todos los altos cargos económicos del país fueron ocupados por los de Chicago: el presidente del banco central sería Roque Fernández, que había trabajado tanto en el FMI como en el Banco Mundial; el vicepresidente de esa misma entidad sería Pedro Pou, que había trabajado también para el gobierno de la dictadura; el principal asesor del banco central sería Pablo Guidotti, que vino directamente de su anterior trabajo en el FMI a las órdenes de otro ex profesor de la Universidad de Chicago, Michael Mussa.

Argentina no era un caso único en ese sentido. 

En Argentina, como en tantos otros países, los de Chicago formaron una especie de pinza ideológica en torno al gobierno electo: una parte del grupo apretaba desde dentro y la otra ejercía su propia presión desde Washington.

A principios de los años noventa, el Estado argentino vendió la riqueza del

país tan rápida y totalmente que la obra sobrepasó con mucho la realizada en

Chile una década antes. 

En 1994, ya se había vendido el 90% de las empresas estatales a compañías privadas como Citibank, Bank Boston, las francesas Suez y Vivendi, o las españolas Repsol y Telefónica.

«El milagro de Menem» 

Y aquello era ciertamente un milagro: Menem y Cavallo habían sacado adelante un doloroso programa de privatización radical sin que estallara una revuelta nacional. ¿Cómo lo habían conseguido?

«La época de la hiperinflación fue terrible para la gente, especialmente para las personas con bajos ingresos y escasos ahorros, porque veían cómo, en apenas unas horas o unos pocos días, sus salarios quedaban reducidos a nada por culpa de los incrementos de precios, que se producían a una velocidad de vértigo.

A largo plazo, el programa integral de Cavallo resultó desastroso para Argentina. 

Su método de estabilización de la moneda -vinculando el peso al dólar estadounidense-la encareció tanto para los fabricantes de bienes de dentro

del propio país que éstos no pudieron competir con las importaciones de bajo

precio que inundaban Argentina

Se perdieron tantos empleos que más de la mitad de los habitantes del país acabaron relegados por debajo del umbral de pobreza. Aun así, a corto plazo, el plan funcionó de forma brillante: Cavallo y Menem habían introducido subrepticiamente la privatización mientras el país estaba conmocionado por la hiperinflación

La crisis había cumplido con la misión que se le había asignado.

En momentos de crisis, la población está dispuesta a entregar un poder inmenso a cualquiera que afirme disponer de la cura mágica, tanto si la crisis es una fuerte depresión económica como sí es un atentado terrorista (véase, si no, el ejemplo de la actuación de la administración Bush años más tarde)

 

CUARTA PARTE: LOST IN TRANSITION

 

Capítulo 9: PORTAZO A LA HISTORIA - EL SHOCK DEL PODER

 

Como bien acababan de aprender los latinoamericanos, los regímenes autoritarios tienen siempre la costumbre de abrirse a la democracia cuando sus proyectos económicos están al borde de la implosión. Polonia no fue una

excepción. «Para nuestro infortunio, ¡hemos ganado!», exclamó Walesa en una frase célebre (y profética).

Cuando Solidaridad accedió al poder, la deuda nacional era de 40.000 millones de dólares, la inflación anual se situaba en el 600%, se producían episodios graves de escasez de alimentos y el mercado negro prosperaba como nunca. Muchas fábricas producían mercancías que, sin pedido previo ni comprador alguno, estaban destinadas a pudrirse en los almacenes.

La situación hizo que la transición a la democracia de los polacos fuese especialmente cruel. La libertad había llegado por fin, pero pocos tenían tiempo o ganas de celebrarlo porque sus sueldos eran nimios. Dedicaban horas y horas a hacer cola para conseguir harina y mantequilla, suponiendo que aquella semana hubiese existencias de esos productos en las tiendas. El gobierno de Solidaridad se pasó todo el verano que siguió su victoria electoral paralizado por la indecisión. en apenas unos meses, los activistas de Solidaridad habían dejado de ocultarse de la policía secreta para convertirse en responsables del pago de los salarios de esos mismos agentes. apenas disponían de dinero suficiente para abonar las nóminas debidas.

 

En lugar de construir la economía poscomunista con la que habían soñado, los líderes del movimiento tenían ante sí la tarea, mucho más apremiante, de evitar una debacle total y una potencial hambruna generalizada.

 

 

Pero, como ya había sucedido en América Latina, antes de nada, Polonia necesitaba aliviar su deuda y precisaba de ayuda para salir de su crisis más inmediata. En teoría, ése es, precisamente, el mandato central con el que fue creado el FMI: proporcionar fondos estabilizadores para evitar catástrofes económicas. Si algún gobierno merecía recibir en aquel momento esa clase de salvavidas era el encabezado por Solidaridad, que acababa de conseguir la primera expulsión democrática de un régimen comunista en cuatro décadas. Cabía esperar que, tras toda la retórica antitotalitaria de la Guerra Fría contra los países del otro lado del Telón de Acero, los nuevos gobernantes de Polonia obtuvieran algo de ayuda.Pero no se les ofreció ninguna asistencia de esa clase. Controlados por economistas de la Escuela de Chicago, el FMI y el Departamento del Tesoro estadounidense veían los problemas de Polonia a través del prisma de la doctrina del shock.

 

Y lo que estaba económicamente en juego en ese caso era aún más que en América Latina: la Europa del Este era un territorio virgen para el capitalismo occidental (no se podía hablar siquiera de la existencia de un mercado de consumo). Todos sus activos más preciados eran aún propiedad del Estado: candidatos perfectos para la privatización. El potencial de ganancias rápidas para quienes llegasen primero era enorme.

Confiados en que, cuanto peor fueran las cosas, mayor sería la probabilidad de que el nuevo gobierno aceptase una conversión total al capitalismo sin restricciones, el FMI dejó que el país cayera cada vez más hondo en el pozo de

la deuda y la inflación.


(El gobierno de Estados Unidos ofreció sólo 119 millones de dólares en concepto de ayuda, una miseria para un país como Polonia, que se enfrentaba al colapso económico y que precisaba de una reestructuración fundamental.)

Había sido George Soros, el multimillonario financiero y comerciante de divisas, quien había reclutado a Sachs para que llevara a cabo un papel más directo sobre el terreno. Soros y Sachs viajaron juntos a Varsovia y, una vez allí, Sachs, como recuerda él mismo, «les expli[có], tanto al grupo de Solidaridad como al gobierno polaco, que estaría dispuesto a implicar[se] más a fondo para ayudar a solucionar la cada vez más grave crisis económica» Soros accedió a sufragar los costes del establecimiento de una misión permanente en Polonia de Sachs y de su colega David Lipton, un economista y partidario acérrimo del libre mercado que trabajaba por entonces en el FMI. Cuando Solidaridad arrasó en las elecciones, Sachs empezó su colaboración estrecha con el movimiento. 

La ayuda vino, sin embargo, con un precio muy definido: para que Solidaridad lograra acceder a los contactos y las dotes persuasivas de Sachs, el gobierno tendría que adoptar lo que, en la prensa polaca, se daría en llamar «el Plan Sachs» o su «terapia de shoc.

La trayectoria en él marcada era aún más radical que la impuesta en Bolivia: además de la eliminación de los controles de precios de la noche a la mañana y del recorte drástico de subsidios y subvenciones, el Plan Sachs propugnaba la venta de las minas, los astilleros y las fábricas estatales al sector privado. 

 

Sachs y Lipton redactaron el plan de terapia de shock de la transición polaca en una sola noche. Constaba de quince páginas y, según afirmó Sachs, era «la primera vez, creo, que alguien había puesto por escrito un plan integral para la transformación de una economía socialista en una economía de mercado. de Sachs: el movimiento se había formado a raíz de una revuelta contra los drásticos aumentos de precios impuestos en su momento por los comunistas y ahora Sachs

les estaba diciendo que hicieran lo mismo pero a una escala mucho más generalizada. De hecho, les explicó que podrían salirse con la suya, precisamente, porque «Solidaridad contaba con un gran depósito de confianza entre la población, lo que era tan extraordinario como crucial»

Sachs solía referirse a Bolivia como el modelo que Polonia debía emular.

Hasta tal punto la mencionaba que los polacos se cansaron de oír hablar tanto de aquel lugar. «Me encantaría visitar Bolivia», explicó en una ocasión un dirigente de Solidaridad a un periodista. «Estoy seguro de que es un sitio encantador y muy exótico. Sólo que no quiero ver Bolivia aquí». Lech Walesa desarrolló un particular sentimiento de antipatía hacia Bolivia,


Al hablar de Bolivia, Sachs olvidó mencionar que para sacar adelante el programa de terapia de shock, el gobierno del país andino había tenido que imponer el estado de emergencia y, en dos ocasiones distintas, había secuestrado e internado a los dirigentes del sindicato principal (más o menos, del mismo modo que la policía secreta del Partido Comunista había raptado y encarcelado a los líderes de Solidaridad al amparo de una declaración de estado de emergencia no mucho antes).

 

UNA ADOPCIÓN MUY DUBITATIVA

 

Mazowiecki estaba a punto de anunciar el veredicto, pero, en medio de su trascendental discurso, antes de que hubiese podido abordar la cuestión más candente a la que se enfrentaba el país, algo empezó a ir mal. El primer ministro

comenzó a tambalearse, se aferró al atril y, según un testigo, «se puso pálido, bien"» respirando con dificultad, y se le oyó murmurar: "No me siento muy » Sus ayudantes lo retiraron rápidamente del hemiciclo y entre los 415 diputados

empezaron a desatarse los rumores. ¿Le había dado un ataque al corazón? ¿Lo habían envenenado? ¿Quiénes? ¿Los comunistas? ¿Los americanos?

Y, por fin, el veredicto: la economía de Polonia sería tratada de su propia fatiga aguda con una terapia de shock de una clase especialmente radical que incluiría «la privatización de las industrias estatales, la creación de mercados bursátiles y de capitales, una moneda convertible y una reconversión desde la industria pesada hacia la producción de bienes de consumo», además de «recortes presupuestarios», todo ello practicado a la mayor brevedad posible y de forma simultánea. todas las ayudas (y, en especial, los fondos del FMI) estaban estrictamente condicionadas a que Solidaridad se sometiera a la mencionada terapia de shock. Polonia se convirtió en un ejemplo de libro de la teoría de la crisis de Friedman.

Balcerowicz, el ministro de Economía de entonces, admitió posteriormente que la utilización de aquel contexto de emergencia había sido una estrategia deliberada, un modo -como todas las tácticas de shock- de dispersar la oposición.

Explicó que sí pudo hacer que se aprobaran políticas que estaban en las antípodas del proyecto propugnado por Solidaridad, tanto en el contenido como en la forma, fue porque Polonia se hallaba en un período que él calificó de

«política extraordinaria». Y definió esa situación como un momento de oportunidad efímera durante el que las reglas de la «política normal» (consultas, conversaciones, debates) dejan de tener validez (o, dicho de otro modo, como un

coto antidemocrático dentro de una democracia). -201-

 

Apenas dos meses después de que Polonia anunciara su aceptación de la terapia de shock, sucedió algo que cambiaría el curso de la historia y dotaría al experimento polaco de significación mundial.

En noviembre de 1989, el Muro de Berlín era derribado entre el júbilo popular, la ciudad se convertía en un festival de posibilidades y la bandera de la MTV era plantada entre los escombros, como si Berlín Este fuese la superficie de la Luna. De pronto, parecía que el mundo entero estaba viviendo el mismo tipo de existencia acelerada que los polacos: la Unión Soviética se hallaba al borde de la desmembración, el apartheid sudafricano daba sus últimos estertores y en América Latina, Europa del Este y Asia no dejaban de caer regímenes autoritarios. Además, conflictos bélicos de tan larga duración como los de Namibia y el Líbano estaban tocando a su fin.

Creció espectacularmente el conjunto de "países en transición" y cerca de cien de ellos (aproximadamente, unos 20 en América Latina, 25 en la Europa del Este y la antigua Unión Soviética, 30 en el África subsahariana, 10 en Asia y 5 en Oriente Medio) estaban atravesando algún proceso de mudanza espectacular de un modelo a otro.

 

Fue la Universidad de Chicago y el motivo que lo propició fue un discurso de Francis Fukuyama titulado «Are We Approaching the End of History?» Según Fukuyama, a la sazón uno de los principales encargados de la política del Departamento de Estado de Estados Unidos, la estrategia de los partidarios del capitalismo sin limitaciones era obvia: no discutir con los miembros del sector de la tercera vía, sino declararse victoriosos de antemano por si acaso. Fukuyama estaba convencido de que no debían abandonarse las posturas extremas, ni hablar de combinar lo mejor de dos mundos, ni tratar de buscar un acuerdo intermedio. La caída del comunismo, según explicó al público allí asistente, no nos estaba ideología" conduciendo «a un "fin de la ni a una convergencia entre capitalismo y socialismo, [...] sino a una victoria sin paliativos del liberalismo económico y político».

La charla había sido patrocinada por John M. Olin, uno de los más veteranos financiadores de la cruzada ideológica de Milton Friedman y costeador, también, de la explosión de think tanks de orientación derechista.

De ese modo, democracia y capitalismo radical no sólo habían quedado fundidos entre sí, sino también con la modernidad, el progreso y la reforma.

Aquel argumento constituía un magnífico ejemplo de la elusión de lo democrático en la que tanto esmero había puesto la Escuela de Chicago. Muy en el estilo de la privatización y el «libre comercio» que el FMI había introducido a hurtadillas en América Latina y en África bajo la tapadera de los programas de «estabilización» de emergencia, Fukuyama trataba de inyectar subrepticiamente el mismo tipo de (altamente controvertido) programa en la oleada prodemocrática que se alzaba desde Varsovia hasta Manila.

Tampoco fue casualidad que el Banco Mundial y el FMI escogieran aquel mismo año tan volátil para desvelar el llamado Consenso de Washington en un claro intento de poner freno a toda discusión y debate sobre cualesquiera ideas económicas que no estuvieran guardadas dentro de la caja de caudales del libre mercado. Aquéllas eran estrategias de contención de la democracia, destinadas a debilitar toda autodeterminación improvisada por tratarse ésta (entonces, como siempre) de la mayor amenaza para la cruzada de la Escuela de Chicago.

 

EL SHOCK DE LA PLAZA DE TIANANMEN

 

Dos meses después estallaba en Pekín un movimiento prodemocrático que organizó sentadas y manifestaciones masivas en la plaza de Tiananmen.

En China, el gobierno estaba haciendo precisamente eso, desligar ambos procesos: estaba realizando grandes esfuerzos para desregular los salarios y los precios y ampliar el  ámbito de acción del mercado, pero, al mismo tiempo,

estaba firmemente decidido a oponerse a toda reivindicación de elecciones democráticas o de reconocimiento de los derechos humanos.

En China, la democracia y la teoría económica de la Escuela de Chicago no estaban yendo de la mano, ni mucho menos, sino que ocupaban posiciones enfrentadas a uno y otro lado de las barricadas levantadas en torno a la plaza de Tiananmen. La definición de libertad según Friedman -en la que las libertades políticas son secundarias o, incluso, innecesarias en comparación con la libertad del

comercio sin restricciones-se ajustaba perfectamente al proyecto de futuro que tomaba forma por aquel entonces en el Politburó chino. El modelo que pretendía emular el gobierno chino no era el de Estados Unidos, sino, más bien, el del Chile de Pinochet: mercados libres combinados con un control político autoritario posibilitado por una represión de mano de hierro.

A finales de la década de 1980, Deng empezó a introducir medidas que resultaron marcadamente antipopulares, especialmente entre los trabajadores urbanos: se eliminaron los controles que pesaban sobre los precios, con lo que éstos se dispararon; se abolió la seguridad del empleo garantizado, lo que generó oleadas de desempleados, y se abrieron profundas desigualdades entre los ganadores y los perdedores del cambio hacia la nueva China. 

El mensaje de Friedman a Jiang tenía reminiscencias de aquel otro consejo que el propio economista había dado a Pinochet cuando el proyecto chileno empezó a ir de capa caída: no se pliegue a Las presiones y no se inmute. «Yo hice especial hincapié en la importancia tanto de la privatización y los mercados libres como del hecho de que se liberalizase de golpe», recordaba Friedman.

Friedman puso el acento en la necesidad de más (no de menos) terapia de shock. «Los pasos iniciales de China hacia la reforma han tenido un éxito espectacular. China puede hacer progresos aún más extraordinarios si pone más énfasis en los mercados privados libres.

El gobierno chino empezó a emular muchas de las tristemente famosas tácticas de Pinochet.


Recientemente, ha surgido otro análisis sobre el significado de lo acontecido en su momento enTiananmen que pone en cuestión la   versión mayoritaria y atribuye al friedmanismo un lugar central en aquella historia. Este relato alternativo ha sido propuesto, entre otros, por Wang Hui, uno de los organizadores de las protestas de 1989 y que es hoy uno de los más destacados intelectuales de la conocida

como «nueva izquierda» de China. En su libro China's New Order, publicado en 2003, Wang explica que los manifestantes reunían a una amplia representación de sectores diversos de la sociedad china y no sólo a estudiantes universitarios de élite: también había obreros industriales, pequeños empresarios y profesores.

Lo que encendió las protestas, según recuerda, fue el descontento popular con los cambios económicos «revolucionarios» de Deng, consistentes en una reducción salarial y una subida de precios, y que causaron «una crisis de despidos masivos y desempleo».  Según Wang, «estos cambios actuaron de catalizador de la movilización social de 1989» ¿debía el partido llevar adelante su programa de libre mercado a toda costa, lo que significaba pasar por encima de los cadáveres de los manifestantes si era necesario? ¿O debía ceder a las peticiones de democracia de éstos, ceder su monopolio sobre el poder y arriesgarse a un serio revés en su proyecto económico?

El Estado iba a proteger su programa de «reforma» económica aplastando a los manifestantes.

Como ya sucediera en América Latina, el gobierno reservó su

represión más dura para los obreros industriales, que representaban la amenaza más directa para el capitalismo desregulado.

«La mayoría de los arrestados y prácticamente todos los que fueron ejecutados eran obreros. El sometimiento sistemático de los detenidos a palizas y a torturas se convirtió en una práctica ampliamente publicitada con el fin evidente de aterrorizar a la población.

 

Cinco días después de la sangrienta ofensiva represora, Deng pronunció un discurso ante la nación y dejó meridianamente claro que lo que estaba protegiendo con aquella actuación no era el comunismo, sino el capitalismo.

Para Deng y el resto del Politburó, las posibilidades del libre mercado habían pasado a ser ilimitadas.

Del mismo modo que el terror de Pinochet había despejado las calles para dejar paso a su cambio revolucionario, Tiananmen había allanado el camino para la transformación radical sin que hubiera ya temor

alguno de rebelión. Si a los agricultores y a los obreros la vida les resultaba más difícil a partir de entonces, tendrían que aceptarlo en silencio o enfrentarse a la ira del ejército y de la policía secreta. Y así, con la población sumida en un estado de salvaje terror, Deng pudo emprender reformas más radicales que no había abordado hasta aquel momento.

«Es que la violencia de 1989 sirvió para frenar la agitación social originada por aquel proceso, por lo que el nuevo sistema de precios pudo tomar definitivamente forma. El shock de la masacre, fue el que hizo posible la terapia de shock.

«de ser necesario, no se escatimarán medios para eliminar cualquier posible agitación futura tan pronto como aparezca. Podrían así introducirse desde la ley marcial hasta otros métodos más severos.

Fue la oleada de reformas que transformó a China en el taller industrial de mano de obra barata del mundo y, en la ubicación preferida de las plantas de producción subcontratadas por prácticamente todas las multinacionales del planeta. Impuestos y aranceles reducidos, autoridades corruptibles y, por encima de todo, una mano de obra abundante y escasamente remunerada que, durante muchos años, no iba a querer arriesgarse a exigir salarios dignos ni las protecciones laborales más básicas por miedo a las más violentas represalias.

 

El 90% de los «milmillonarios» de China son hijos de funcionarios del Partido Comunista. Son en total, aproximadamente, unos 2.900. Estos vástagos del partido (conocidos como «los principitos») controlan una

riqueza valorada en unos 260.000 millones de dólares estadounidenses. Una puerta giratoria entre las élites empresariales y políticas que unen su poder para eliminar a los trabajadores como fuerza política organizada.

Una de las certezas que reveló Tiananmen fue la asombrosa similitud entre las tácticas del comunismo autoritario y las del capitalismo de la Escuela de Chicago por su voluntad común de hacer desaparecer a los oponentes, de borrar toda resistencia del panorama para empezar de nuevo.

 

Puede que, en Polonia, la terapia de shock fuese impuesta después de las elecciones, pero, en realidad, supuso una burla del proceso democrático, ya que contradijo directamente los deseos de la aplastante mayoría de los votantes que habían apoyado a Solidaridad.

La terapia de shock no había causado en Polonia los «trastornos momentáneos» que Sachs había previsto, sino una depresión en toda regla: la producción industrial se redujo en un 30% durante los dos años siguientes a la primera ronda de reformas.

El desempleo se disparó y, en 1993, ya había alcanzado el 25% en algunas zonas, un escenario desgarrador para un país que, durante el comunismo -y pese a los múltiples abusos y penurias de aquel régimen-, no tenía paro declarado. El desempleo ya no desaparecería ni siquiera cuando la economía nacional recuperó la senda del crecimiento, y acabaría enquistándose en forma de mal crónico. Según las cifras más recientes del Banco Mundial, Polonia tiene una tasa de paro del 20 %. Más espectacular todavía es el número de personas que se hallan en situación de pobreza: en 1989, el 15% de la población polaca vivía por debajo del límite de pobreza; en 2003, el 59% de la población polaca había caído por debajo del umbral.

El hecho de que fuese Solidaridad, el partido construido por los propios obreros manuales de Polonia, la que supervisara la creación de esa infraclase permanente representó una amarga traición que engendró un profundo sentimiento de cinismo e ira en el país que nunca ha llegado a disiparse del todo. Los dirigentes de Solidaridad suelen minimizar ahora las raíces socialistas del partido; Walesa ha llegado incluso a afirmar que él ya sabía en 1980 que «tendrían que construir el capitalismo». Karol Modzelewski, militante e intelectual de Solidaridad que pasó ocho años y medio en las cárceles comunistas, replica airado: «Yo no habría pasado ni una semana en prisión por el capitalismo, ¡menos aún ocho años y medio!»

Al ver que la recuperación prometida no llegaba, los miembros de Solidaridad se sintieron sencillamente confusos: ¿cómo podía haberles traído su propio movimiento un nivel de vida peor que el existente bajo el comunismo?

A finales de 1993, año en el que se produjeron casi 7.500 huelgas, el 62% de toda la industria de Polonia seguía siendo pública.

La oleada de huelgas salvó sin duda centenares de miles de empleos que se habrían perdido si todas esas empresas supuestamente ineficientes hubiesen cerrado o hubiesen sido sometidas a expedientes de regulación de empleo y a reducciones drásticas de plantilla para su posterior venta a manos privadas. Curiosamente, fue a partir de entonces cuando la economía de Polonia empezó a crecer con rapidez, lo que demostró, según el destacado economista polaco (y antiguo miembro de Solidaridad) Tadeusz Kowalik, que quienes tantoafán parecían poner en demostrar la ineficiencia y la obsolescencia de las empresas estatales estaban «evidentemente equivocados.

 

Capítulo 10: LA DEMOCRACIA QUE NACIÓ

ENCADENADA  -La libertad restringida de Sudáfrica-

 

En Sudáfrica, la mayor economía del continente africano, parecía que aún había personas que creían que la libertad también incluía el derecho a reclamar y redistribuir las ganancias obtenidas ilegítimamente por los opresores.


Durante tres décadas, el gobierno de Sudáfrica, dominado por los blancos de origen afrikáner y británico, ilegalizó el ANC y todos aquellos partidos políticos que se propusieran acabar con el apartheid.


Hartos de tanta paciencia y buen comportamiento, y dispuestos a hacer lo que fuera necesario para poner fin a la dominación blanca, los jóvenes radicales asombraron a sus padres por su intrepidez. 

Se lanzaban a las calles sin hacerse falsas ilusiones, cantando que «ni las balas ni los gases lacrimógenos nos detendrán». 

Sufrían una matanza tras otra, enterraban a sus amigos, pero seguían cantando y seguían acudiendo cada vez más.


Según se proclama en el Freedom Charter, «al pueblo le será restaurada la riqueza nacional de nuestro país, la herencia de los sudafricanos; la riqueza mineral del subsuelo, la banca y los monopolios serán transferidos a la propiedad conjunta de todo el pueblo; todos los demás sectores económicos y el comercio serán controlados para que contribuyan al bienestar del pueblo» 


Una reducida élite blanca había logrado amasar enormes beneficios con las minas, las granjas y las fábricas de Sudáfrica gracias a que el sistema impedía que la gran mayoría negra pudiese ser propietaria de tierras y, por tanto, se veía obligada a proporcionar su fuerza de trabajo por mucho menos de lo que realmente valía (sin olvidar que sus miembros eran tratados a golpes y encarcelados sí osaban rebelarse.


En las minas, los blancos cobraban salarios hasta diez veces superiores a los de los negros y, como en América Latina, los grandes industriales colaboraban estrechamente con el ejército para que éste se deshiciera de los trabajadores indisciplinados.

La libertad no llegaría sin más cuando los negros controlasen el Estado, sino cuando la riqueza del país que había sido ilegítimamente confiscada fuese recuperada para el conjunto de la sociedad y redistribuida entre ésta. Sudáfrica no podía continuar siendo un país con un nivel de vida californiano para los blancos y otro congoleño para los negros.


Eso fue lo que Mandela confirmó con la nota de dos frases que remitió desde prisión: el líder aún creía en el principio fundamental de que, sin redistribución, no habría libertad. Aquélla era una declaración con enormes implicaciones, sobre todo en un momento en el que tantos otros países se hallaban también «en transición». Si Mandela llevaba al ANC hasta el poder y nacionalizaba la banca y las minas, el precedente haría mucho más difícil que los economistas de la Escuela de Chicago pudiesen desechar sin más esa misma clase de propuestas en otros países tachándolas de reliquias del pasado y pudiesen afirmar tan insistentemente que sólo los mercados y el comercio libres y sin trabas tienen la capacidad de enderezar las desigualdades profundas.

 

Mientras estuvo en prisión, las revoluciones socialistas habían prendido y se habían apagado: el Che Guevara había sido abatido a tiros en Bolivia en 1967; Salvador Allende había muerto en el golpe de Estado de 1973; el héroe de la liberación de Mozambique y primer presidente del país, Samora Machel, había perecido en un misterioso accidente aéreo en 1986. El final de la década de los ochenta y el principio de la de los noventa habían sido el momento de la caída del Muro de Berlín, de la represión en la plaza de Tiananmen y del desmoronamiento del comunismo. 

Pero, pese a tanto cambio, era muy poco el tiempo disponible para ponerse al día: nada más ser liberado, Mandela tenía ante sí un pueblo al que conducir hacia la libertad evitando la guerra civil y el colapso económico (posibilidades con visos serios de realismo en aquel momento).

 

Podía haber empleado esa misma lógica para explicar por qué la deuda acumulada durante el apartheid era también una carga ilegítima que un gobierno nuevo y elegido por votación popular no debía soportar.


En los años que transcurrieron entre el momento en que Mandela escribió aquella nota desde la cárcel y la aplastante victoria electoral del ANC en 1994 (que llevó a Mandela a la presidencia del país), sucedió algo que convenció a las altas esferas de la jerarquía del partido de que no podían emplear su prestigio entre las bases populares de todo el mundo para reivindicar y redistribuir la riqueza robada del país. Finalmente, en lugar de hallar el punto medio entre California y el Congo, el ANC optó por un conjunto de políticas que dispararon la desigualdad y la delincuencia hasta tal punto que la línea divisoria de la Sudáfrica actual se asemeja más bien a la que separa Beverly Hills de Bagdad.


El país representa hoy en día un testamento vivo de lo que ocurre cuando la reforma económica es extirpada de la transformación política. En el plano político, el pueblo sudafricano dispone hoy del derecho de sufragio y de otros derechos fundamentales, y se rige por el principio de gobierno de la mayoría. Pero, en lo económico, Sudáfrica ha rebasado a Brasil como la sociedad con mayor desigualdad del mundo.


Uno de los grandes méritos del ANC fue la capacidad que demostró para negociar un traspaso relativamente pacífico del poder. No obstante, no supo impedir que los mandatarios sudafricanos de la era del apartheid causaran sus propios estragos al abandonar el gobierno.


La mayor parte de la atención, como era natural, se centró en las cumbres políticas al máximo nivel entre Nelson Mandela y F. W. de Klerk, líder del Partido Nacional.

La estrategia de De Klerk durante aquellas negociaciones consistió en preservar para los suyos todo el poder posible. Lo intentó todo (partir el país en una federación, asegurarse un poder de veto para los partidos minoritarios, reservarse un cierto porcentaje de los cargos gubernamentales y de la administración pública para cada grupo étnico) para impedir que imperara el principio de decisión por mayoría simple, porque estaba convencido de que éste conduciría a la aprobación de expropiaciones masivas de terreno y a la nacionalización de las grandes empresas. Como Mandela explicaría más tarde, «lo que el Partido Nacional trataba de hacer era mantener la supremacía blanca con nuestro consentimiento». De Klerk tenía armas y dinero para respaldar su posición, pero su oponente contaba con un movimiento de millones de personas. Mandela y su negociador principal, Cyril Ramaphosa, ganaron casi todos los asaltos.

 

A medida que las conversaciones políticas progresaban y se iba haciendo más evidente para el Partido Nacional que el parlamento acabaría claramente en manos del ANC, el partido de las élites de Sudáfrica empezó a concentrar su energía y su creatividad en las negociaciones económicas

Los blancos sudafricanos no habían podido impedir que los negros se hicieran con el control del gobierno, pero en lo tocante a salvaguardar la riqueza que habían amasado durante el apartheid, no iban a rendirse tan fácilmente.

En el proceso, el ANC olvidó protegerse frente a esa otra estrategia, mucho más insidiosa, y que consistía, esencialmente, en un elaborado plan para asegurarse de que las cláusulas económicas contenidas en el Freedom Charter no llegaran nunca a convertirse en ley en Sudáfrica.


Mientras ellos ideaban y ultimaban sus ambiciosos planes, el equipo que les representaba en la mesa de negociaciones económicas estaba aceptando concesiones que iban a hacer prácticamente imposible la implementación de los proyectos del ANC.

Para Padayachee y sus colegas, que creían fervientemente que la política monetaria tenía que estar al servicio de las «grandes metas del crecimiento, el empleo y la redistribución» que se marcase el nuevo gobierno, la postura del ANC no podía ofrecer lugar a dudas: «En Sudáfrica, no podía haber un banco central independiente». 

Si el banco central (que en Sudáfrica recibe el nombre de Reserve Bank -o Banco de la Reserva-) se gobernaba de forma separada al resto de la administración del Estado, el ANC podría ver seriamente restringida su capacidad para mantener las promesas recogidas en el Freedom Charter.

 

Era obvio que el Partido Nacional estaba tratando de abrir una especie de salida por la puerta de atrás para aferrarse al poder incluso después de perder las elecciones y ésa era una estrategia a la que había que oponerse a toda costa.

 

Cuando se enteró de que el banco central y el Ministerio de Economía y Hacienda iban a ser dirigidos por sus antiguos mandamases del apartheid, supo que «todo estaba perdido en cuanto a la transformación económica. Lo que ocurrió en aquellas negociaciones fue que el ANC se vio atrapado en una nueva clase de red tejida con normativas y regulaciones crípticas destinadas a confinar y constreñir el poder de los dirigentes electos.

 

«¡Eh, tenemos el Estado! ¿Dónde está el poder?». En el momento mismo en que

el nuevo gobierno trataba de materializar los sueños del Freedom Charter, descubrió que el poder estaba en otra parte.

 

¿Que quieren redistribuir tierras? Imposible. En el último momento, los negociadores accedieron a añadir una cláusula a la nueva constitución que protege toda la propiedad privada y hace prácticamente inviable cualquier intento de reforma agraria que pase por la redistribución de los terrenos de cultivo y pastoreo. ¿Que quieren crear empleos para millones de trabajadores en paro? No pueden. Centenares de fábricas estaban a punto de cerrar porque el ANC había suscrito el GATT, el acuerdo precursor de la Organización Mundial del Comercio, que ilegalizaba los subsidios a las plantas de producción de automóviles y a las industrias textiles. ¿Que quieren conseguir medicamentos gratuitos contra el sida para los townships, donde esa enfermedad se está extendiendo a una velocidad terrorífica? No, pues eso vulnera un compromiso de respeto de los derechos de la propiedad intelectual contenido en el acuerdo constitutivo de la OMC, en la que el ANC introdujo al país sin mediar debate público alguno, simplemente como continuación natural del GATT. ¿Qué necesitan dinero para construir más viviendas (y más grandes) para la población pobre y para llevar electricidad gratuita a los townships? Lo sentimos. El presupuesto está siendo consumido casi por completo por el pago de una enorme deuda transmitida, como quien no quiere la cosa, por el gobierno del apartheid. ¿Que quieren emitir más moneda? Vayan a decírselo al jefe del banco central, que es el mismo que había en la era del apartheid. ¿Agua gratuita para todo el mundo? Lo dudamos mucho. El Banco Mundial y el amplio contingente de economistas, investigadores y formadores que aquél tiene operativo en el propio país (una especie de autoproclamado «banco de conocimientos»), están haciendo de las sociedades privadas la norma en el sector servicios. ¿Que quieren imponer controles a la circulación de divisas para proteger al país de una especulación salvaje? Eso vulneraría el acuerdo de 850 millones de dólares firmado con el FMI (¡cómo no!) justo antes de las elecciones. ¿Aumentar el salario mínimo para reducir el diferencial de rentas heredado del apartheid? No. El acuerdo con el FMI nos compromete a promover la «contención salarial» Y ni se les ocurra ignorar estas obligaciones: cualquier modificación será considerada una muestra de nula fiabilidad, de falta de compromiso con la «reforma», de ausencia de un «sistema reglamentado». Todo eso provocará, a su vez, quiebras monetarias, recortes de las ayudas y huida de capitales. La conclusión principal era que Sudáfrica era libre, pero, al mismo tiempo, cautiva: cada una de aquellas misteriosas siglas y acrónimos representaba uno más de los hilos de la red que maniataba al nuevo gobierno.

 

 «Nunca nos liberaron. Lo único que hicieron fue quitarnos la cadena del cuello para ponérnosla en los tobillos».

"La transición «fue una advertencia del gran capital que nos dijo: "Nos quedaremos con todo y vosotros [el ANC] gobernaréis sólo nominalmente. Podéis tener poder político, podéis tener una fachada de gobierno, pero la acción de gobierno real se producirá en otra parte"

Fue el característico proceso de infantilización que tan común resulta en los llamados países «en transición»: a los nuevos gobiernos se les dan las llaves de la casa, pero no la combinación de la caja fuerte. -227-

 

¿Por qué no exigieron los militantes del movimiento que el ANC mantuviera las promesas contenidas en el Freedom Charter y por qué no se rebelaron contra las concesiones cuando se hicieron éstas?

 

«Y si la gente hubiese tenido la sensación de que aquello no iba bien, se habrían producido manifestaciones multitudinarias. Pero cuando los negociadores económicos

informaban de sus temas, todos creíamos que lo suyo era algo técnico; a nadie le

interesaba»

En aquellas reuniones «técnicas» se estaba decidiendo el verdadero futuro deL país, pero muy pocos se dieron cuenta de ello en aquel entonces.

Sudáfrica corrió un riesgo real de guerra civil durante todo el período de transición: los townships vivían aterrorizados por bandas armadas por el Partido Nacional, la policía seguía practicando matanzas, no dejaban de producirse asesinatos de líderes y dirigentes, y continuamente se hablaba de la posibilidad de que el país se sumiera por completo en un auténtico baño de sangre.

Los sudafricanos vivieron un constante estado de crisis. Tan pronto pasaban de la euforia de ver a Mandela libre a la indignación de saber que Chris Hani, un militante más joven que muchos esperaban que sucediera a Mandela como líder,

había sido asesinado a tiros por un pistolero racista.

Lo que no entendieron los activistas del ANC en aquel entonces era que lo que se estaba modificando en aquellas negociaciones era la naturaleza misma de la democracia, y se estaba alterando de tal manera que, en cuanto la red de limitaciones y constricciones hubiese caído sobre el país, no podría haber un más adelante.

 

Durante los dos primeros años de gobierno del ANC, el partido continuó intentando emplear los limitados recursos de los que disponía para cumplir con la promesa de la redistribución. Hubo un aluvión de inversiones públicas: se construyeron más de cien mil viviendas para las personas pobres y se realizaron millones de conexiones en hogares privados con las redes de agua, electricidad y teléfono. Pero, abrumado por la deuda y presionado internacionalmente para privatizar esos servicios, el gobierno pronto empezó a subir sus precios (repitiendo de nuevo la historia de siempre). Tras una década de gobierno del ANC, millones de personas han visto interrumpidos sus recién conectadas facturas. servicios de suministro de agua y electricidad por impago de las Al menos un 40% de las líneas telefónicas nuevas ya no estaban en servicio en 2003.15.


En cuanto a «las minas, la banca y los monopolios» que Mandela se había comprometido a nacionalizar, continuaron en manos de los mismos megas conglomerados (propiedad de accionistas mayoritarios blancos) que controlan, al mismo tiempo, el 75% de la Bolsa de Johannesburgo. En 2005, sólo el 4% de las empresas que cotizaban en dicho mercado bursátil eran propiedad exclusiva o mayoritaria de accionistas negros. En 2006, la propiedad del 70% del terreno de Sudáfrica estaba todavía monopolizada por los blancos, que sólo constituyen el 10% de la población. Pero lo más triste es lo que se ha producido en el ámbito sanitario, donde el gobierno del ANC ha dedicado mucho más tiempo a negar la gravedad de la crisis del sida que a obtener fármacos que salven la vida de los 5 millones aproximados de personas que están infectadas con el VIH (aun cuando, a principios de 2007, parecían discernirse algunos indicios positivos de progreso en ese sentido) De todos modos, quizás la siguiente sea la estadística más impactante de todas: desde 1990, año en que Mandela salió de la cárcel, la esperanza de vida media de los sudafricanos ha descendido en trece años.

En lugar de convertir la redistribución de la riqueza ya existente en el país (el núcleo del Freedom Charter con el que se había presentado a las elecciones y las había ganado) en el punto central de su política, el ANC aceptó al acceder al gobierno la lógica dominante de que su única esperanza era buscar inversores extranjeros que generasen nueva riqueza cuyos beneficios acabasen filtrándose también hacia los más pobres. Pero para que ese modelo de enriquecimiento por filtración descendente tuviese la más mínima posibilidad de funcionar, el gobierno del ANC tenía que modificar radicalmente su conducta para hacerse atractivo a esos inversores.

Ésa no era tarea fácil, como bien había podido comprobar Mandela al salir de prisión. Nada más ser liberado, la Bolsa sudafricana se desplomó presa del pánico; la moneda sudafricana, el rand, también cayó un 10%. Unas semanas después, De Beers, la gran corporación empresarial de los diamantes, trasladó su sede central de Sudáfrica a Suiza. Esa especie de castigo inmediato propinado por los mercados habría sido inimaginable tres décadas antes, cuando Mandela fue encarcelado. En los años sesenta, era inconcebible que las multinacionales cambiasen de nacionalidad a su antojo y el sistema monetario mundial continuaba aún firmemente ligado al patrón oro. Treinta años después, todos los controles que pesaban sobre la moneda de Sudáfrica habían sido levantados, habían desaparecido las barreras al comercio y la mayor parte de las operaciones de compraventa eran de carácter especulativo a corto plazo.

La estampida con la que fue recibida la liberación de Mandela fue sólo el comienzo de lo que se convirtió en un juego de llamadas y respuestas entre los dirigentes del ANC y los mercados financieros: un diálogo de shocks que adiestró al partido en las nuevas reglas del juego. Cada vez que un destacado alto cargo del partido decía algo que insinuase que el aciago Freedom Charter podía acabar convirtiéndose en política del nuevo gobierno, el mercado respondía con un shock que hacía que el rand entrase en caída libre. 

Las reglas eran sencillas y crudas (el equivalente electrónico de un conjunto de gruñidos monosilábicos): ¿justicia?, cara, vender; ¿statu quo?, bueno, comprar. Cuando, al poco de su liberación, Mandela volvió a declararse favorable a la nacionalización con motivo de un almuerzo privado con destacados empresarios, «el All-Gold Index * cayó un 5%

De todas las limitaciones impuestas sobre el nuevo gobierno, fue la de los mercados la que resultó más restrictiva, y ahí radica, en cierto sentido, el secreto del capitalismo sin trabas: en su capacidad para autoimponerse.

En cuanto los países se abren a los temperamentales estados de ánimo de los mercados globales, toda desviación de la ortodoxia de la Escuela de Chicago es castigada al instante por los operadores de Nueva York y Londres, que apuestan contra la moneda del país infractor y ocasionan con ello una profundización de su crisis y una necesidad de mayores préstamos, con las consiguientes condiciones añadidas que éstos llevan inscritas. Mandela se dio cuenta de la trampa en 1997, cuando declaró ante el congreso nacional del ANC que «la movilidad misma del capital y la globalización de los mercados de capital y de otros bienes y servicios imposibilitan que los países puedan, por ejemplo, decidir su política económica

sin considerar antes la respuesta probable de esos mercados.

Así pues, en lugar de exigir la nacionalización de las minas, Mandela y Mbeki empezaron a reunirse de forma regular con Harry Oppenheimer, ex presidente de las gigantes mineras Anglo-American y De Beers, auténticos símbolos económicos del régimen del apartheid. Poco después de las elecciones de 1994, llegaron incluso a remitir el programa económico del ANC a Oppenheimer para que éste diera su visto bueno y, posteriormente, realizaron varias revisiones para acomodar las puntualizaciones de éste, así como las de otros destacados empresarios e industriales.


Mandela, en su primera entrevista postelectoral como presidente, se distanció cuidadosamente de sus anteriores declaraciones a favor de la nacionalización. 

El mercado no dejaba de infligirle sus consabidos y dolorosos shocks: en 1996, en sólo un mes, la cotización del rand cayó un 20%, y la hemorragia de capitales no cesaba porque los intranquilos ricos sudafricanos preferían poner su dinero a buen recaudo en bancos extranjeros.

El ANC necesitaba un plan económico completamente nuevo: algo atrevido y sorprendente, algo que transmitiese a los mercados, por medio de los grandes y desmesurados brochazos que éstos entendían mejor, que el ANC estaba dispuesto a adherirse al Consenso de Washington.

Al igual que en Bolivia, donde el programa de la terapia de shock fue

preparado con todo el secretismo propio de una operación militar secreta, en

Sudáfrica sólo un reducido grupo de colegas más allegados a Mbeki supo que se

estaba elaborando un nuevo programa económico que difería en gran medida de

las promesas que los jerarcas de su partido habían estado haciendo durante las

elecciones de 1994.

Todas las personas de aquel equipo, según escribió Gumede, «juraron guardar el secreto y todo el proceso estuvo envuelto en la más estricta confidencialidad para que el ala izquierda del partido no tuviese siquiera sospecha del plan de Mbeki. «aquélla fue una verdadera "reforma desde arriba", en la que se llevaron hasta el extremo los argumentos favorables al aislamiento y la autonomía de los decisores políticos con respecto a las presiones populares. 


En plena vigencia del nuevo orden democrático, el partido optaba por ocultar sus planes económicos a su propio comité central.


Se trataba de un programa de terapia de shock neoliberal para Sudáfrica que proponía más privatización, recortes en el gasto público, «flexibilidad» laboral, mayor libertad comercial e, incluso, controles más laxos sobre los flujos monetarios. Durante el acto de presentación pública del nuevo plan, Mbeki bromeó diciendo: «Pueden llamarme thatcherista, si así gustan.

Cuando los economistas instan a los países a anunciar un paquete de medidas de terapia de shock generalizada, su consejo se basa en parte en la conveniencia de imitar esos acontecimientos dramáticos de los mercados y provocar una estampida (aunque, en ese caso, en lugar de vender acciones de una empresa, lo que se vende es un país entero. ¡Compren participaciones argentinas!»,

«¡Compren bonos bolivianos!». Un enfoque más lento y cuidadoso podría

resultar menos brutal, pero privaría al mercado de esas burbujas especulativas

durante las que se gana dinero de verdad. La terapia de shock siempre supone

una apuesta destacada en un juego de azar, pero en Sudáfrica no salió bien: el

grandilocuente gesto de Mbeki no logró atraer inversiones a largo plazo y

propició únicamente apuestas especulativas que acabaron devaluando aún más la

moneda.

 

EL SHOCK DE LAS BASES

 

Desai pasó tiempo en la cárcel durante la lucha de liberación y hoy encuentra paralelismos entre la psicología de las prisiones y la conducta del ANC en el gobierno. En prisión, dijo, «si sabes complacer al carcelero más que los demás, obtienes un mejor estatus. Y esa lógica obviamente se trasladaba a algunas de las cosas que hacíamos en la sociedad sudafricana. Queríamos demostrar, en cierto sentido, que éramos mucho mejores presos. Incluso diría que presos mucho más

disciplinados que los de otros países».


La mentalidad disciplinaria se hizo extensiva a todos los aspectos de la transición, incluido el de la búsqueda de justicia. Tras años oyendo testimonios de torturas, asesinatos y desapariciones, la Comisión de la Verdad pasó a centrarse en la cuestión de qué clase de gestos podían servir para poner remedio (aunque fuera siquiera de manera simbólica) a las injusticias.

Algunos comisionados eran de la opinión de que las grandes empresas

multinacionales que se habían beneficiado con el apartheid eran las que debían

ser obligadas a pagar esas reparaciones. Pero, al final, la Comisión de la Verdad

y la Reconciliación únicamente recomendó un modesto impuesto puntual sobre

los beneficios empresariales de un 1% a pagar en una sola vez y destinado a

recaudar dinero para las víctimas. «El presidente decidió que las

empresas no rindiesen cuentas de nada»,

El arzobispo Desmond Tutu, planteó ante los periodistas asuntos aún no resueltos desde el punto de vista de la libertad. «¿Me pueden explicar cómo es que hoy, casi diez años después de haber alcanzado la libertad, las personas negras continúan levantándose por la mañana en sus míseras casas del gueto?Luego, van a trabajar a las mansiones de la ciudad (que siguen siendo mayoritariamente blancas) y, cuando acaba el día, ¿regresan de nuevo a dormir a la miseria de donde salieron esa mañana? Lo que no entiendo es cómo esas personas no dicen, simplemente: "Al diablo con la paz; al diablo con Tutu y con la Comisión de la Verdad"»

Si pudiera rehacer el proceso de nuevo, según Sooka, «lo llevaría adelante de un modo totalmente distinto. Me centraría en los sistemas del apartheid: examinaría la cuestión de la tierra, investigaría sin duda el papel de las multinacionales, me fijaría (y mucho) en lo que hizo la industria minera en su momento, porque creo que ése es el mal real de Sudáfrica. [...] Estudiaría los efectos sistemáticos de las políticas del

apartheid y dedicaría una única sesión a la tortura, porque creo que cuando nos

centramos en la tortura y no en los intereses a los que ésta servía, es cuando

empezamos a alterar la historia verdadera».

 

INDEMNIZACIONES A LA INVERSA

 

El hecho de que el ANC descartase la petición de reparaciones a cargo de

las empresas que realizó la comisión es especialmente injusto, según apuntó

Sooka, porque el gobierno sigue pagando religiosamente la deuda heredada del

apartheid. Durante los primeros años inmediatamente siguientes al traspaso del

poder, esa deuda le costó al nuevo ejecutivo 30.000 millones de rands anuales

(unos 4.500 millones de dólares estadounidenses), una cantidad que contrasta

acusadamente con los escasos 85 millones de dólares que el gobierno acabaría

pagando en total a las más de 19.000 víctimas de los asesinatos y las torturas del

apartheid y a sus familias.

Pese al reconocimiento por parte del propio Mandela de que el pago de las

facturas del apartheid se ha convertido en una carga monstruosa, el partido ha

rechazado de plano toda sugerencia de impago de éstas. Existe temor a que, aun

cuando hay un sólido fundamento legal para alegar que dichas deudas son

«odiosas», todo intento o anuncio de impago haga que la imagen de Sudáfrica se

radicalice peligrosamente a ojos de los inversores y, como consecuencia,

provoque un nuevo shock en los mercados.

 

Lo que más enfurece a los activistas como Brutus de la decisión del ANC

de seguir pagando la deuda es el sacrificio tangible que hay que hacer para

cumplir con cada pago. Por ejemplo, entre 1997 y 2004, el gobierno sudafricano

vendió 18 empresas de propiedad estatal y recaudó 4.000 millones de dólares por ellas, pero casi la mitad del dinero se destinó a pagar la deuda.

Dicho de otro modo, el ANC no sólo renegó en su momento de la promesa original de

«nacionalización de las minas, la banca y los monopolios», sino que, por culpa

de la deuda, estaba haciendo justamente lo contrario: vender activos nacionales

para devolver las deudas adquiridas por sus opresores.

¿adónde está yendo exactamente a parar el dinero? Durante las negociaciones de la transición, el equipo de F. W de Klerk exigió que todos los funcionarios públicos tuvieran garantizados sus puestos de trabajo durante y después del traspaso de poder; si alguno de ellos quería irse, argumentaron, debería ser compensado con una generosa pensión vitalicia.

La concesión significaba en la

práctica que el nuevo gobierno del ANC iba a soportar el coste de dos

administraciones públicas: la suya propia y una especie de gobierno blanco en la

sombra aunque éste estuviera oficialmente fuera del poder. El 40% de los pagos anuales que el gobierno realiza en concepto de devolución de la deuda van a

parar al ingente fondo de pensiones del país. La abrumadora mayoría de los

beneficiarios de éste son ex empleados públicos del apartheid.

Al final, Sudáfrica ha acabado asumiendo un retorcido caso de indemnizaciones a la inversa: las empresas blancas que tan cuantiosos beneficios extrajeron de la mano de obra negra durante los años del apartheid no están pagando ni un céntimo en reparaciones, pero las víctimas del apartheid continúan satisfaciendo las elevadas nóminas de quienes las discriminaban.


 ¿Y de dónde recaudan el dinero para tamaña generosidad? En Sudáfrica, el desmantelamiento del Estado y el pillaje de las arcas públicas continúa aún hoy en dí Con esa idea en mente, ha presentado un proyecto para transformar Kliptown en una especie de parque temático del «Estatuto de la Libertad»: «un destino turístico de primera clase y escenario destacado de nuestra herencia histórica que ofrecerá a los visitantes locales e internacionales una experiencia única», y que incluirá un museo, un centro comercial dedicado al tema de la libertad y un hotel de cristal y acero (el Freedom Hotel). Lo que hoy es un suburbio marginal está, pues, destinado a reconvertirse «en un deseoso [por "deseable"] y próspero» barrio residencial de Johannesburgo, si bien muchos de sus vecinos actuales serán realojados en suburbios marginales de menor trascendencia histórica. tras tantos experimentos fallidos de la ortodoxia chicaguense, es aún más posible que los soñadores de verdad sean aquellos que aún creen que un plan como el del parque temático del Freedom Charter, que ha servido para que las grandes empresas hayan sido destinatarias de nuevas dádivas del Estado a costa de un mayor desposeimiento de las personas más necesitadas, solucionará los acuciantes problemas sanitarios y económicos de los 22 millones de sudafricanos que aún viven en la pobreza.


Tras más de una década transcurrida desde que Sudáfrica emprendió su

decidido giro hacia el thatcherismo, los resultados de este experimento de

justicia por filtración descendente son escandalosos: · Desde 1994, año en que el

ANC asumió el poder, se ha duplicado el número de personas con ingresos

diarios inferiores a 1 dólar, que ha pasado de los 2 millones de entonces a los 4

millones de2006. Entre 1991 y 2002, el índice de desempleo de los sudafricanos ha crecido de un 23% a un 48% (más del doble).


De los 35 millones de ciudadanos negros de Sudáfrica, sólo 5.000 ganan más de 60.000 dólares anuales. El número de blancos que supera ese umbral de ingresos es veinte veces superior y muchos superan holgadamente esa cantidad.

· El gobierno del ANC ha construido 1,8 millones de viviendas, pero, durante ese mismo período, 2 millones de personas han perdido sus hogares. Cerca de 1 millón de personas han sido desalojadas de sus granjas y explotaciones agrícolas durante la primera década de democracia. Esos desalojos han comportado que el número de chabolistas haya aumentado en un 50%. En 2006, más de uno de cada cuatro sudafricanos vivían en chabolas situadas en poblados no regulados de las afueras de las grandes ciudades, muchos de ellos sin agua corriente ni electricidad -240-

 

El argumento más convincente para abandonar las promesas de redistribución contenidas en el Freedom Charter fue el menos imaginativo: era lo que hacía todo el mundo.


El mensaje que los dirigentes del ANC estaban recibiendo desde un principio de los «gobiernos occidentales, el FMI y el Banco Mundial. Éstos les decían: "El mundo ha cambiado; nada de ese rollo de izquierdas tiene ya significado alguno; éste es el

único juego al que se puede jugar ahora.


 

Capítulo 11: UNA JOVEN DEMOCRACIA ENVIADA A LA HOGUERA - Rusia escoge «la opción Pinochet»



 

Hasta el inicio de la década de los noventa y gracias a sus políticas gemelas de glasnost (apertura) y perestroika (reorganización), Gorbachov había conducido a la Unión Soviética a través de un admirable proceso de democratización: se había establecido la libertad de prensa, se habían elegido libremente los miembros del parlamento ruso, los gobiernos municipales, y el presidente y el vicepresidente del país, y el Tribunal Constitucional era ya un órgano independiente

En cuanto a la economía, Gorbachov guiaba el país hacia una combinación entre el libre mercado y un sistema fuerte de protección socialmanteniendo ciertas industrias clave bajo control público; ése era un proceso que, según sus propias predicciones, tardaría entre diez y quince años en completarse. Su objetivo final era construir un sistema socialdemócrata siguiendo el modelo escandinavo: «un foco de inspiración socialista para toda la humanidad.

 

Lo que sucedió en la reunión del G-7 en 1991 fue totalmente inesperado. El mensaje casi unánime que Gorbachov recibió de sus homólogos de las grandes potencias industriales fue que, si no aceptaba una terapia de shock económica radical de inmediato, éstas cortarían la cuerda y le dejarían caer. «Sus sugerencias respecto al ritmo y a la metodología de la transición fueron increíbles», escribiría más tarde Gorbachov sobre aquel acontecimiento.

 

La Unión Soviética tenía que seguir el camino abierto por Polonia, pero con un calendario aún más apretado y veloz.

Recibió las mismas órdenes del FMI, el Banco Mundial y todas las principales instituciones de préstamos.

Cuando ese mismo año, unos meses más tarde, Rusia pidió una condonación parcial de la deuda para capear un catastrófico temporal económico interno, la respuesta implacable que obtuvo fue que las deudas estaban para ser saldadas.

 

(La disolución de la Unión Soviética, el rápido proceso por el que la figura de Yeltsin eclipsó la de Gorbachov y la tumultuosa trayectoria de la terapia económica de shock en Rusia) es un capítulo bien documentado de la historia contemporánea. 

Su relato se explica, demasiado a menudo, con el desabrido lenguaje de la «reforma», una narración tan genérica que ha ocultado uno de los mayores crímenes cometidos contra una democracia en la historia moderna

 

Para imponer un programa económico como el de la Escuela de Chicago, había que interrumpir el pacífico y esperanzador proceso iniciado por Gorbachov para, acto seguido, invertirlo radicalmente.

 

Imponer la terapia de shock defendida por el G-7 y el FMI era por la fuerza (como también sabían muchos de los occidentales que presionaban a favor de esa clase de políticas.

Dos semanas después de que el Comité del Nobel hubiera dado por concluida la Guerra Fría, The Economist animaba a Gorbachov a seguir el modelo de uno de los más

tristemente célebres asesinos de aquel conflicto bipolar.  El apartado final del artículo, encabezado por una reveladora pregunta a modo de título («Mikhail Sergeevich Pinochet?

 

 La oportunidad de la Unión Soviética para adoptar lo que podríamos denominar el enfoque Pinochet de la economía liberal.

 

La idea de un golpe de Estado para librarse del lento Gorbachov, pero preocupaba el hecho de que los oponentes del presidente soviético «carecieran del sentido común y los apoyos necesarios para barajar y aprovechar la opción Pinochet». 

Deberían seguir el modelo de «un déspota que realmente supo cómo organizar un golpe: el general chileno retirado Augusto Pinochet.

 

Gorbachov se encontró enseguida frente a un adversario que estaba más que

dispuesto a desempeñar el papel de Pinochet ruso: Boris Yeltsin.

 

Yeltsin siempre se había comportado como una especie de «anti-Gorbachov».

 

Si Gorbachov proyectaba corrección y sobriedad (una de sus medidas más controvertidas había sido una agresiva campaña contra el consumo de vodka), Yeltsin era un famoso glotón y un consumado bebedor.

 

Yeltsin asestó una estocada política maestra

Formó una alianza con otras dos repúblicas soviéticas y, con ello, provocó la brusca disolución de la Unión Soviética y forzó la dimisión de Gorbachov. 

La abolición de la URSS, «el único país que la mayoría de los rusos había conocido» hasta entonces, supuso un fuerte impacto para la psique colectiva rusa y, según el politólogo Stephen Cohen, fue el primero de los «tres shocks traumáticos» que los rusos habrían de soportar en los tres años siguientes.

 

Yeltsin quería algo más que asesoramiento: pretendía obtener la misma

recaudación de fondos en bandeja de plata que Sachs le había servido a Polonia.

 

«Nuestra única esperanza -diría Yeltsin-era que se cumplieran rápidamente las

promesas del G-7 y que nos facilitaran de inmediato grandes sumas de ayuda financiera.». Sachs le explicó a Yeltsin que confiaba en que, si Moscú se mostraba dispuesta a adoptar el enfoque para establecer una economía capitalista en Rusia, él sería capaz de recaudar en torno a 15.000 millones de dólares. Para ello tendrían que ser ambiciosos y moverse con rapidez

 

La conversión de Rusia al capitalismo tuvo mucho en común con los métodos corruptos que habían desatado las protestas de la plaza de Tiananmen en China.

 

Yeltsin demostró tener mucha prisa. A finales de 1991, acudió al parlamento donde presentó una propuesta muy poco convencional: si le otorgaban un año de poderes especiales (con los que emitir leyes por decreto sin necesidad de someterlas a aprobación parlamentaria), él resolvería la crisis económica y les devolvería un sistema pujante y saludable.

 

Yeltsin solicitaba con aquella proposición, el mismo poder ejecutivo del que disponen los dictadores.

 

«Por primera vez, Rusia tendría en su gobierno a un equipo de liberales que se declaran seguidores de la Escuela de Chicago de Milton Friedrnan. 

 

Sus políticas iban a ser «muy claras: "estabilización financiera estricta" con acuerdo a fórmulas de "terapia de shock.

Trataran de construir un sistema pinochetista de fabricación casera, en el que el papel de los Chicago Boys chilenos sea ejercido aquí.

A fin de proporcionar sus propios refuerzos ideológicos y técnicos a los Chicago Boys de Yeltsin, el gobierno estadounidense aportó y sufragó sus propios expertos en transiciones, a los que se asignaron tareas diversas: desde la redacción de decretos de privatización hasta la puesta en marcha de una bolsa del estilo de la de Nueva York, pasando por el diseño de un mercado ruso de fondos de inversión

 

Sachs desempeñó dos papeles distintos en la reforma rusa: empezó como asesor independiente de Yeltsin para pasar luego a convertirse en supervisor de la nutrida avanzadilla de Harvard en Rusia, sufragada con fondos del gobierno estadounidense.

 

Como ya había ocurrido en otros países, un corrillo de autoproclamados «revolucionarios» se reunían en secreto para elaborar un programa económico de signo radical. 

Dmitri Vasiliev, una de las figuras clave de los reformadores, lo recordaba así: «Al principio, no teníamos ni un mísero empleado, ni siquiera una secretaria. 

No disponíamos de material, ni siquiera de fax. Y en esas condiciones, en apenas mes y medio, tuvimos que redactar un plan integral de privatizaciones, tuvimos que elaborar veinte leyes normativas. 

 

El 28 de octubre de 1991, Yeltsin anunció el levantamiento de los controles de precios y se atrevió a predecir que «la liberalización de los precios pondrá cada cosa en el lugar que le corresponde.

El programa de terapia de shock contenía una serie de políticas de fomento del libre comercio, así como la primera fase del fuego graneado de privatizaciones de las (aproximadamente) 225.000 empresas de propiedad estatal con que contaba el país. 

 

Consistente en desencadenar un cambio tan súbito y rápido que no hubiera resistencia posible al mismo.

 

Los rusos no querían que su economía fuese organizada por un comité central comunista, pero la mayoría seguían creyendo firmemente en la redistribución de

la riqueza y en la necesidad de un papel activo del Estado. 

 

Al igual que los partidarios de Solidaridad en Polonia, el 67% de los rusos declaraba en los sondeos realizados en 1992 que las cooperativas de trabajadores eran la forma más equitativa de privatizar los activos del Estado comunista y un 79% decía que el mantenimiento del pleno empleo debía ser una función central del gobierno.

 

«La situación más favorable para la reforma» es aquélla en la que «la población está cansada, agotada.Una abrumadora mayoría de los rusos -el 70%- se oponían al levantamiento de los controles de precios.

 

Joseph Stiglitz, que, por aquel entonces, ejercía de economista principal en el Banco Mundial, resumió la mentalidad que guiaba a los «terapeutas» del shock: «Sólo una táctica de Blitzkrieg durante la "ventana de oportunidad" abierta por la "neblina de la transición" permitiría que los cambios pudiesen realizarse antes de que la población tuviera posibilidad alguna de organizarse para proteger sus propios intereses creados previos»:  En resumidas cuentas, la doctrina del shock.

 

La lógica que había detrás de esta «destrucción creativa» (tal como se la denominaba) apenas generó creación, pero sí que dio pie a un proceso destructivo en espiral.

 

Tras sólo un año, la terapia de shock ya se había cobrado un peaje devastador: millones de rusos de clase media perdieron los ahorros de toda su vida cuando el dinero perdió su valor y los bruscos recortes de los subsidios provocaron que millones de trabajadores no cobrasen salario alguno durante meses. un tercio de la población cayó por debajo del umbral de pobreza. 

La clase media se veía obligada a vender sus pertenencias personales en puestos callejeros improvisados, mientras los economistas de la Escuela de Chicago ensalzaban aquellos actos como síntomas de un gran «espíritu emprendedor. 

 

Los rusos acabaron recuperando la orientación y empezaron a exigir el fin de aquella sádica aventura económica («No más experimentos» era uno de los graffitis más populares en el Moscú de la época). 

 

Presionado por los votantes, el parlamento electo del país -el mismo órgano que había apoyado el ascenso al poder de Yeltsin-decidió que había llegado la hora de frenar al presidente y a sus sucedáneos de Chicago Boys. 

En diciembre de 1992, los parlamentarios votaron la destitución de Yegor Gaidar y, tres meses después, en marzo de 1993, aprobaron revocar los poderes especiales que habían concedido a Yeltsin para que éste impusiera sus leyes económicas por decreto. 

 

Se había agotado el período de gracia y los resultados habían sido pésimos; a partir de aquel momento, las leyes tendrían que pasar por el parlamento, una medida común y convencional en cualquier democracia liberal, y que se ajustaba, además, a los procedimientos fijados en la constitución rusa.

Yeltsin se había acostumbrado a sus poderes incrementados y había dado ya síntomas de considerarse más como un monarca (se había aficionado incluso a llamarse a sí mismo Boris I) que como un presidente. 

Así que tomó represalias contra el «motín» del parlamento apareciendo en televisión y declarando el estado de emergencia, por el que (muy oportunamente) se restablecían sus poderes imperiales.

 

Tres días después, el independiente Tribunal Constitucional ruso (cuya creación había sido uno de los avances democráticos más significativos de Gorbachov) sentenció por 9 a 3 que la usurpación de competencias de Yeltsin vulneraba en ocho puntos distintos la constitución que había jurado respetar.

Occidente apoyó decididamente a Yeltsin, a quien se le seguía atribuyendo el papel de un progresista «genuinamente comprometido con la libertad y la democracia.

La mayor parte de la prensa occidental también se alineó con Yeltsin.

El Washington Post optó por calificar a los parlamentarios de Rusia de «antigubernamentales», como si se tratara de unos intrusos que no formasen parte también del sistema de gobierno de la nación en sentido amplio. 

Yeltsin respondió tratando de eliminar el parlamento. Organizó apresuradamente un referéndum (que la prensa nacional rusa respaldó al más puro estilo orwelliano) en el que preguntó a los votantes si estaban de acuerdo en disolver el parlamento y convocar elecciones inmediatas.

La participación de los votantes no alcanzó el mínimo requerido para validar el mandato que Yeltsin necesitaba. Aun así, se proclamó victorioso aduciendo que aquel ejercicio había demostrado que el país estaba con él.

 

Lawrence Summers, subsecretario del Tesoro estadounidense, advirtió de que «la reforma rusa ha de recibir un nuevo impulso y ha de intensificarse para asegurarse un apoyo multilateral sostenido. 

El FMI captó el mensaje y filtró a la prensa que uno de los préstamos prometidos (de 1.500 millones de dólares) iba a ser rescindido porque el Fondo estaba «insatisfecho con la marcha atrás que Rusia estaba dando a las reformas».

Piotr Aven, el ex ministro de Yeltsin, dijo: «La obsesión maníaca del FMI por la política presupuestaria y monetaria, y su actitud absolutamente superficial y formalista en todo lo demás [...] tuvieron un papel nada desdeñable en lo que sucedió. 

 

Yeltsin, confiado en que contaba con el apoyo de Occidente, adoptó su primer paso irreversible hacia lo que hoy se conoce abiertamente como la «opción Pinochet»:

emitió el decreto 1.400, que abolía la constitución y disolvía el parlamento.

 

Dos días después, el parlamento votaba por 636 a 2 en una sesión extraordinaria

destituir a Yeltsin por su vergonzosa acción (equiparable a que, en Estados Unidos, el Congreso hubiese sido disuelto unilateralmente por el presidente). 

 

El vicepresidente Aleksandr Rutskoi anunció que Rusia ya había «pagado un precio

muy caro por culpa del aventurismo político» de Yeltsin y los reformadores.

Clinton siguió dándole su respaldo y el Congreso estadounidense votó a favor de la concesión al presidente ruso de 2.500 millones de dólares en concepto de ayuda. 

 

Envalentonado, Yeltsin envió tropas para que rodearan el parlamento e hizo que el gobierno municipal cortara la electricidad, la calefacción y las líneas telefónicas de la Casa Blanca (la sede parlamentaria. los partidarios de la democracia rusa «acudieron

por millares para tratar de romper el bloqueo. 

Durante dos semanas, se celebraron manifestaciones pacíficas frente a los soldados y a las fuerzas policiales, lo que permitió un desbloqueo parcial del edificio; algunas personas pudieron llevar comida y agua al interior

El único compromiso que podría haber resuelto la confrontación habría sido acordar la celebración de elecciones anticipadas.

 

PERO llegaron noticias de Polonia y del decisivo castigo que los electores habían infligido a Solidaridad, el partido que les había traicionado trayéndoles la terapia de shock.

Tras comprobar la hecatombe de Solidaridad en las urnas, Yeltsin y sus

asesores occidentales tuvieron muy claro que unas elecciones anticipadas serían

excesivamente arriesgadas.

En Rusia, eran demasiadas las riquezas que todavía pendían de un hilo: inmensos yacimientos petrolíferos, un 30% aproximado de las reservas mundiales de gas y un 20% del níquel del planeta, por no hablar de las fábricas de armamento y del aparato mediático del Estado con el que el Partido Comunista había controlado a una población tan numerosa.

 

Yeltsin abandonó las negociaciones y se preparó para la guerraComo acababa de duplicar los salarios de los militares, tenía a la mayoría del ejército de su lado, así que ordenó «rodear el parlamento con miles de agentes del Ministerio del Interior, alambre de espino y tanquetas antidisturbios, e impedir el paso a todo el mundo».

EL Vicepresidente Rutskoi, principal rival de Yeltsin en el parlamento, había armado a sus guardias y había acogido a los nacionalistas protofascistas en su bando. 

Rutskoi instó a sus partidarios a «no dar un momento de tregua» a la «dictadura» de Yeltsin. La multitud de los partidarios del parlamento «marchó sobre el centro emisor de televisión de Ostankino para exigir que se anunciara la noticia. 

Algunas de las personas que participaron en aquella marcha iban armadas, pero la mayoría no. Había también niños entre el gentío. Pero las tropas de Yeltsin les cortaron el paso y las ametrallaron». Unos cien manifestantes y un soldado murieron en aquel incidente.

 

El siguiente paso emprendido por Yeltsin fue disolver todos los consistorios municipales y los consejos regionales del país. La joven democracia rusa iba a ser destruida pieza a pieza. Las decisiones que precipitaron la crisis fueron la

disolución ilegal del parlamento decretada por Yeltsin y el desacato de éste a las

sentencias del más alto tribunal del país: ambas medidas no podían menos que ser respondidas por otras decisiones igualmente desesperadas en un país que no deseaba ceder la democracia que acababa de conquistar.

 

Lo único que recibió de las potencias occidentales fueron ánimos. Se convirtió en el Pinochet de Rusia al desencadenar sucesos violentos con inconfundibles reminiscencias del golpe militar acaecido en Chile veinte años antes.

En lo que sería el tercer shock traumático que infligió al pueblo ruso, Yeltsin ordenó al ejército que ocupara y desalojara la Casa Blanca rusa, y que le prendiera fuego, y las fuerzas armadas cumplieron la orden

Yeltsin movilizó a 5.000 soldados, decenas de tanques y vehículos de transporte

blindado, helicópteros y tropas de asalto de élite armadas con ametralladoras

automáticas, y todo para defender a la nueva economía capitalista de Rusia de la

grave amenaza de la democracia

A las cuatro y cuarto de la tarde, unos 300 guardias, diputados y personal administrativo del parlamento abandonaban el edificio formando una única fila y con las manos en alto. 

Aquella ofensiva total del ejército se había cobrado las vidas de unas quinientas personas y había herido a casi mil, la mayor dosis de violencia que Moscú había vivido desde 1917. 

«Durante la operación de limpieza que se produjo en el interior y en las inmediaciones de la Casa Blanca, se arrestó a 1.700 personas y se confiscaron 17 armas. 

Los detenidos fueron internados en un estadio deportivo, una práctica ciertamente evocadora de los procedimientos empleados por Pinochet

Muchas fueron conducidas a diversas comisarías de policía, donde fueron objeto de palizasUn agente gritó: «¿Queríais democracia, hijos de perra? ¡Os vamos a enseñar democracia! - Yeltsin impuso la terapia de shock en una democracia y luego, sólo pudo defenderla disolviendo la democracia y organizando un golpe.

 

Ambos escenarios contaron con el apoyo entusiasta de Occidente. El golpe, fue «considerado una victoria de la democracia». «Estados Unidos no da tan fácilmente su apoyo a la suspensión de un parlamento. 

Pero éstos son momentos extraordinarios. Yeltsin, el hombre que había ascendido al poder defendiendo el parlamento, le acababa de prender fuego, literalmente, y lo había calcinado hasta tal punto que el edificio había pasado a ser apodado «la casa negra».

Un moscovita de mediana edad explicaba horrorizado ante las cámaras de un equipo de reporteros extranjeros que «la gente apoyaba [a Yeltsin] porque nos prometió democracia, pero él ha disparado contra esa democracia. 

Tras el golpe, Rusia cayó bajo un régimen de gobierno dictatorial libre de obstáculos: sus órganos electos fueron disueltos, se suspendió el Tribunal Constitucional y la constitución, los tanques patrullaban las calles, se declaró el toque de queda y la prensa tuvo que enfrentarse a una censura omnipresente

 

«Al día siguiente de que el presidente ruso disolviera el parlamento, los reformadores encargados de instaurar una economía de libre mercado recibieron la orden: empiecen a redactar decretos.» Un «alborozado economista occidental que colabora[ba] estrechamente con el gobierno» dejó muy claro que, en Rusia, la democracia siempre había sido un estorbo para el plan de liberalización. 

 

Nada parece tan alentador como un golpe de Estado, a juzgar por las declaraciones de Charles Blitzer, economista principal del Banco Mundial para la zona de Rusia, «Nunca me he divertido tanto en mi vida. La diversión sólo acababa de comenzar: enormes recortes presupuestarios, eliminación de los controles de precios para los alimentos básicos (incluido el pan) y privatizaciones aún más generalizadas y aceleradas. 

Fischer, subdirector gerente primero del FMI, abogó por «moverse con la mayor celeridad posible en todos los frentes» 

 

Las «tres acciones», como él las denominaba, «(privatización, estabilización y liberalización) deben completarse lo antes posible

 

El cambio era tan vertiginoso que los rusos no pudieron mantener el ritmo. 

Los obreros no sabían siquiera si las fábricas y las minas en las que trabajaban habían sido vendidas (ni, aún menos, cómo o a quién se habían vendido. 

El Estado comunista fue sustituido por otro de tipo corporativista: Los beneficiarios de dicho boom fueron un limitadísimo círculo de rusos -muchos de ellos, antiguos apparatchiks del Partido Comunista y un puñado de gestoras de fondos de inversión occidentales, invirtiendo en las compañías rusas recién privatizadas. nuevos milmillonarios, muchos de los cuales acabarían formando parte del grupo universalmente conocido como «los oligarcas» por sus majestuosos niveles de riqueza y poder, se dedicó a desposeer al país de casi todo lo que tenía de valor y a trasladar los ingentes beneficios al extranjero a un ritmo de 2.000 millones de dólares mensuales. 

 

Antes de la terapia de shock, Rusia no tenía millonarios (en dólares estadounidenses), En 2003, el número de milmillonarios rusos se elevaba a diecisiete, según el listado de Forbes. 

Se reservaron los mayores premios para los rusos y luego abrieron las compañías recién privatizadas en posesión de los llamados oligarcas-a los accionistas extranjeros.

Los beneficios continuaron siendo astronómicos. 

«¿Busca una inversión que le permitiría obtener hasta un 2.000% de rentabilidad en tresaños?», «Sólo hay un mercado que permita albergar tal esperanza: Rusia.

 

Muchos bancos de inversiones, así como unos cuantos financieros con sustanciales recursos de capital, no tardaron en constituir fondos de inversiones especializados en Rusia. 

Los efectos del programa económico eran tan brutales para el ruso medio y el proceso era tan abiertamente corrupto que sus índices de aprobación cayeron por debajo del 10%. 

Si Yeltsin era expulsado del cargo, quienquiera que le reemplazase pondría probablemente freno a la aventura del capitalismo extremo en Rusia. 

 

En diciembre de 1994, Yeltsin hizo lo que tantos dirigentes desesperados han hecho a lo largo de la historia para aferrarse al poder: inició una guerra. Su jefe de seguridad nacional, Oleg Lobov, había confesado a un legislador que «lo que necesitamos es una pequeña guerra victoriosa para aumentar los índices del presidente», y el ministro de Defensa predijo que su ejército podía derrotar a las fuerzas de la república separatista de Chechenia en cuestión de horas: un paseo militar.

Durante la fase inicial de la campaña bélica, el movimiento independentista checheno fue parcialmente eliminado y las tropas rusas conquistaron el palacio presidencial.

Pero aquél sólo sería un triunfo a corto plazo. Para que haya democracia en la sociedad tiene que haber una dictadura en el poder», declaró. 

Con esas palabras se hacía directamente eco de las excusas dadas por Pinochet y por Deng para justificar, respectivamente, el papel de los de la Escuela de Chicago en

Chile y la aplicación en China de la filosofía del friedmanismo sin libertad. 

 

Las elecciones se celebraron y Yeltsin ganó gracias a la financiación de los oligarcas, estimada en unos 100 millones de dólares (33 veces la cantidad máxima legalmente permitida), y a la cobertura informativa dispensada por los canales televisivos controlados por los oligarcas (800 veces superiora la de sus rivales). 

 

El 40% de una empresa petrolera comparable en tamaño a la francesa Total fue vendido por sólo 88 millones de dólares (para hacernos una idea, las ventas de Total en 2006 ascendieron a 193.000 millones de dólares). 

Norilsk Nickel, productora de una quinta parte del níquel mundial, fue vendida por 170 millones de dólares (aun cuando sólo sus beneficios anuales no tardaron en alcanzar los 1500 millones de dólares).

La inmensa compañía petrolera Yukos, que controla más petróleo que Kuwait, fue vendida por 309 millones de dólares; actualmente obtiene más de 3.000 millones de dólares en ingresos cada año. El 51% de la gigante petrolera Sidanko fue adjudicado por 130 millones de dólares; sólo dos años después, esa misma participación estaba valorada en 2.800 millones de dólares en los mercados internacionales. Una colosal fábrica de armamento fue dispensada por 3 millones de dólares, el precio de un chalet para las vacaciones en Aspen.

 

El escándalo no era únicamente que la riqueza pública de Rusia se estuviese subastando por una fracción mínima de su auténtico valor, sino, también, que, al más puro estilo corporativista, estaba siendo adquirida con dinero público.

«Unos pocos hombres escogidos a dedo se apoderaron de los yacimientos

petrolíferos prospeccionados y perforados en su momento por el Estado sin tener

que pagar un céntimo por ellos. 

En un atrevido acto de cooperación entre los políticos que vendían las empresas públicas y los hombres de negocios que las compraban, varios ministros de Yeltsin realizaron transferencias de grandes sumas de dinero del Estado que, en lugar de ir a parar al banco central o a la hacienda de la nación, acabaron en bancos privados que los oligarcas habían constituido a toda prisa como sociedades anónimas

 

El Estado contrató luego a esos mismos bancos para que gestionaran las subastas de privatización de los yacimientos petrolíferos y de las minas.

Como no podía ser de otro modo, las entidades financieras propiedad de los oligarcas decidieron convertirse en las flamantes nuevas dueñas de aquellos antiguos activos

estatales.

Cuando los comunistas rusos decidieron desmembrar la Unión Soviética, «intercambiaron poder por propiedades» 

 

La familia de Yeltsin, al igual que anteriormente la de su «mentor» Pinochet, se enriqueció extraordinariamente, y sus hijos e hijas (así como varios de los cónyuges de éstas) fueron nombrados para altos cargos de las grandes empresas privatizadas. 

 

Cuando los oligarcas se hubieron establecido firmemente al control de los activos clave del Estado ruso, abrieron sus nuevas compañías a las grandes multinacionales, que también se llevaron grandes porciones de las mismas.

En 1997, Royal Dutch/Shell y BP formaron sociedad con dos gigantes rusas del petróleo, Gazprom y Sidanko, respectivamente. Se trataba de inversiones sumamente rentables. 

Estados Unidos llegaría incluso más lejos en Irak, donde, tras la última invasión, trató directamente de excluir por completo a la élite local de las lucrativas operaciones de privatización de activos estatales.

 

La elección entre la democracia y los intereses del mercado en Rusia fue muy dura. Elegimos la liberalización de los precios, la privatización de la industria y la creación de un capitalismo realmente libre de trabas y desregulado.

 

Tanta era la fortuna que se estaba amasando en Rusia en aquel período que algunos de los «reformadores» no pudieron resistirse a participar de la acción. varios

de los ministros y viceministros de Yeltsin afiliados a la corriente de la Escuela de Chicago acabaron perdiendo sus puestos en sonadísimos escándalos de

corrupción al más alto nivel.

 

Los dos académicos que encabezaban el proyecto (el profesor de economía de Harvard Andrei Shleifer y su adjunto, Jonathan Hay) fueron acusados de haberse beneficiado directamente con el mercado que tan apresuradamente estaban creando. Y al tiempo que Hay ayudaba al gobierno ruso a establecer un nuevo mercado de fondos de inversión, su novia (y futura esposa) obtuvo la primera licencia para fundar una gestora de fondos en Rusia, la cual, desde el inicio de sus actividades, fue administrada al margen de la oficina de Harvard en Moscú, que estaba financiada por el gobierno estadounidense.

 

Anders Åslund, uno de los más influyentes economistas occidentales que trabajaban por aquel entonces en Rusia, afirmó que la terapia de shock funcionaría porque «los incentivos milagrosos o las tentaciones del capitalismo lo conquistan más o menos todo.

 

¿Son «verdaderos creyentes» a quienes mueve la ideología y la fe en que los mercados libres curarán el subdesarrollo, como se asegura a menudo, o sus ideas y teorías actúan frecuentemente como una elaborada tapadera que permite que las personas actúen dando rienda suelta a su codicia, aunque invocando, al mismo tiempo, una motivación altruista?

 

Todas las ideologías son corrompibles, evidentemente (y los apparatchiks rusos

dieron abundantes y evidentes muestras de ello con los múltiples privilegios que

cosecharon durante la era comunista), la Escuela de Chicago parece ser especialmente susceptible de desembocar en procesos de corrupción.

 

En cuanto se acepta que el lucro y la codicia practicados en masa generan los mayores beneficios posibles para cualquier sociedad, no existe prácticamente ningún acto de enriquecimiento personal que no pueda justificarse como contribución al gran caldero creativo del capitalismo porque supuestamente genera riqueza y espolea el crecimiento económico (aunque sea sólo el de la propia persona y sus colegas más

próximos).

 

En los primeros momentos tras la caída del comunismo, Soros, gracias al trabajo de Sachs había sido uno de los primeros promotores de la terapia de shock como método de transformación económica para aquellos países.

Esa intensa especulación hizo que, en 1998, cuando la crisis financiera asiática empezó a propagarse más allá del ámbito exclusivo de los Tigres, Rusia quedase enteramente desprotegida. 

Su ya de por sí precaria economía quebró definitivamente. La población culpó a Yeltsin y su índice de popularidad cayó a un absolutamente insostenible 6%

El futuro de muchos de los oligarcas volvía a estar en peligro; iba a ser necesario,

pues, otro gran shock para salvar el proyecto económico y conjurar la «amenaza» de que en Rusia pudiera asentarse una verdadera democracia.

 

En septiembre de 1999, el país se vio sacudido por una serie de atentados terroristas de una crueldad extrema: de forma aparentemente inesperada, alguien voló por los aires cuatro bloques de viviendas en plena noche y mató a cerca de 300 personas. 

En una sucesión de hechos que a los estadounidenses les acabaría resultando muy familiar tras el 11 de septiembre de 2001, todos los demás temas fueron expulsados del mapa político por la entrada en escena de la única fuerza capaz de hacer algo así. «Fue una especie de miedo primario», explica la periodista rusa Yevgenia Albats. «De repente, parecía que todos esos debates y explicaciones sobre la democracia y los oligarcas no tuvieran ninguna importancia comparados con el temor a morir en el interior de nuestras propias viviendas. 

 

El hombre a quien se situó al frente de la caza de aquellos «animales» fue el

primer ministro ruso, el acerado y vagamente siniestro Vladimir Putin.

Putin lanzó una campaña de bombardeos aéreos sobre Chechenia, en los que se atacó a la población civil. A la nueva luz de la amenaza terrorista, el hecho de que Putin

fuese un veterano del KGB (el símbolo más temido de la era comunista), donde

había prestado sus servicios durante diecisiete años, pareció resultar de pronto

tranquilizador para muchos rusos.

 

El 31 de diciembre de 1999, en un momento en el que la guerra en Chechenia hacía imposible un debate mínimamente serio, varios oligarcas idearon un callado traspaso de poder de Yeltsin a Putin sin necesidad de elecciones.

 

El primer acto de Putin como presidente fue firmar una ley que protegía a Yeltsin frente a cualquier posible acusación penal, ya fuera por la corrupción, por el asesinato de manifestantes prodemocráticos a manos de militares o por cualquier otro acto que hubiera tenido lugar bajo su supervisión como jefe de Estado.

 

Yeltsin es visto por la historia más como un bufón corrupto que como un hombre duro y de aspecto amenazador. Pero sus políticas económicas y las guerras que promovió para protegerlas contribuyeron significativamente a aumentar el recuento de víctimas de la cruzada de la Escuela de Chicago, una cifra que no ha dejado de aumentar sistemáticamente desde lo sucedido en Chile. 

 

A las víctimas del golpe de octubre perpetrado por Yeltsin, hay que añadir el elevadísmo número de muertos en las guerras de Chechenia (según las estimaciones, unos 100.000 civiles.

Pero, las mayores masacres que precipitó el anterior máximo mandatario ruso fueron aquellas que se produjeron «a cámara lenta», pero con una mortandad mucho

mayor: me refiero a los «daños colaterales» de la terapia económica de shock.

 

Nunca tantas personas han perdido tanto en tan poco tiempo sin que existiera una hambruna, una plaga o una batalla de grandes proporciones.

 

Más del 80% de las granjas y las explotaciones agrícolas rusas habían quebrado, y, aproximadamente, unas 70.000 fábricas de titularidad estatal habían sido clausuradas, dejando como rastro una auténtica epidemia de desempleo.

 

El número de consumidores se incrementó en un 900% entre 1994 y 2004 hasta alcanzar los 4 millones de personas, muchas de ellas adictas a la heroína. La epidemia de la droga ha repercutido también en la incidencia de otro VIH asesino silencioso: en 1995, un total de 50.000 rusos eran seropositivos.

En sólo dos años, esa cifra ya se había duplicado; diez años después, según

UNAIDS, casi un millón de rusos y rusas eran seropositivos al VIH

A mediados de la década de 1990, cuando los «terapeutas» del shock ya habían administrado su «amarga medicina», eran 74 millones de rusos y rusas los que vivían por debajo de ese umbral, según el Banco Mundial. Eso significa que de lo que

verdaderamente pueden vanagloriarse las «reformas económicas» rusas es del

empobrecimiento absoluto de 72 millones de personas en sólo ocho años

 

En1996, el 25% de los rusos (casi 37 millones de personas) vivían en una situación

de pobreza calificada de «desesperada. En el país, hay 715.000 niños sin hogar (una cifra que, según UNICEF, alcanza en realidad los 3,5 millones de niños y niñas.

 

Con la llegada del capitalismo, sin embargo, los rusos beben el doble de alcohol del que solían beber y se están aficionando también a otros analgésicos más contundentes

 

«¿Qué han ganado nuestra patria y su pueblo con estos quince criminales

años anteriores?», se preguntaba Vladimir Gusev, un académico moscovita, en

una manifestación prodemocrática en 2006. 

«Estos años de capitalismo asesino han matado al 10% de nuestros habitantes.» Y lo cierto es que la población rusa se encuentra en franco (y acelerado) declive. El país pierde aproximadamente unos 700.000 habitantes al año. Entre 1992, el primer año completo de terapia de shock, y 2006, la población de Rusia menguó en 6,6 millones de habitantes.

Hace tres décadas, André Gunder Frank, el economista de los de Chicago, disidente, escribió una carta a Milton Friedman acusándole de «genocidio

económico». 

Actualmente, muchos rusos describen la lenta desaparición de sus conciudadanos y conciudadanas empleando términos similares.

Esta miseria planificada resulta aún más grotesca si pensamos que la riqueza acumulada por la élite es exhibida en Moscú como en ningún otro lugar del mundo con la salvedad, quizás, de un puñado de emiratos petrolíferos. 

En la Rusia actual, la riqueza está tan estratificada que los ricos y los pobres parecen

vivir no sólo en países distintos, sino también en siglos diferentes.

 

Una de esas «zonas horarias» es el centro de Moscú, transformado a pasos acelerados en una ciudad del pecado futurista del siglo XXI, donde los oligarcas se desplazan toda prisa de un lado a otro en convoyes de Mercedes negros protegidos por soldados mercenarios de primer nivel, y donde los gestores de dinero occidentales se ven seducidos por la laxitud de la normativa de inversiones durante el día y por las prostitutas facilitadas por gentileza de sus anfitriones durante la noche. 

 

Como ejemplo de la vida en la otra zona horaria, baste la respuesta de una adolescente de provincias de diecisiete años de edad a la pregunta de cuáles eran sus

esperanzas para el futuro: «Es difícil hablar del siglo XXI cuando estás sentada

aquí, leyendo a la luz de una vela. El siglo XXI importa bien poco. Aquí estamos

en el siglo XIX

 

Este pillaje al que ha sido sometido todo un país con tanta riqueza como la que Rusia atesora ha requerido de actos extremos de terror en la historia reciente: desde el incendio del parlamento hasta la invasión de Chechenia

 

«Las políticas que engendran pobreza y delincuencia», escribe Georgi Arbatov, uno de los asesores económicos originales (y generalmente ignorados) de Yeltsin, «[...]

sólo pueden sobrevivir si se suprime la democracia.

 

Se había suprimido ya en el Cono Sur, en Bolivia (durante el estado de sitio) o en China (durante la ofensiva de Tiananmen). Pronto se suprimiría también en Irak.



 

 

 

 

 

   


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